Me avergüenza decir que lo primero que llamó su atención fue el color escarlata del nagajuban de crepé japonés de la mujer. Era de un bermellón brillante e irisado, titilante como una llama. No es que se hubiera remangado los bajos del quimono, sino que lo llevaba subido hasta las rodillas y lo sujetaba entre ellas de modo que la tela roja se derramaba suavemente hacia abajo y abrazaba sus tobillos blancos. Su intención era evitar la desagradable humedad del quimono empapado. Los pies inmaculados y desnudos destacaban en el carmesí que los rodeaba. La suela ancha de sus sandalias de madera lacada con tiras color violeta estaba salpicada de barro. Con las puntas de los pies unidas levemente y los muslos ladeados, la mujer permanecía sentada en una esquina de la sala de espera mientras la lluvia seguía cayendo.
En aquella época del año los días eran largos. El reloj ya había marcado las cinco de la tarde y aún no había oscurecido en la sala de espera de la estación del puente Mansei. Los sauces brillaban sutilmente, los cerezos florecían, hoy como ayer… Hacía poco tiempo que la primavera había transformado Tokio con su arte. Insuflada de vida por los tonos verdes y carmesíes y por pálidas neblinas rosadas, la ciudad había sido engullida repentinamente por una lluvia demasiado intensa para la estación. La tierra, la gente, incluso las barcas del río Kanda estaban sombrías y empapadas por el aguacero. No era la flor carmesí del ciruelo, ni tampoco el tono escarlata del melocotonero, sino el inesperado florecimiento del membrillo, que parecía gotear sangre, lo que impresionó a los presentes.
Uno de los que se dieron cuenta sorprendidos de este hecho fue Sokichi Hata, que de este modo se convirtió en el protagonista de esta historia. Cirujano reputado por su habilidad y su inteligencia, había regresado recientemente a j***n tras realizar estudios en el extranjero y trabajaba en el departamento de medicina interna del hospital universitario.
Era un hombre de gustos sencillos al que le resultaban indiferentes las cuestiones de la apariencia. Como su residencia estaba en Shiba no Takanawa, utilizaba esta línea diariamente para ir al hospital. Acostumbraba a ir en tren hasta Ochanomizu y desde allí recorría a pie el trayecto restante hasta el hospital. Pero tras cinco o seis días de lluvia incesante, los caminos se habían convertido en ríos de fango y los viajeros, ataviados con trajes oscuros y zapatos de cuero, parecían tejones navegando en sus botes de barro, como en la «Leyenda de Kachikachi»[85]. Sokichi Hata no era ninguna excepción, aunque por su piel blanca y su nariz recta guardaba más parecido con el conejo que engañó al tejón. Intimidado por las calles encharcadas, había tomado el tren en la calle Hongo hasta el puente de Mansei, donde, bordeando la estatua de bronce, había pasado por debajo del arco de ladrillo rojo y subido por las escaleras de piedra. Pensaba que con el mínimo recorrido a pie podría conectar con la línea Kobu, que por el centro de la ciudad lo llevaría rápidamente a su destino.
Pero un plan solo es un plan. Era la hora punta y la lluvia empeoraba aún más la situación. Indudablemente estaba preparado para encontrarse con una muchedumbre en la estación del puente de Mansei, pero no con aquella montaña negra de cuerpos bullendo y chocando en las calles, empujándose unos a otros como ávidos espectadores de un incendio o de una inundación. A la derecha, la gente que esperaba para ir hacia Nakano; y a la izquierda, los que iban a Shinagawa. En ambos andenes se formaban gruesas paredes de cuerpos que se derramaban sobre las vías aquí y allá.
Pronto llegaría el tren. Pero Sokichi sabía que era imposible que todas aquellas personas pudieran subirse de una vez y abandonó la idea de ser él una de ellas. Sacudió el agua de su paraguas y, sosteniéndolo suavemente bajo el brazo, se ajustó rápidamente los guantes de cuero en las muñecas. La sala de espera, una especie de invernadero acristalado sobre el andén, parecía ser la zona menos concurrida, por lo que caminó poco a poco hacia allí. En la sala el ambiente era denso, olía a lluvia y a cuerpos calientes. Anduvo de puntillas, con los zapatos embarrados, sobre el suelo mojado. Entonces vio aquel color inquietante.
Cuando sus ojos toparon con el carmesí flamígero del quimono interior de la mujer, recordó de inmediato el gran brasero situado en el centro del andén principal. Retiró la mirada y comenzó a caminar hacia la salida. Pero allí en la entrada, de repente, otra vez el color rojo.
