CAPÍTULO I: 1824-1
CAPÍTULO I
1824
Vanora McKyle permaneció en la cubierta del pequeño barco en que navegaba.
Pensó que nada podía ser más bello que los páramos de Escocia cuando se teñían de púrpura los brezos.
Los tonos de luz eran diferentes a los de cualquier otro lugar que ella conociera.
Había realizado un viaje muy interesante a Inglaterra.
No tenía intenciones de regresar aún a su casa en Escocia, ya que se encontraba muy a gusto con su tío en Londres, ayudándolo en un libro que éste se hallaba escribiendo.
Sin embargo, e inesperadamente, su hermano, el jefe del clan de los McKyle, le pidió que volviera a casa, ya que su padre acababa de morir, y era imprescindible su presencia allí.
Vanora apenas tenía diecisiete años al fallecimiento de su madre.
Sus padres habían decidido cómo debía terminar su educación.
El lejano norte de Escocia no era el lugar ideal para hallar los maestros y escuelas que pudieran formarla adecuadamente.
La madre de Vanora había estado emparentada con el Duque de Buccleugh,
Se trataba éste de uno de los aristócratas más influyentes de Inglaterra.
Y su hermano había sido durante años el secretario de Estado de Escocia.
A su retirada obtuvo el título de Lord.
Al enterarse de la muerte de su hermana, Lord Blairmond invitó a Vanora a que se instalase con él en Londres, donde podría asistir a una escuela para señoritas, que era lo que su madre siempre había deseado para ella.
Su padre accedió y Vanora emprendió el viaje.
Su tío disfrutaba de su compañía.
Como nunca estuvo casado, se trataba, por lo tanto, de un hombre solitario.
También, al pasar el tiempo, descubrió que Vanora estaba lo suficientemente preparada como para ayudarlo con el libro que hallaba escribiendo.
Eran las memorias de sus años como secretario de Estado en Escocia.
Disponía, como consecuencia, de una enorme biblioteca.
Vanora solía enfrascarse no sólo en los libros en los que él deseaba que hiciera investigaciones, sino también en los que ella elegía para su propio disfrute.
De hecho, era muy feliz con su tío.
Jamás pensó en un pronto regreso a Escocia.
Entonces, y cuando menos lo esperaba, su padre murió de un súbito ataque al corazón.
Ello significó que su hermano Ewen se convirtiera en el jefe del clan.
Y pidió a Vanora que regresara.
—No puedo entender, tío Angus— decía ésta—, por qué
Ewen desea que regrese. Después de todo, debe estar muy ocupado con el clan. Siempre tuvo ideas muy diferentes a las de papá y, sin duda, ahora las estará poniendo en práctica.
—Te echaré de menos, queridita— se quejó Lord Blairmond—, pero creo que debes ir. Por supuesto, si alguna vez deseas volver, sabes con qué placer te estaré esperando.
Vanora lo abandonó casi llorando.
Había pasado casi tres años en Londres, donde hizo muchas amistades.
Constituyó un esfuerzo darles la espalda y viajar de vuelta a Escocia.
Por suerte, un amigo de Lord Blairmond estaba a punto de viajar a Edimburgo en su yate.
Se ofreció a llevar a Vanora consigo, lo que hizo muy placentera la primera parte del viaje.
Ella sólo habría deseado disponer de tiempo para conocer Edimburgo.
Había leído mucho acerca de tal ciudad cuando el rey Jorge IV visitara Escocia por primera vez, dos años antes.
Recibió el monarca una fantástica y entusiasta bienvenida, que sorprendió a todos.
«Si no puedo conocer Edimburgo ahora», se dijo Vanora, «tal vez pueda hacerlo en otra ocasión. No creo tener mucho qué hacer, excepto sentarme a orillas del río Aulay y observar a Ewen pescar».
El amigo de Lord Blairmond le encontró pasaje en un barco que se dirigía de Edimburgo a John O’Groats.
No disponía éste de ninguna de las comodidades de las que Vanora disfrutara en el yate.
Sin embargo, ella era muy buena marinera y disfrutaba navegando.
De modo que se dedicó a observar la costa de Escocia mientras se dirigían hacia el norte.
Aulay era el río que cruzaba la finca de su hermano.
Desembocaba junto a una pequeña aldea de pescadores llamada Aulaypool.
