Andrea
Habían pasado más de veinte horas sin saber nada de Christopher. Cada vez que revisaba el teléfono, mi mensaje seguía allí con un solo tic. La incertidumbre me carcomía por dentro.
Me encontraba en la cocina, cortando verduras para la cena, cuando el sonido de la llamada entrante me hizo correr a tomar el móvil sin siquiera mirar el identificador.
—Hola, al fin te comunicas —dije, sintiendo cómo la ansiedad comenzaba a bajar poco a poco.
Pero la voz al otro lado del teléfono no era la de él.
—Creo que nos vimos hace un rato, tonta —se rio Ana, su tono ligero y despreocupado.
—Lo siento, creí que era Christopher —dije, tratando de ocultar mi decepción.
—¿Aún sin responder? Bueno, no te preocupes. Vente a casa a cenar, —dijo ella, restándole importancia a mi preocupación.
—No sé, ya estoy cocinando y solo quiero ir a la cama temprano... —respondí, aunque la verdad era que la soledad en casa me estaba empezando a afectar.
—Nada de eso, vente para mi casa ahora mismo. Miguel está solo y yo tengo que terminar de dar unas vueltas. En media hora llego —dijo y cortó la llamada antes de que pudiera protestar.
Suspiré, mirando la comida a medio preparar sobre la encimera. La idea de estar con Miguel y Ana me resultaba reconfortante, así que decidí hacerle caso. Apagué la estufa, dejé los ingredientes en la nevera y me cambié rápidamente de ropa.
El trayecto hasta la casa de Ana me dio tiempo para reflexionar. La preocupación por Christopher no me abandonaba, pero el saber que pronto estaría en buena compañía aliviaba un poco la tensión.
Cuando llegué, Miguel me recibió con una cálida sonrisa en la puerta.
—¡Reina! Qué bueno verte —dijo, abrazándome con fuerza.
—Hola, Miguel. Gracias por recibir a esta alma en pena —respondí con una sonrisa tímida.
—Vamos, entra. Ana no tardará en llegar —me invitó, guiándome al interior.
Miguel y yo nos sentamos en el salón, donde una chimenea crepitaba suavemente, llenando el ambiente con un calor reconfortante y el aroma a leña quemada.
Me ofreció una copa de vino, y acepté con una sonrisa. El líquido rubí reflejaba las llamas, creando destellos cálidos en la copa.
—Aquí tienes, reina —dijo, entregándome la copa y sentándose a mi lado.
—Gracias, Miguel —respondí, sintiendo una oleada de nostalgia.
Tomé un sorbo del vino, su sabor suave y aterciopelado inundando mis sentidos. Miguel hizo lo mismo, y por un momento, ambos nos quedamos en silencio, disfrutando de la compañía y el ambiente.
—¿Recuerdas las tardes después de clase cuando solíamos ir al parque? —preguntó Miguel, rompiendo el silencio con una sonrisa nostálgica.
—Claro que sí. Solíamos sentarnos en el banco bajo ese gran y viejo árbol y hablar durante horas, —reí, recordando aquellos tiempos más simples.
La conversación fluyó fácilmente, como si el tiempo no hubiera pasado y aún fuéramos aquellos adolescentes despreocupados.
Hablamos de nuestros amigos, de las travesuras que hicimos, y de los sueños que teníamos entonces. Miguel recordó una ocasión especial que me hizo reír hasta las lágrimas.
—¿Recuerdas la vez que intenté impresionarte en la clase de química y terminé explotando el experimento? —preguntó, riéndose.
—¡Cómo olvidarlo! El profesor casi nos suspendió a ambos, —dije, riéndome con él —Pero fue un intento valiente.
—Solo quería que supieras cuánto me importabas. —dijo, su tono suavizándose.
—Siempre lo supe, Miguel. Sabía que eras especial para mí... —dije, mirándolo a los ojos.
El silencio que siguió fue cómodo, lleno de una conexión profunda que nunca había desaparecido del todo. La chispa de nuestras memorias compartidas y la cercanía del momento crearon un puente entre nuestro pasado y el presente.
—Me alegra que estemos aquí, hablando como antes, —dijo Miguel, tomando mi mano.
—A mí también. Es bueno recordar y saber que, a pesar de todo, aún somos amigos. —respondí, apretando su mano suavemente.
