Capítulo 23

1359 Words
Octavia La sangre del Umbra, pegajosa y densa, se adhería a mi ropa, marcándome con un recuerdo sombrío de la batalla. Sentía su peso coagulado, un recordatorio constante del encuentro cercano con la muerte, y una urgencia creciente por liberarme de este olor férreo y metálico. Caminamos por horas en el bosque, donde el suelo crujía bajo nuestros pies y el aire fresco contrastaba con la tensión en mis músculos. Sin rastros de civilización, solo la melodía tranquila del viento entre las hojas. A lo lejos, el sonido del agua corriendo me dio esperanza; me giré hacia él, guiada por el sonido hasta encontrar un lago pequeño con una cascada cayendo sobre él. —Necesito sacarme este olor de encima —dije a Lucien, evitando su mirada, sintiendo cómo mi voz reflejaba mi agotamiento y ansiedad. Me acerqué al lago, lanzando una piedra para asegurarme de que estuviera libre de peligros. Lucien estaba recostado contra un árbol, con los brazos cruzados y una sonrisa atrevida que me irritaba y atraía a partes iguales. —Ni siquiera pienses en que me voy a meter ahí desnuda si tú estás mirando, pervertido —le espeté, sintiendo un fuego de frustración y agotamiento quemar en mi interior. Aunque Lucien era innegablemente atractivo, con su cabello rubio cayendo en ondas y esos ojos verdes que mostraban una mezcla de inteligencia y misterio, mi corazón anhelaba a otro. Mientras pensaba en Orión, una oleada de tristeza me inundó, y mis ojos se llenaron de lágrimas no derramadas. —Está bien, cielo, no es necesario que llores para que me vaya —dijo él, desapareciendo entre los árboles. Una vez sola, me sumergí en el lago, sorprendida por la cálida bienvenida del agua. Mis tensos músculos se relajaron al contacto con la suave tibieza. Lavé mi ropa con cuidado, quitándome cada prenda y frotando la sangre y la tierra de debajo de mis uñas. Cuando terminé, la luz del amanecer comenzaba a filtrarse entre las ramas, tiñendo todo con tonos dorados y rosados. Me dirigí a mi mochila para secarme y vestirme, sintiendo una mezcla de alivio y vulnerabilidad por estar expuesta en el bosque. Colgué mi ropa mojada en una rama y me senté frente a la cascada, contemplando el amanecer en su esplendor. Saqué una barra energética y una botella de agua casi vacía, sintiendo el sabor artificial y la textura arenosa de la barra en mi boca. "Octavia, ¿dónde estamos?" preguntó Darcy en mi mente, su voz sonaba adormecida y confundida. "Ya era hora de que aparecieras, casi nos matan anoche" murmuré frustrada y cansada. "¿De qué hablas?" Había sorpresa en su voz. "Te supliqué que me ayudarás, Darcy, me dejaste sola contra una bestia del infierno" gruñí enfadada. "Octavia, no entiendo de lo que me hablas. Lo último que recuerdo fue que estábamos en nuestra habitación planeando sacar al prisionero para ir en busca de Orión... Después de eso no sé lo que ha ocurrido" dijo Darcy con temor en su voz. "Darcy, llevamos más de 24 horas viajando con Lucien hacia las Tierras Sagradas" le susurré. "No recuerdo que ha pasado, Vi, no sé quién es Lucien o que hacemos... " La voz de Darcy se interrumpió abruptamente. —Encontré unas bayas comestibles —dijo Lucien acercándose al árbol en el que estaba recostada. "¿Darcy?" Pregunté en mi mente. No obtuve respuesta. "¿Qué mierda está ocurriendo?" Mi mirada se enfocó en Lucien, mi ceño fruncido mostrando la confusión que crecía en mi interior. Él se detuvo de golpe al mirarme con las bayas en su mano mientras con la otra llevaba una a su boca. —No son venenosas —dijo él, masticando una baya con una tranquilidad despreocupada, como si estuviera demostrando un truco sencillo. Se la comió con un gesto teatral, casi como si estuviera en un escenario, y luego me miró con una sonrisa confiada. —Ves, las he probado por ti. —¿Qué eres tú? —Murmuré, mi voz apenas un hilo de sonido, totalmente confundida. La incredulidad y la