El Capitán le informó que siempre se detenían en su puerto.
Y no habría dificultad alguna para que ella desembarcara en el mismo.
Cuando el barco amarró, Vanora encontró que los sirvientes de su hermano la esperaban en un carruaje tirado por dos caballos.
No era tan elegante como los que ella estaba acostumbrada a utilizar en Londres.
Pero le agradó saludar de nuevo a los viejos empleados que servían a la familia desde que ella podía recordar.
Justo antes de que el barco arribara a Aulaypool, se había sentido fascinada cuando cruzaron frente a la bahía sobre la que se encontraba el Castillo Killdona.
Desde pequeña había oído hablar del mismo y anhelaba conocerlo.
No obstante, aquello resultó imposible, ya que existía una muy antigua rivalidad entre los McKyle y el Conde de GlenFile, a quien pertenecía la construcción.
Durante siglos, los McKyle y los GlenFile habían peleado los unos contra los otros.
Ninguno de ellos había podido reclamar una clara victoria hasta quince años antes, cuando el Conde de GlenFile acusó a los McKyle de que le robaban sus ovejas.
Fuera o no verdad, la batalla entre los dos clanes resultó ciertamente cruenta.
Y aunque gran número de ambos bandos pagaron las consecuencias, por lo que parecía un milagro ni uno solo murió.
Fue entonces cuando el Conde se declaró victorioso, sin contar con la opinión de los McKyle.
Vanora se trataba en aquel tiempo de una niña y apenas recordaba lo sucedido.
De hecho, había permanecido a salvo oculta en una cueva con su madre y su niñera.
Por supuesto, después de las confrontaciones casi no se oía hablar de otra cosa.
Su padre estaba furioso por el hecho de ser denunciado como derrotado, pero nada podía hacer.
El Conde de GlenFile no sólo disponía de un clan mucho más numeroso bajo su mando, sino que también poseía más tierras y era bastante más rico.
Pero Vanora siempre había oído decir que un escocés jamás olvida.
Y eso era muy cierto en lo que se refería a los McKyle.
En cualquier caso, y al discurrir ahora frente al Castillo Killdona, Vanora pensó que nada podía ser más atractivo.
Había sido restaurado varias veces desde que se construyera.
Ya el siglo anterior se le añadieron las altas torres que le daban una apariencia muy romántica.
Un poco por encima del nivel del mar se divisaba un jardín muy bien cuidado, que daba directamente a la bahía.
«Desearía poder visitar el Castillo y conocer su interior», pensó Vanora.
Pero comprendió que, debido a la enemistad entre las dos familias, era algo que jamás sucedería, así que no venía al caso desear la luna.
De cualquier modo, y mientras se acercaban al pequeño puerto, se dijo que se sentía feliz de estar en casa.
Sería muy emocionante recorrer de nuevo su propio Castillo, que era más antiguo que el Killdona.
Su madre le había contado innumerables leyendas a propósito del mismo.
En algún tiempo los McKyle habían poseído más tierras y eran más influyentes en la corte escocesa que sus vecinos.
Sin embargo, y en el curso de los años, abandonaron el mundo de la política al objeto de ocuparse de sí mismos.
Incluso al padre de Vanora, cuando se convirtió en el
jefe del clan, lo único que le preocupaba era cuidar de su propia gente.
Se aseguraba de que la cría de corderos se realizara con efectividad, y, aunque no eran exactamente ricos, nadie sufría estrecheces.
Ahora mientras los caballos conducían a Vanora colina arriba, la muchacha observó que el río Aulay bajaba bastante crecido.
Ello significaba que la pesca sería buena y que no carecerían de salmón, no sólo para uso propio, sino también para vender.
Y cuando tuvo a la vista la torre del Castillo, sintió que un pequeño temblor la recorría.
¡Estaba en casa!
Ciertamente, echaría de menos a sus padres, pero Ewen estaba allí y ella se encontraría entre los suyos.
Su hermano la esperaba en la escalinata de la edificación.
A Vanora le pareció mucho más mayor que la última vez que lo viera.
En realidad, él tenía ya catorce años cuando ella nació, como siempre le dijeron, «inesperadamente».
—¡Al fin has llegado!— exclamó al verla—, temía que, a pesar de lo que te escribí, te negaras a venir.
—Fuiste tan explícito— dijo Vanora—, que, por supuesto, no podía negarme, y aquí estoy.