Algo parecido a la decepción cruzó sus ojos. Rápidamente lo ocultó, mientras de fondo sonaba una canción que habíamos tomado como propia en nuestra adolescencia. La melodía evocaba recuerdos de tiempos más simples, y una ola de nostalgia nos envolvió.
—Nuestra canción... —susurró Miguel, alzando la mano para invitarme a bailar.
Tomé su mano, sintiendo un cosquilleo familiar, y nos levantamos. Dejamos que el ritmo de la melodía marcara nuestros pasos, moviéndonos lentamente en la pequeña sala. La luz de la chimenea proyectaba sombras danzantes en las paredes, creando un ambiente íntimo y cálido.
—No sabes cuánto me arrepiento de haberme ido... —me confesó Miguel, su voz apenas un susurro, cargada de emociones.
—Miguel... —dije, sintiendo un nudo formarse en mi garganta.
—Déjame terminar, por favor, —me interrumpió, sus ojos encontrando los míos con una intensidad que me hizo detenerme. —Dejarte fue una de las decisiones más difíciles de mi vida. Pensé que al perseguir mis sueños, ambos seríamos felices, pero nunca dejé de pensar en ti.
Sus palabras me golpearon con fuerza, despertando emociones que había enterrado durante años. La canción continuaba, y nosotros seguíamos bailando, perdidos en nuestros propios pensamientos.
—Miguel, yo también te extrañé. —admití finalmente, la verdad escapando de mis labios antes de que pudiera detenerla. —Pero entendí por qué te fuiste. Necesitabas seguir tu camino, y yo el mío.
—¿Y encontraste lo que buscabas? —preguntó, sus manos apretando las mías ligeramente.
—Encontré a Tomy. —respondí con una sonrisa. —Él es lo mejor que me ha pasado. Pero en cuanto a todo lo demás... no estoy segura.
—Me alegra saber que tienes a alguien tan especial en tu vida... —dijo, aunque había un matiz de tristeza en su voz. —Pero siempre me he preguntado cómo habría sido si me hubiera quedado.
—No podemos cambiar el pasado, Miguel, —le recordé suavemente, —solo podemos seguir adelante.
Nos quedamos en silencio por un momento, dejando que la música llenara el vacío entre nosotros. A medida que la canción llegaba a su fin, Miguel me acercó más, apoyando su frente contra la mía.
—Sé que probablemente es tarde para decir esto, pero quiero que sepas que siempre serás importante para mí, Andrea. —susurró, sus palabras cargadas de sinceridad.
—Y tú para mí, Miguel. —respondí, mis ojos llenándose de lágrimas.
La canción terminó, y nos quedamos quietos, abrazados en un momento que parecía fuera del tiempo.
El sonido de la puerta abrirse nos sacó a ambos de la burbuja en la que nos encontrábamos. Aún en los brazos de Miguel, mi corazón se detuvo al ver entrar a Ana junto a dos hombres. La luz de la chimenea iluminaba sus rostros, y la sorpresa fue reemplazada rápidamente por una ola de emociones confusas.
La mirada de Christopher se clavó en la mía. Era una mezcla de sorpresa, preocupación y algo que no pude identificar de inmediato. Me separé un poco de Miguel, sintiendo el calor de su cuerpo aún en mi piel mientras trataba de entender qué estaba pasando.
—¿Qué...? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
Christopher dio un paso adelante, su figura imponente llenando el umbral de la puerta. Su presencia irradiaba una intensidad que hizo que el aire en la sala pareciera más denso.
—Hola, Andrea. —La voz grave de Christopher resonó, confirmando su presencia en este lugar.
Miré a Ana, que me sonreía con una mezcla de travesura y complicidad.
—¿Ana, qué está pasando? —pregunté, tratando de procesar la situación.
—¡Sorpresa! —dijo ella, levantando las manos en un gesto inocente. —Pensé que te alegrarías de ver a Christopher. Él y Josh llegaron hace un rato y... bueno, parecía el momento perfecto.
Miguel, que aún tenía una mano en mi cintura, soltó una leve carcajada, tratando de aligerar el ambiente.
—Vaya, no esperaba una reunión tan interesante, —comentó, mirando de Christopher a mí.