Ariel
Corrí por las calles a toda velocidad, mis pasos resonando en el piso húmedo mientras las luces de la ciudad parpadeaban a mi alrededor.
El aire nocturno golpeaba mi rostro, frío y cortante, pero no podía permitirme reducir la velocidad. Apenas había podido salirme con la mía con esa maldita demonio. Mi corazón latía con fuerza, cada pulso llenando mi pecho con una mezcla de adrenalina y repulsión.
Santos cielos, no había nada en este lugar que odiara más que a los malditos demonios. El encuentro había sido intenso, y aún podía sentir la presión de sus dedos en mi piel, el calor abrasador de su presencia.
Esa... cosa... demonio... estaba interesada en el arma tanto como yo. La idea de compartir cualquier información con ella era simplemente insoportable.
"Es una tonta si cree que compartiría algo de eso con ella," me burlé en mi mente, mi desprecio burbujeando hasta la superficie. Cada pensamiento sobre ella hacía que mi sangre hirviera, y mis pasos se volvían más rápidos, más decididos.
Las calles estaban desiertas, la ciudad sumida en un silencio inquietante, roto solo por el murmullo distante de la vida nocturna.
Las sombras de los edificios se alargaban, creando figuras deformadas que parecían observarme mientras corría. Podía oler la contaminación en el aire, mezclada con el inconfundible aroma de la demonio que se aferraba a mi ropa. Necesitaba llegar a mi casa y darme un baño. El olor de la demonio estaba en mí, y me estaba volviendo loco.
A medida que me acercaba a mi refugio, mis pensamientos se volvieron hacia la misión.
La búsqueda del arma, el único objeto que podía redimirme a los ojos de los cielos, ahora se complicaba por la presencia de... ella. Pero no podía permitirme vacilar. No ahora. No cuando estaba tan cerca.
Finalmente, llegué a mi edificio. Subí las escaleras de dos en dos, el eco de mis pisadas resonando en el angosto pasillo. Abrí la puerta de mi apartamento y la cerré de un portazo, dejándome caer contra ella por un momento, tratando de calmar mi respiración acelerada. La familiaridad de mi hogar me trajo un leve consuelo, pero el asco seguía ahí, pegado a mi piel como una segunda capa.
Me dirigí al baño, arrancándome la ropa con movimientos bruscos. El agua caliente corría sobre mí, llevándose el sudor y la suciedad, pero no podía quitarme la sensación de estar contaminado. Froté mi piel con fuerza, tratando de borrar cualquier rastro de ella. El vapor llenaba el pequeño espacio, y con él, mis pensamientos se volvían más claros.
—Maldita demonio —murmuré para mí mismo, el sonido de mi voz resonando en el azulejo. —No permitiré que te interpongas en mi camino.
La determinación se afianzó en mi interior. La búsqueda del arma continuaba, y no dejaría que nada ni nadie me detuviera. Salí del baño, dejando que el aire fresco enfriara mi piel, y me vestí rápidamente. Tenía trabajo que hacer, y no había tiempo para perder en rencores inútiles.
Me dirigí al pequeño escritorio en la esquina de mi apartamento, donde había extendido un mapa antiguo, uno de los pocos vestigios que quedaban del tiempo de la guerra.
La tinta desvaída y el papel amarillento contaban historias de un pasado olvidado por la mayoría, un tiempo de enfrentamientos épicos entre ángeles y demonios.
Había sido llamada la Guerra de los Eternos poco después del último enfrentamiento, cuando la sangre celestial y demoníaca se había mezclado en una batalla final que casi destruyó ambos mundos.
Encendí una lámpara de escritorio, la luz suave iluminando el mapa y el libro antiguo que había encontrado en la biblioteca. Las palabras en el libro eran crípticas, escritas en una lengua casi olvidada, pero con el tiempo y la paciencia había logrado descifrarlas. El mapa y el libro juntos contenían las claves para encontrar el arma que tanto anhelaba.
Me senté y dejé que mis dedos recorrieran las líneas del mapa, siguiendo los antiguos caminos y rutas que una vez habían sido transitados por mis antepasados. Los nombres de los lugares resonaban en mi mente con un eco de antiguas historias y leyendas.
Los Picos de la Devastación, el Valle de las Sombras Eternas, el Lago de las Lágrimas Sagradas… cada lugar tenía su propia historia, su propio significado en la guerra que había cambiado el curso de nuestro mundo.