Se rieron y entraron juntos al Castillo.
La muchacha lo halló como lo recordaba, aunque quizá le faltara el toque femenino que su madre le imprimiera.
Con ella, siempre había flores en todas las habitaciones.
Se ocupaba personalmente de que las cortinas, cojines y cubrecamas se renovaran cuando era preciso.
Del mismo modo, los manteles y servilletas siempre lucían inmaculadamente limpios.
Subieron al salón, que, como era costumbre en Escocia, se ubicaba en el primer piso.
Vanora advirtió que no sólo faltaban las flores, sino que la porcelana y las persianas se hallaban llenas de polvo.
«No debo mostrarme crítica' cuando apenas acabo de llegar», se dijo.
El té esperaba junto a la chimenea y sirvió una taza para su hermano.
—¿Qué es lo que sucede?— preguntó—, la forma en que me escribiste me hizo temer que algo terrible había pasado.
—Nada terrible— respondió Ewen—, pero necesito tu ayuda.
—Por supuesto, haré todo lo que pueda— se ofreció Vanora.
Casi añadió que sería mejor que fuera algo importante.
A su tío le había molestado el que tuviera que irse cuando todavía el libro se hallaba incompleto.
Como consecuencia de sus años, le resultaba sumamente útil el que ella pudiera realizar por él la búsqueda de lo que precisaba entre los numerosos documentos de que disponía.
Ahora, mientras esperaba que su hermano hablara, Vanora decidió que estaba un poco raro, como indeciso.
Era como si le resultara difícil decirle lo que tenía en mente.
—Vamos, Ewen, ¿cuál es el secreto? ¿Vas a casarte o algo así?
—No, no es nada de eso— respondió su hermano—, no tengo intenciones de casarme, ni de tener un heredero, hasta que haya colocado a mi gente de nuevo en el lugar que la corresponde.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir qué los McKyle deben volver a ser tan importantes como lo eran en tiempo de mi abuelo y bisabuelo. Eso, como bien sabes, fue antes de ser humillados por el Conde de GlenFile.
Vanora suspiró.
—¡Oh, no! ¡No esa vieja historia otra vez!— exclamó—, me tuvo harta y enferma el oír continuamente cómo nos venció. Y, si pides mi opinión, creo que tenía una buena razón para combatirnos. Por lo que se decía, los McKyle les robaban sus ovejas, internándose en sus propiedades.
—No sé a quién oirías decir eso —intervino, cortante, su hermano—, pero se trata de una mentira que estoy decidido a demostrar. Ahora, lo primero que deseo es recuperar nuestra piedra.
Vanora lo miró fijamente.
—¡Nuestra piedra!— exclamó.
La muchacha había escuchado el relato con frecuencia, mas nunca lo había considerado de ninguna importancia.
Cuando el Conde de GlenFile derrotó a los McKyle, les arrebató al tiempo la piedra en la cual el jefe del clan era proclamado.
Los McKyle habían adoptado la costumbre que se inició con la Piedra del Destino, en la que los reyes escoceses eran coronados hasta que Eduardo I la hizo trasladar a la Abadía de Westminster.
Durante sus investigaciones para su tío, Vanora se interesó mucho en los escritos, referidos a la Piedra de Scone.
Se decía de ella que había acompañado a los escoceses en sus míticos viajes.
Las tradiciones relataban que, incluso, había viajado con Gaythelus a España, y regresado a Escocia vía Irlanda.
De todos modos, Vanora se sintió desilusionado cuando se enteró de que la piedra que se encontraba en la abadía de Westminster era de un material tosco, al que se le habían colocado a cada lado unas barras y aros de hierro al objeto de poder ser transportada.
Sin embargo, la piedra de los McKyle era de mármol.
Aunque no muy grande, sí era lo bastante ancha como para poder ser colocada en la silla donde se colocaba el jefe del clan en el momento de su proclamación.
Uno por uno, los miembros del clan se acercaban y se arrodillaban frente a él, besándole el anillo que lucía en su mano izquierda.
Acto seguido, le juraban obediencia de por vida.
Vanora había presenciado una de esas ceremonias y, ciertamente, le parecía impresionante.
Sin embargo, su hermano Ewen no había podido llevarla a efecto.
El Conde de GlenFile se había apoderado de la piedra cuando derrotó a los McKyle.