2
No había por qué asustarse, solamente se trataba del gorro del mozo de estación. El muchacho estaba apoyado contra un pilar, con los brazos cruzados y rodeado de la oscura montaña humana. Cuando asomaba Sokichi la cara por la puerta, el mozo de ralo bigote echó un vistazo por encima y dijo con el aire hosco:
—No hay corriente eléctrica en el tren de llegada. Fallo mecánico en el de salida.
Hablaba de manera automática, como si eso fuera lo que había planeado decir a todo el que se le acercara. Permaneció con la espalda apoyada en la columna.
—¿Ha dicho que no hay corriente?
—No hay corriente en el tren de llegada. Fallo mecánico en el de salida.
En cuanto terminó de responder, los viajeros se quejaron al unísono.
—¡Oh, no!
—¡Maldita sea!
—Justo lo que necesitábamos.
Una colegiala que viajaba sola encarnó la frustración de aquella muchedumbre cuando, con los hombros hundidos, masculló:
—¿Qué haremos ahora?
Al parecer no todos los pasajeros habían escuchado la mala noticia y las palabras del mozo de estación corrían de boca en boca como un eco monótono. A los pies de la multitud agitada, las vías del ferrocarril, impasibles, se hundían en la penumbra. Parecían peces metálicos en el mar de fango que era la gran ciudad. Emitían sonidos de la orilla del mar. Poco a poco se calmaban y, con un destello de luz desde el fondo, parecían reír fríamente, mostrando sus dientes oscuros y brillantes contra el andén.
Podría cuestionarse la indiferencia del mozo de estación, pero un profesor de universidad recién llegado del extranjero, ataviado con traje de tres piezas y bombín, no podía salir empujando a la muchedumbre como un animal. Debía mantener la calma. Aunque Sokichi no fumaba, decidió refugiarse alrededor del brasero. Mientras caminaba hacia su objetivo, se miraba la punta de los zapatos, pero entonces, de nuevo, sus ojos se encontraron con el carmesí que fluía como una carpa saltarina sobre el suelo de tierra mojado.
En el mismo momento en que él alzó la mirada, la mujer sentada al lado de la dama carmesí se levantó de su asiento. Probablemente viajaban juntas. La mujer que ahora estaba en pie era alta, vestía una media capa Shimada, llevaba el pelo recogido y su rostro era alargado y de rasgos bien definidos. Al verla, Sokichi se sorprendió y dudó.
La mujer le recordaba a la esposa de su primo, con el cual siempre había mantenido una estrecha relación. Bien es cierto que, últimamente, su horario lo mantenía hasta tarde en el trabajo, por lo que no había podido verlo desde hacía tiempo. Pero había asistido a su boda y la semejanza de aquella mujer con la novia de su primo era tal, que cualquier otra persona más extrovertida la hubiese saludado. Pero, realmente, no fue el parecido físico lo que lo asustó, ni tampoco la sorpresa de encontrársela en aquel lugar. Fue la impertinencia con la que lo trató la mujer. Rehuyó su mirada cuando sus ojos se encontraron, como si fuera un perfecto extraño, y se quedó observando con indiferencia el lejano cielo lluvioso que se veía tras el cristal.
«Seguro que es otra persona», pensó.
No obstante, su figura y constitución, la vestimenta, el desarreglado nacimiento del cabello, la perfecta palidez de su cutis, su enigmática belleza, el bonito peinado y las cintas esmeraldas de su pelo… Aquella elegancia seductora… e incluso la expresión de los ojos al mirar hacia el cielo, todo le recordó a la esposa de su primo. Mientras las demás mujeres simplemente fruncían el ceño, la esposa de su primo tenía la costumbre de arrugar la nariz, tal y como en ese mismo momento hacía la mujer. Obviamente, estaba cansada de esperar el tren y la tormenta la hacía sentirse desolada. Las arrugas formadas alrededor de su boca expresaban su descontento con mudo silencio.
Sí, sin duda era una extraña. Aun convencido de ello, Sokichi todavía tuvo que morderse el saludo que le brotaba de los labios y reprimir el ademán inconsciente de quitarse el sombrero. Avergonzado, se dio la vuelta hacia la ventana y sus ojos se toparon con el bosque del templo. Las copas de los árboles sobresalían entre los tejados de Shitaya y Kanda bañados por la lluvia. La mujer del crepé carmesí también miraba fijamente en la misma dirección.
3
La mujer giró el rostro orgullosa y lentamente hacia un lado, hasta que el blanco maquillaje de su barbilla casi le rozó el pecho.
Sokichi se quedó estupefacto.