Comparaba la información del libro con el mapa, buscando cualquier pista que pudiera llevarme a la ubicación del arma. La tinta en el libro era aún más desvaída, las palabras a veces ilegibles, pero la esencia del mensaje era clara. El arma había sido sellada con un hechizo antiguo, un hechizo que solo podía ser deshecho por aquellos que comprendieran su verdadero poder.
Pasé horas así, inmerso en la investigación, tratando de ignorar el persistente aroma de la demonio que aún parecía aferrarse a mi memoria. Cada pista que encontraba me acercaba más a mi objetivo, pero también revelaba lo peligroso que era. Esta arma no solo tenía el poder de acabar con la guerra silenciosa que aún hoy día continuaba, sino que también podía destruir todo lo que conocíamos si caía en las manos equivocadas.
Un fragmento en el libro llamó mi atención.
Era una descripción detallada de un lugar llamado la Caverna del Olvido, un lugar que, según las leyendas, solo podía ser encontrado por aquellos que tenían el corazón puro o la mente desesperada.
Parecía ser el lugar perfecto para esconder algo tan poderoso y peligroso.
—La Caverna del Olvido... —murmuré, trazando el camino en el mapa con mi dedo. —Debe estar aquí, en algún lugar cerca del Valle de las Sombras Eternas.
Sabía que este sería mi próximo destino. Pero no podía permitirme ser imprudente. Livia y otros demonios podrían estar detrás de la misma pista, y cualquier error podría costarme caro. Tenía que estar un paso adelante, tenía que ser más astuto, más rápido.
Guardé el libro y el mapa con cuidado, asegurándome de que estuvieran bien protegidos.
Ahora tenía una pista concreta para seguir.
Me moví caminando hacia la heladera, el frío del piso contra mis pies descalzos. Estos malditos instintos humanos, necesitaba comer. Abrí la puerta de la heladera y saqué una porción de comida precocinada. La metí en el microondas y esperé, escuchando el zumbido bajo del aparato. Los olores artificiales llenaron la pequeña cocina, una mezcla de carne y especias que apenas lograba despertar mi apetito.
Una vez que la comida estuvo lista, me senté frente a la ventana a comer. Miré hacia afuera, observando la ciudad en movimiento.
La luz de los faroles iluminaba las calles mientras la gente iba y venía, ajena a la guerra invisible que se libraba a su alrededor.
Esta relación de amor y odio con los humanos me volvería loco.
Mientras comía, no podía evitar sentirme dividido. Había algo en la humanidad que me fascinaba y me repelía a partes iguales. Su capacidad para el amor y la bondad, su creatividad y resistencia eran admirables.
Pero al mismo tiempo, su ignorancia, su crueldad y su inclinación a la autodestrucción me llenaban de desprecio. Era un equilibrio precario, y a veces me preguntaba cómo lograban sobrevivir en medio de todo eso.
El sabor de la comida era apenas aceptable, pero lo soporté. Necesitaba la energía, y no podía permitirme ser quisquilloso en este momento.
Cada bocado me recordaba mi situación, mi caída de la gracia celestial a esta existencia mundana. Había días en que la nostalgia me golpeaba con fuerza, deseando volver al cielo, sentir la pureza de su luz y el calor de su abrazo.
Pero esos días eran escasos.
La realidad de mi destierro y la necesidad de redimirme me mantenían enfocado. No podía permitirme distraerme con pensamientos de lo que una vez fue. Mi misión era clara, y tenía que seguir adelante.
Mientras masticaba, recordé las palabras de Livia, su desprecio y sarcasmo. Su presencia en mi mente era una constante irritación, una prueba de que el mal nunca descansaba.
Pero también era una oportunidad. Si ella estaba tan desesperada por encontrar el arma, podría usar eso a mi favor. Tendría que ser astuto, jugar mis cartas con cuidado.
Terminé mi comida y me levanté, dejando el plato en el fregadero. Volví al escritorio y tomé el mapa y el libro, guardándolos en una bolsa de cuero. No podía quedarme aquí por mucho tiempo. Cada minuto que pasaba era un minuto que Livia y otros demonios podían usar para acercarse más al arma.
Mientras apagaba la luz y me preparaba para salir de nuevo, una sensación de determinación y propósito llenó mi pecho. No importaba cuántos obstáculos encontrara en mi camino, estaba decidido a completar mi misión. Y si eso significaba enfrentarme a los demonios, entonces que así fuera.