CAPÍTULO CUATRO

1347 Words
CAPÍTULO CUATRO Irrien caminaba por los campos de los muertos, echando un vistazo a la m*****a que habían causado sus ejércitos sin nada de la satisfacción que normalmente esto le proporcionaba. A su alrededor, los hombres del Norte yacían muertos o moribundos, destrozados por sus ejércitos, aniquilados por sus cazadores. En cambio, se sentía como si le hubieran robado su verdadera victoria. Un hombre que llevaba la armadura brillante de sus enemigos gemía en el barro, intentando aferrarse a la vida a pesar de las heridas que le habían infligido. Irrien cogió una lanza de otro c*****r que había por allí cerca y lo atravesó con ella. Incluso matar a débil como aquel no contribuyó a levantar su ánimo. Lo cierto era que había sido demasiado fácil. Había habido muy pocos enemigos como para hacer que valiera la pena librar esta lucha. Habían arrasado por el Norte, desbrozando a cuchilladas las aldeas y los castillos pequeños, arrasando incluso la antigua fortaleza de Lord West. En cada lugar, había encontrado moradas vacías y castillos más vacíos, estancias que la gente había abandonado a tiempo para escapar de la horda que se les estaba echando encima. No solo era frustrante porque significaba que no podía tener las victorias significativas que él había planeado. Era frustrante porque significaba que sus enemigos todavía estaban allí. Irrien también sabía dónde el cobarde que se había quedado rezagado en el castillo de Lord West se lo había dicho: estaban en Haylon, reforzando la isla a la que él había mandado solo parte de sus fuerzas para conquistar. Eso hacía que se impacientara más a cada momento que pasaba allí. Pero aquí todavía había cosas que hacer. Miró a su alrededor y vio que sus hombres trabajaban junto a cuadrillas de esclavos recién atrapados para derribar uno de los castillos que parecían brotar rápidamente aquí como las setas después de la lluvia. Irrien no dejaría cosas así sin ocupar, pues eso representaría un lugar para reunirse sus enemigos. Aún más, sus hombres parecían muy satisfechos con la victoria fácil. Irrien veía que a los que no se había encargado de organizar las cuadrillas holgazaneaban bajo el sol, apostando con monedas de los botines o atormentando a prisioneros que habían tomado para su entretenimiento. Por supuesto, los parásitos habituales estaban allí. Alguien había montado un campamento de esclavistas al borde del ejército como si fuera su sombra, con sus carretas y sus jaulas llenándose rápidamente. Había un espacio vacío en el centro donde los esclavistas regateaban con los mejores y los más guapos, aunque lo cierto era que tomaban lo que los soldados estaban preparados para venderles. Los hombres que había allí eran buitres, no guerreros por legítimo derecho. Después estaban los sacerdotes de la muerte. Habían montado su altar en medio del campo de batalla, tal y como hacían a menudo. Ahora, los soldados les traían los enemigos heridos que encontraban y los arrastraban hasta la losa de piedra para que les cortaran el cuello o les arrancaran el corazón. Su sangre corría e Irrien imaginaba que a los dioses de los sacerdotes aquello posiblemente les satisfacía. Desde luego, eso es lo que parecía que pensaban los sacerdotes, exhortando a los fieles a entregarse por completo a la muerte, ya que era el único modo de ganarse su favor. Un hombre realmente parecía tomárselos en serio. Era evidente que había sufrido heridas en la batalla, algunas tan graves que necesitó la ayuda de sus compañeros para llegar hasta la losa. Irrien observaba cómo trepaba hasta encima, dejando su pecho al descubierto para que los sacerdotes pudieran apuñalarlo con un cuchillo de obsidiana oscura. Irrien escupió ante la debilidad de un hombre que no se sobreponía a sus heridas. Al fin y al cabo, Irrien no estaba dejando que sus viejas heridas le frenaran, ¿verdad? Su hombro le dolía con cada movimiento, pero no iba a ofrecerse como sacrificio para que otros se libraran de la muerte. Según su experiencia, lo único que te libraba de la muerte era ser el más fuerte de dos guerreros. La fuerza significaba que conseguías vivir. La fuerza