¿Por qué nos abandonó?

1175 Words
Sebastián Marín. Llegué a la casa después de un arduo día de trabajo. Al cruzar la puerta, me recibió el silencio, envolviéndome en una nube oscura de soledad que me caló hasta lo más profundo de los huesos. Me aflojé la corbata y caminé hacia la habitación. Allí estaban mis tres hijas, dormidas en mi cama, como todas las noches desde que Patricia se había ido. Desde hace un mes, mi madre las cuidaba y las llevaba a mi cuarto porque no querían dormir solas. Su mamá ya no estaba y, aunque intentaba llenar el vacío con mi presencia y la de su abuela, nada podía sustituir el amor de una madre. Nada podía aliviar la ausencia de Patricia. Había dicho que solo sería un par de semanas en Portugal, visitando a su familia y descansando. Pero su ausencia se había prolongado por el doble de tiempo. No sabíamos cuándo volvería. Ni siquiera sabía si volvería. Después de ducharme y ponerme el pijama, me acosté a su lado. Valeria, mi hija mayor, abrió los ojos y me miró con tristeza. —Papá, ¿mamá te ha llamado? —preguntó con la voz temblorosa. Tomé aire. No quería mentirle, pero tampoco quería angustiarla más. Aun así, las palabras me pesaban en la lengua como plomo. —No, hija, no ha llamado. ¿Y a ustedes? Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas. —No, papá. Mamá no ha querido hablar con nosotras… Siempre que marcamos, dicen que está dormida o que no está en casa. Hizo una pausa y las siguientes palabras me hirieron más profundamente de lo que me hubiese herido un puñal si lo hubiesen enterrado en mi pecho. —Papá, ¿Por qué mamá no nos quiere? ¿Por qué nos abandonó? —Su voz se quebró al decirlo, mientras lágrimas silenciosas rodaban por sus mejillas. Verla así me produjo un profundo pesar en mi corazón, no deseaba verla sufrir, ni a ellas ni a sus hermanas. Hubiese dado la mitad de mi vida para no dañarles su corazón y mantener la inocencia y la alegría en ellas, pero muchas veces no podemos lograr lo que queremos, por mucho que lo intentes. La abracé fuertemente, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío. —No digas eso, mi niña, por supuesto que tu mamá las quiere… para ella son su vida. Solo se está tomando un tiempo para sí misma, a veces necesitamos hacer una pausa para recargarnos de energía. Así que no tienes porqué llorar, pronto regresará tu madre, y verás que todo estará bien. La abracé mientras su llanto iba mermando hasta quedarse de nuevo dormida. A pesar de las palabras que le dije a mi hija, no estaba seguro de ellas, estas estaban vacías incluso para mí. La verdad era que Patricia nos estaba alejando. Su silencio, su falta de respuesta, su indiferencia… todo era un mensaje claro. Algo dentro de mí me decía que su partida no era temporal. Que quizás se había ido con la intención de nunca regresar, pero no podía decirle eso. ¿Cómo herir a mi hija de esa manera, llenándola más de angustia? No podía. Quería cuidar su corazón. No dormí esa noche. Me quedé en vela, dándole vueltas a la cabeza, preguntándome qué había hecho mal. Había dedicado mi vida entera a Patricia, a mis hijas. ¿Qué más podía haber hecho? ¿En qué momento nuestra vida se había quebrado así, de tal manera que parecía que no había nada que rescatar? Tras pensarlo por varias horas, finalmente, tomé una decisión. Fui por mi laptop y reservé un vuelo a Madeira. Tenía que verla. Exigirle respuestas. Saber si aún quedaba algo entre nosotros o si, de una vez por todas, debía resignarme a perderla. Al día siguiente, pedí una semana de permiso en el trabajo y cuando regresé a casa, mientras cenábamos, hablé con mi familia. —Mamá, Valeria, Lucía, Emilia… mañana salgo a Madeira. Voy a buscar a su madre. Lucía, mi hija de cinco años, aplaudió emocionada porque iba por su madre. Emilia, con sus casi dos años, no creo que haya entendido lo que dije. Mi madre me miró con recelo, como si no estuviera de acuerdo con mi decisión, y Valeria, en cambio, se quedó paralizada, reaccionó después de unos segundos, su expresión se tornó preocupada. —¿También te vas a ir y no vas a volver? —su pregunta me golpeó como un puñetazo en el estómago, sacándome todo el aire. Tomé su mano con suavidad, buscando calmar sus miedos. —No, mi amor. Yo jamás las dejaría. Voy a buscar a mamá y a traerla de nuevo con nosotros. —¿Y si ella no quiere venir? —susurró con la voz quebrada—. ¿Si ya no le importamos? No supe qué responder. El día de mi partida llegó en un abrir y cerrar de ojos. Después de despedirme de mis hijas, me fui al aeropuerto. Estaba repleto, pero en mi mente solo había un vacío insondable. Durante todo el vuelo, mis pensamientos fueron una espiral de incertidumbre y ansiedad. Miré por la ventanilla, observando las nubes extenderse en el horizonte. ¿Qué haría si Patricia me decía que no quería volver? ¿Cómo le explicaría a mis hijas que su madre ya no las quería en su vida? Al aterrizar, tomé un taxi hasta la casa de sus padres. Apenas puse un pie en el lugar, sentí que algo estaba fuera de lugar. Música, luces, risas… una fiesta. Patricia estaba de fiesta mientras nuestras hijas lloraban su ausencia cada noche. Apreté los dientes y avancé sin pensarlo dos veces. Entré a la casa y, en cuanto crucé la puerta, las conversaciones se detuvieron. Todos me miraban con el rostro pálido, como si hubieran visto un fantasma. —¿Dónde está Patricia? —pregunté con voz dura, sin rodeos. Nadie contestó al principio. Luego, una de sus primas carraspeó y se acercó nerviosa. —Ella… está arriba. Pero no puedes hablar con ella. En este momento está indispuesta. Quizás si esperas un momento… No la dejé terminar de hablar, no me detuve. Ignoré sus intentos de frenarme y subí las escaleras de dos en dos, con el corazón golpeando con fuerza en mi pecho. Sabía cuál era la puerta de su habitación, la empujé y esta cedió al instante y cuando la abrí, entonces la vi. Patricia estaba en la cama, besándose con otro hombre. Sus cuerpos entrelazados, sus manos explorándose con desesperación. Mi mundo se detuvo. El aire abandonó mis pulmones. Sentí que la sangre se me helaba. —¿Patricia? —mi voz apenas salió, rota, incrédula. Ella se giró con los ojos desorbitados, su piel pálida como el papel. El hombre a su lado se apartó de golpe, con el pánico reflejado en su expresión. Patricia abrió la boca, pero ninguna palabra salió. No tenía excusas, no tenía explicaciones. Porque no había ninguna que pudiera justificar lo que acababa de ver. Y en ese instante, lo supe. Todo había terminado.
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