La miró otra vez y descubrió en ella trazos de un parecido familiar. La mujer carmesí iba peinada con un sencillo recogido. Sobre sus hombros caídos llevaba un haori[86] con el blasón familiar. Una mano delicada asomaba bajo la manga mientras que la otra sujetaba con cuidado las asas de un bolso verde claro que descansaba sobre sus rodillas. Era obvio que había superado la treintena hacía tiempo, por lo que el juguete que llevaba en el modesto bolso que sostenía con cariño, debía de ser un regalo para un niño. Tanto el calzado, como el nagajuban carmesí, los pies descubiertos, sin calcetines, el sencillo peinado y el blasón parecían notas de una melodía discordante. El maquillaje era denso y blanco, y se había pintado los labios de carmín rojo, de modo que su boca parecía más grande. Miraba hacia el templo lejano con la espalda recta y la barbilla apuntando a lo alto; parecía una marioneta que hubiera cobrado vida, con sus grandes ojos atentos y la solapa estrecha del quimono resbalando bajo el cuello inmaculado. Más que hermosa era impresionante. Sus cejas eran excepcionalmente deliciosas, delicadas y bien formadas. Sokichi sabía que esas cejas solo podían ser de una mujer.
En realidad, la semejanza no era tan perfecta como la que presentaban la esposa de su primo y la mujer que viajaba con ella. O, quizá, trastocado por el parecido entre estas dos mujeres, el recuerdo de la imagen que guardaba profundamente en su corazón se había vertido sobre la mujer carmesí. Pero esas cejas… Sokichi se sentía como si se hubiera tragado repentinamente la luna creciente y esta resplandeciera en su corazón con una luz plena de dicha.
Osen era su nombre, el nombre de la mujer que había salvado la vida de Sokichi cuando él tenía solo diecisiete años. Sucedió en el mismo lugar hacia el que ahora miraba fijamente la dama carmesí, en el templo de Myojin.
—¡Ay, por qué poco! ¡Con una cuchilla de afeitar!
Incluso ahora, la visión del templo lo llenaba de terror. Las grises nubes de lluvia que se asomaban sobre la arboleda parecían lúgubres ojeras de una máscara cruel. Los tejados de las casas que rodeaban el templo eran como hileras de dientes afilados que se mordían unos a otros. Aquí y allí, dos o tres edificios de ladrillo rojo con tejas de estaño desvencijadas se mostraban al cielo como las encías rojizas de un furioso ogro devorador de hombres. Para quienes solamente veían ante sí las lluvias primaverales, aquel bosquecillo, aquellos árboles, parecían pinceles para cejas que alguien hubiera colocado en fila. Pero para Sokichi, que repasaba el instante en el que casi había conseguido quitarse la vida, los mismos árboles se le antojaban ser una barba pavorosa que no crecía hacia el suelo, sino que ascendía violentamente hacia el cielo.
Sí, como el vuelo ligero de los gansos salvajes hacia ese cielo, ¡así eran las cejas de la dama carmesí! Sokichi echó otro vistazo a la mujer, que continuaba embelesada, sin pestañear, mirando fijamente el mismo lugar.
¿Seria Osen?
Su corazón latía con la fuerza de las olas del mar; la estación de tren, como la cubierta de un gran barco atracado en el muelle, apuntaba con la proa hacia el bosque de Myojin, que parecía estar lo bastante cerca como para poder tocarlo con la mano.
—Bajando por aquella dirección. Esa es la cuesta de Myojin. En la casa de la derecha, todo recto hasta el final del callejón.
En la mañana de aquel día fatídico uno de sus compañeros mayores le había afeitado la barba de adolescente y aquella misma noche, en el templo de Myojin, Sokichi había apoyado la misma cuchilla en su garganta.
Pero, esperen. Vayamos por orden.
Sokichi se había aventurado a ir a Tokio sin plan previo y sin un céntimo en el bolsillo para su educación. Como no tenía a nadie a quien acudir, se unió a una cuadrilla de trabajadores que lo ayudó a huir de la mendicidad y a sobrevivir.
Estas eran gentes que, sumidas en la indolencia y el libertinaje, habían sido olvidadas por el mundo. Había estudiantes de Medicina fracasados, alguno de ellos bien entrado en años, alguno incluso ya casado. También formaban parte de aquel grupo políticos mezquinos, hombres de negocios de la más baja ralea, especuladores y algún otro que aspiraba seriamente a convertirse en policía algún día.
Sokichi vivía en una casa de la cuesta de Myojin con un antiguo estudiante de Medicina medio hambriento llamado Matsuda y con la mujer de este.