significaba que podías tomar lo que quisieras, ya fueran las tierras de un hombre, la vida o las mujeres. En pocas palabras, Irrien se preguntaba qué pensarían de él los dioses de la muerte de los sacerdotes. Solo los veneraba por el efecto que tenían para reunir a sus hombres. Ni tan solo estaba seguro de que existieran cosas así, salvo como un modo de tener poder para los sacerdotes que no podían controlar a los hombres con su propia fuerza. Imaginaba que estas cosas jugaban en su contra con cualquier dios que existiera, pero ¿Irrien no había mandado a la tumba más hombres, mujeres y niños que nadie? ¿No les había entregado sus sacrificios, promocionado su sacerdocio y convertido este mundo en algo que aprobarían? Puede que Irrien no lo hubiera hecho por ellos, pero lo había hecho, no obstante. Se levantó y, por un instante, escuchó hablar al sacerdote. —¡Hermanos! ¡Hermanas! La de hoy es una gran victoria. Hoy hemos mandado a muchos por la puerta negra hacia el mundo del más allá. Hoy hemos saciado a los dioses, de tal modo que mañana no nos escogerán a nosotros. La victoria de hoy… —No fue una victoria —dijo Irrien, y su voz se oyó sin esfuerzo por encima de la del sacerdote—. Para que haya una victoria, debe existir una lucha que valga la pena librar. ¿Tomar hogares vacíos es una victoria? ¿Asesinar a estúpidos que se han quedado atrás cuando los demás han tenido la sensatez de escapar? —Irrien los miró—. Hoy hemos matado, y esto está bien, pero hay que hacer mucho más. Hoy, terminaremos las cosas aquí. Derribaremos sus castillos y entregaremos sus familias a los esclavistas. Pero mañana iremos a un lugar donde sí que hay una victoria por ganar. Al lugar donde todos sus guerreros han ido antes que nosotros. ¡Iremos a Haylon! Oyó que sus hombres aclamaban ante aquello, su deseo de batalla ardía de nuevo por la batalla. Se dirigió al sacerdote. —¿Usted qué dice? ¿Es la voluntad de los dioses? El sacerdote no lo dudó. Cogió su cuchillo y abrió al hombre muerto que había sobre el altar, sacándole las entrañas para interpretarlas. —Lo es, Lord Irrien. La suya seguirá a la de usted en esto. ¡Irrien! ¡Ir-ri-en! —¡Ir-ri-en! —coreaban los soldados. Entonces el hombre supo cuál era su lugar. Irrien sonrió y se dirigió a la multitud. No le sorprendió que una silueta vestida con una túnica apareciera a su lado y le siguiera el paso. Irrien sacó el puñal, sin saber si lo necesitaría. —Has estado callado desde que hablamos por última vez, N’cho —dijo Irrien—. No me gusta que me hagan esperar. El asesino inclinó la cabeza. —He estado investigando acerca de lo que me pidió, Primera Piedra, preguntando a mis amigos sacerdotes, leyendo pergaminos prohibidos, torturando a los que no hablaban. Irrien estaba seguro de que el líder de las Doce Muertes había disfrutado enormemente. De todos ellos, N’cho era el único que había sobrevivido tras atacarlo a él. Irrien empezaba a preguntase si aquella había sido la elección correcta. —Has oído lo que les he dicho a los hombres —dijo Irrien—. Vamos a ir a Haylon. Eso significa levantarse contra la hija de los Antiguos. ¿Tienes una solución para mí, o debería arrastrarte para que fueras el siguiente sacrificio? Vio que el hombre negaba con la cabeza. —Ay de mí, los dioses no están tan ansiosos por conocerme, Primera Piedra. Irrien estrechó los ojos. —¿Lo que significa? N’cho dio un paso atrás. —Creo que he encontrado lo que necesitaba. Irrien hizo un gesto al hombre para que fuera con él, guiándolo hasta su tienda. Con una mirada suya, los guardias y los esclavos que había allí se fueron corriendo, dejándolos a los dos solos. —¿Qué has encontrado? —preguntó Irrien. —En la guerra contra los Antiguos se utilizaron unas… criaturas —dijo N’cho. —Estas cosas hace tiempo que están muertas —puntualizó Irrien. N’cho negó con la cabeza. —Todavía podrían reunirse y creo que he encontrado un lugar donde convocar a una. Sin embargo, serás necesarias muchas muertes. A Irrien eso le hizo reír. Este era un pequeño precio a pagar por la vida de Ceres. —La muerte —dijo— siempre es lo más fácil de planear.
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