El conde de Richmond besó la manos de la princesa y enarcó una ceja cuando ella le arrebató la mano antes de que las tocara con los labios. Su rostro no mostró lo que pensaba de este acto, pues el hombre alto se contentó con una media sonrisa. El Conde no pudo evitar mirarla. -¡Dios, la chica era fea, más que los rumores! -Parecía paralizada y le miraba con la cabeza ligeramente ladeada, con timidez. Con gran esfuerzo, consiguió contener su impaciencia y su mal humor. Sin dejar de sonreír. -¡Por la sangre de Cristo! ¡Esto no puede estar pasándome a mí! - pensó el Conde con fastidio. Mis padres decían que era una princesa, no un esperpento. Mientras que a su alrededor se desarrollaba una conversación entre los hombres mayores. El conde siguió observando a la mujer con la que intentaba