Al final de la calle vivía ella, en una casa de mujeres mantenidas desde la cual las vistas a la ciudad eran perfectas. Frente a la vivienda, un sauce y una lámpara de piedra. Su nombre era Osen, el nombre de una mujer tan preciosa como el rocío. ¡La mujer carmesí se la recordaba tanto!
4
Osen vivía apartada del mundo y temía exponerse a los ojos de la gente. Era la amante del amo de la cuadrilla a la que pertenecía Sokichi. Se llamaba Kumazawa y era tan enorme como una estatua. La gente decía que algún día se convertiría en un gran hombre de negocios. Oficialmente se contaba que había rescatado a Osen de un burdel y pagado su deuda, pero en realidad la había persuadido para huir lejos con él, a la colina de Myojin, donde la tenía confinada en secreto.
Ella era, por supuesto, una profesional. Pero Sokichi nunca supo, ni por aquel entonces y ni ahora, cuál había sido exactamente su rango. Era simplemente una mujer joven y hermosa, tres o cuatro años mayor que él, ¿o quizá más? Para él era la encantadora Osen.
Había estado lloviendo la noche anterior, al igual que llovía ahora. Pero en aquella mañana de domingo, antes del equinoccio de primavera, las nubes se habían disipado como una flor que se abre. Sokichi estaba en ayunas aunque ya habían dado las diez. (Tengo que pedirles a los lectores que nunca hayan padecido un hambre intensa que intenten imaginar cómo debía de sentirse el muchacho). No importaba cuánto esperara Sokichi porque el desayuno tampoco llegaría esa mañana. No había nada para comer.
El joven sabía que la noche anterior se había encargado un servicio a domicilio de tempura[87] con arroz, poco después de la puesta de sol, en la casa de las mantenidas, y a la una de la mañana se había servido otro pedido de tallarines en sopa. Lo sabía porque el delicioso aroma había llegado flotando hasta su almohada. «¡Si voy allí, seguro que habrá algún bocado de sobra…!», pensó. Además, cuando hacía buen tiempo, como esa mañana, estaba incluso más hambriento de lo normal. El estómago famélico rugía desesperado a medida que Sokichi se acercaba a la estrecha calle a ambos lados de la cual se alineaban casas paralelas a los canales. Abrió la puerta enrejada de una de las viviendas. Entonces, de la sombra del sauce al final del callejón surgieron tres hombres. Uno de ellos, ancho de espaldas, llevaba una chaqueta de algodón sucia: era Matsuda, el propietario de una de las casas. Miró a Sokichi de soslayo; y este entró y volvió a salir. Matsuda levantó su dedo meñique:
—¿Qué está haciendo? —preguntó en voz baja.
—Todavía está dormida.
Sin aliciente alguno para incorporarse a un mundo que ya había despertado, la esposa de Matsuda aún dormía envuelta en su manta. Tras escuchar el informe de Sokichi, Matsuda sacó la lengua a modo de burla y se fue en silencio.
El siguiente en aparecer fue un apuesto monje de lozana cabeza recién afeitada, delgado y pálido. Vestía un haori n***o con las mangas forradas de rojo sobre su hábito gris. En realidad, era el haori de Osen. La noche anterior, cuando el sacerdote había llegado a aquel lugar, iba engalanado respetablemente con la sagrada cinta púrpura, que le caía sobre los hombros como si fuera una nube, y con su rosario de cuentas de cristal en las manos. A pocos pasos del monje, caminaba un hombre de negocios que levantaba el puño en alto, fingiendo dar golpecitos en la cabeza redonda que tenía enfrente. Miró a Sokichi por el rabillo del ojo y sonrió maliciosamente. En medio de la cabeza, una calva reluciente como un plato, piel oscura, ojos hundidos y boca enorme. Como había abandonado el mundo de la política, se había despojado del quimono con el blasón familiar y ahora vestía una chaqueta de algodón de manga corta y unos pantalones sobre las delgadas espinillas. Lo llamaban Platito debido a su calva.
En fin, los tres hombres habían pasado toda la noche jugando a las cartas y ahora iban camino de los baños públicos.
Sokichi prosiguió en la dirección opuesta y, cuando entró abstraído en la habitación donde vivía Osen, no solo no encontró nada para comer, sino que lo pusieron inmediatamente a trabajar: tuvo que limpiar todo lo que los tres hombres habían dejado tras una larga noche de cartas.
—Disculpe por hacerlo trabajar —dijo Osen mientras sostenía las largas mangas del quimono con una cinta.
Recogió los cojines de terciopelo n***o y los retiró, para lo cual pasó al lado del brasero arrastrando los bajos de su quimono de múltiples capas.
