―Hijo ―me llamó una noche mi padre―, necesito hablar contigo.
Me llevó al Salón Real y allí expulsó a sus guardias.
―¿Qué pasa? ―inquirí.
―Me he enterado de algo y creo que debes saberlo.
―¿Qué ocurre?
―Un oráculo acompaña a los dorios en su escalada, vienen hacia acá y quiere conquistar estas tierras.
―No lo permitiré, tengo órdenes y...
―No. Escúchame, hijo, ellos tienen una profecía.
―¿Una profecía?
―Así es.
―Papá... ―Supuse, erróneamente, que hablaba de la superioridad de los dorios sobre nuestro pueblo y que él sería asesinado.
Mi padre se dejó caer en el trono.
―Ellos prevalecerán sobre nuestro pueblo solo si yo continúo vivo.
―¿Qué dices? ―interrogué estupefacto.
―Así es, solo si yo permanezco con vida, esos hombres se podrán hacer de nuestro pueblo y de nuestro poder.
No me esperaba aquello. Cuando mi Luna me decía que mi padre moriría, creía que sería a manos de los dorios.
―Debes ocupar mi puesto, Medonte.
―Papá, ¿qué...?
―No me quedaré en este mundo a ver cómo arrasan con mi gente, con mi pueblo, no permitiré que mis mujeres sean atacadas y mis hombres muertos, mucho menos que mis niños sean esclavizados, Medonte; no, mi pueblo no merece tan penoso final.
―¿Qué harás?
―¿No está claro? Haré la única cosa que puede detenerlos.
―No, papá, no puedes hacer eso.
―Puedo. Y lo haré. De mí depende mi pueblo y no los defraudaré. Pero antes, necesito que me prometas que cuidarás de nuestro pueblo.
―Sabes que eso no necesitas pedirlo.
―Lo sé, hijo, lo sé ―repuso con lágrimas en los ojos―, solo necesitaba escucharlo.
―Padre, no tienes que hacerlo.
―Debo, hijo, es mi deber, mi vida no vale nada comparada a las vidas de mi pueblo. Un rey debe hacer lo que tenga que hacer para defender a su gente y si eso significa entregar su vida, bienvenido sea. No olvides que somos servidores no señores.
―Está bien, padre, así es como debe ser.
―No se lo digas a tu madre.
―¿Qué harás?
―Mañana iré al pueblo, no te diré más.
―¿A qué hora saldrás?
―Antes del amanecer.
―Déjame ir contigo.
―No, es mejor que te quedes.
―¿Ya no te volveré a ver?
―No ―afirmó.
Nos quedamos en silencio un momento. De pronto, él se levantó de su asiento y nos abrazamos.
―Te quiero, hijo, cuida de tu madre y tus hermanos.
―No te preocupes por eso, papá.
―Sé que serás un buen rey.
―Espero seguir tu ejemplo.
―Sé mejor que yo, hijo.
―Dudo mucho que eso sea posible.
―Ven, vamos a caminar.
Sin cruzar palabra, nos dirigimos a la playa, la luna brillaba en todo esplendor como si, con su luz, nos hiciera compañía.
―Cuando tú naciste, una revelación me fue entregada. Yo sé que tú no crees en estas cosas, no obstante, te aseguro que son cosas que existen.
Él no creer ya había quedado atrás para mí.
―Como decía ―continuó―, cuando tú naciste, bajó un ser celestial, un enviado de los dioses. Debo decir que tu madre siempre aseguró que el niño que estaba en su vientre era diferente y especial, nadie le creyó, tú eras su primer hijo y toda madre piensa que su hijo es especial, pero ¿sabes?, ella tenía razón y eso lo confirmé la misma noche que tú naciste.
Hizo una pausa con los ojos llenos de recuerdos.
―Este ser celestial apareció ante mí y me reveló que tú serías parte importante en una gran empresa, ni más ni menos que la de salvar la tierra, no solo a nuestro pueblo, hijo, a todos los pueblos del mundo, ¿te das cuenta? Y si vas a hacer algo de esa naturaleza, bien puedes cuidar de nuestra gente, ¿o no?
―Claro que cuidaré nuestros territorios, papá, pero de ahí a salvar el mundo, creo que son palabras mayores.
―¿Por qué? Si los dioses lo dicen, es verdad, quizá, con mi muerte, tú conquistarás otros reinos y te harás poderoso en la Tierra.
―No lo creo, pero si sucede, estaré preparado para ser tan buen rey como lo has sido tú.
―Mejor, hijo, estoy seguro de que serás mejor.
Nos devolvimos a casa en completo silencio, a la entrada, me abrazó y me bendijo.
No lo volví a ver con vida. En realidad, sí, desde mi ventana, lo vi salir de palacio, solo, disfrazado de mendigo; supe que era él, pues en el castillo no había mendigos.
Dos días después, recibimos la mala nueva.
―¿Por qué salió así? ―gimió mi madre al conocer la noticia de la muerte de su esposo―. Yo lo noté raro... La otra noche... La otra noche sentí que despedía de mí, sin embargo, jamás me imaginé que se fuera a entregar a la muerte sin luchar, sus enemigos están al acecho ―protestó.
Abracé a mi mamá y a mi hermana que lloraban desconsoladas.
―Había una profecía, madre ―comencé a explicar―, decía que los dorios prevalecerían sobre nosotros solo si mi padre vivía, él se fue, tuvo la dicha de asesinar a uno de los espías del pueblo, el otro lo asesinó, de todas formas, terminó tan mal herido que falleció poco después. Mi padre entregó su vida por su pueblo, mamá, no debemos permitir que nuestra gente olvide eso.
Mi madre se apartó de mí, se secó las lágrimas con su mano y alzó la barbilla.
―Tienes razón, hijo, tu padre no quería esto. Hay que preparar todo.
―Claro.
Mi hermano Licurgo llegó en ese momento, justo antes de dirigirnos al gran salón para resolver los detalles del funeral de papá y ordenar todo para tomar su lugar.
―Me acabo de enterar, ¿qué ocurrió? Me dijeron que a nuestro padre lo mataron fuera de la ciudad.
―Así es, tuvimos que reclamar su cuerpo, se vistió de mendigo y salió para atacar a los espías.
―¿Por qué no fue con el ejército? Además, se suponía que estábamos preparados para repeler el ataque.
―Así es, hermano, pero un oráculo informó a los dorios que solo prevalecerían sobre nosotros si papá se mantenía con vida. Él sacrificó su vida por su pueblo. Por todos nosotros.
―Pienso que no debió hacerlo.
―Opinamos lo mismo todos, pero él tomó esa decisión, él quería que su pueblo fuera libre.
―Aun así, no debió sacrificarse de esa forma.
―Él tenía miedo de que los dorios, con lo crueles que son, mataran a nuestros hombres, abusaran de nuestras niñas y mujeres y esclavizaran a nuestros niños. No quiso ese futuro para su gente.
―Él era un buen rey.
―Y por ello debemos hacerle justicia. Nos prepararemos en caso de que quieran atacarnos de todos modos, no obstante, hermano, debemos engrandecer a nuestro pueblo.
―Tomarás su lugar.
―No como rey, mi padre fue el último con esa dignidad, yo seré un arconte, un servidor. Él será recordado como el último gran rey del Ática, Atenas jamás volverá a tener un rey, pues no habrá otro como nuestro padre.
Sin querer, había dicho una profecía para mi pueblo, la que se cumplió poco después ya que mi gobierno sobre el reino del Ática no duró mucho.