curiosidad se entrelazaban en mi tono. —¿Disculpa? Solo soy un humano aventurero... —Dijo mientras avanzaba y se sentaba a mi lado, su movimiento lleno de una gracia casual que parecía desafiar la normalidad. Se acomodó con una facilidad que dejaba entrever una confianza innata en su propio ser. —No, no lo eres. Tu olor no es como el de un humano, cada vez que estás cerca pierdo la conexión con mi loba... —Susurré, manteniendo mi mirada en la suya. Sentí un ligero estremecimiento recorrerme, una mezcla de miedo y fascinación. —¿Me has estado oliendo? Vaya, eso me halaga —se burló de mí, ofreciéndome las pocas bayas que le quedaban en la mano. Su tono era juguetón, una sonrisa traviesa adornando sus labios. —Ya comí, gracias —respondí, rechazando su ofrecimiento con un gesto de la mano. Mis pensamientos eran un torbellino, y dejé que mis dudas quedaran en segundo plano para más tarde, tratando de ocultar mi confusión detrás de una fachada de indiferencia. —Tendremos que dormir por aquí, no he visto movimiento de personas en mi recorrido buscando algo para comer —terminó de comer mientras hablaba, sus palabras eran prácticas, pero su mirada era inquisitiva, como si estuviera evaluando algo más que la situación inmediata. No estaba segura de poder dormir cerca de él. La desconfianza en las coincidencias me hacía sentir incómoda, un nerviosismo sutil se apoderaba de mí, y mi mirada se desviaba hacia la oscuridad del bosque circundante. —Duerme tú, yo haré guardia —le ofrecí, tratando de mantener una voz firme, aunque por dentro me sentía inquieta. —Has tenido más acción que yo anoche, deberías dormir primero —devolvió él, su tono era suave, casi preocupado, pero con un toque de firmeza. —Vamos Lucien, ¿tendremos que hacer piedra, papel o tijeras? —Dije, encogiéndome de hombros y poniendo los ojos en blanco, intentando inyectar un poco de humor en la tensión que se acumulaba entre nosotros. —Esto es ridículo, deberíamos dormir los dos y ya —habló él, acomodándose contra el árbol, poniendo sus brazos detrás de su cabeza sobre su mochila. Su postura era la de alguien que se resigna a una situación inevitable, pero también revelaba una comodidad y seguridad en sí mismo que me hacía preguntarme de nuevo qué secretos ocultaba. Maldita sea. El cansancio se apoderaba de cada fibra de mi ser, pesando sobre mis párpados y hombros como una manta de plomo. Estaba totalmente agotada, y no dudaba que caería rendida en menos de veinte minutos. A pesar de mi desconfianza hacia él, la necesidad de descanso se imponía con una fuerza ineludible. Realmente no tenía otra opción. Con una mezcla de resignación y cautela, cerré mis ojos lentamente, pero no sin antes agarrar una daga firmemente en mi mano. La frialdad del metal era un recordatorio tangible de que debía estar preparada, ya sea por si alguien nos atacaba o Lucien decidía pasarse de listo otra vez. El peso de la daga en mi palma era un consuelo, un pedazo de realidad en el que podía aferrarme. En los confines de mi mente, había dejado su beso enterrado en un lugar muy, muy al fondo. No fue algo consensuado; más bien, una herramienta para sacarme de mi estado petrificado. No significó nada, me repetí a mí misma, una y otra vez, como un mantra destinado a alejar los recuerdos indeseados. Cada repetición era un intento de convencerme, de borrar la huella que había dejado en mí. A pesar de mis esfuerzos, el recuerdo del beso flotaba en el borde de mis pensamientos, un eco persistente que se negaba a desvanecerse por completo. Pero la fatiga era más fuerte, y poco a poco, me fui sumergiendo en un sueño profundo, la realidad desdibujándose en las sombras del agotamiento y la oscuridad de la noche. Las últimas sensaciones conscientes fueron el agarre frío de la daga en mi mano y la suave brisa que rozaba mi piel, llevándome al mundo de los sueños.
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