—¿Por qué pide perdón? —rio brevemente un hombre bajito y robusto llamado Amaya—. El chico es nuestro, ¿no?
Este hombre llevaba el cabello largo y desigual y su barriga era tan grande que parecía un tambor ceñido con el obi y un delantal cuidadosamente atado con una cuerda trenzada. También era estudiante de Medicina pero había suspendido y ahora se preparaba para dedicarse a los negocios. Amaya y Osen entraron en el cuarto anexo, el cual compartían con la amante de Matsuda, una mujer ya bien entrada en años. Sokichi, débil por el hambre, consiguió barrer el suelo y dejarlo todo limpio, aunque tuvo que bregar de vez en cuando con los rugidos de su estómago.
—¡Buen trabajo! ¡Bien hecho! —Amaya dijo feliz—. Por favor, señora.
Se volvió hacia Osen y recogió algunos cojines para devolverlos a su lugar. Para ser un hombre tan corpulento, era sorprendentemente rápido. Hasta hacía unos diez días había estado viviendo en la misma casa que Sokichi en el callejón de las casas adosadas, holgazaneando bajo una colcha de alquiler como si fuera un gusano de la patata. Pero Kumazawa solía viajar a menudo por negocios y por ese motivo había trasladado a Amaya a la casa, para que vigilara a Osen y cuidara de todo en general. Al ser Osen la amante de Kumazawa, se la consideraba de estatus superior y por eso debía recibir una atención especial.
—Ahí. Venga, siéntese —insistió el hombre dando unos golpecitos al cojín que le correspondía a Osen y se dio la vuelta—. Si satisface a Su Alteza.
Sus palabras y su carácter eran ligeros e ingeniosos, pero su cuerpo se movía con torpeza y pesadez. Y no le faltaban motivos, ya que sufría de beriberi. Aunque podía pasarse toda la noche jugando a las cartas, a la mañana siguiente ya no tenía ni fuerzas para ir a los baños públicos.
—No me moleste, por favor. —Osen entró al cuarto contiguo sosteniéndose los bajos de su quimono de seda.
5
Aún era demasiado pronto para la floración de los cerezos. Osen se acomodó al lado del brasero. El débil aroma del sol matutino penetraba en la estancia y la sombra de una rama de membrillo en flor, o quizá de algún otro árbol, proyectaba su silueta sobre las ventanas cubiertas de papel. Sokichi se imaginaba a Kumazawa sentado frente a ella, ataviado con su quimono de Oshima[88] y el haori a juego, y con la cadena dorada del reloj de bolsillo colgando de la faltriquera.
—¿Está el amo fuera? —le preguntó a Amaya sin ninguna razón en particular.
No había visto a Kumazawa por ninguna parte ni estaba entre el grupo que había ido a la casa de baños. Desde el fondo del pasillo resonó el eco de una tos estruendosa: alguien se aclaraba la garganta. Al parecer Kumazawa estaba en el baño.
—Aquí estoy.
—¡Vaya! —exclamó la mujer de Matsuda riendo de camino al cuarto adyacente a la cocina.
Osen inclinó la cabeza y sonrió:
—No resulta muy atractivo que digamos, ¿verdad?
—Pero esto es lo que ha conseguido —dijo Amaya golpeando su delantal—. Así es como usted cayó en sus manos.
—¡Qué cruel es usted! Ahora ha ido demasiado lejos.
Incluso el joven Sokichi supo que Amaya había dicho algo malo, probablemente una obscenidad.
—Lo siento. He sido descortés. —Amaya realizó varias reverencias para enfatizar su disculpa y continuó—: Y para mostrarle mi sinceridad, permítame retocar un poco su cara. Como ya le dije anoche, aunque no sea el mejor, aún puedo pasar por un criado eficiente. Confie en mí.
Se giró hacia Sokichi y le ordenó:
—¡Tú, búscame una cuchilla!
Sokichi comprendió enseguida el porqué de aquella orden. Aunque Osen se escabullía en secreto para ir a la casa de baños, no podía visitar a un peluquero ni tampoco se le permitía llamar a alguien para que le retocase el cabello. El joven obedeció, pidió prestada una cuchilla a la amante del propietario y se la llevó a Amaya.
—Pero ¿dónde has dejado la palangana? ¡Usa la cabeza, chico!
Sokichi dedujo que Amaya y Osen habían comenzado una conversación durante su corta ausencia.
—Supongo que primero querrá comprobar mi habilidad en alguna otra persona antes de ponerse en mis manos —dijo Amaya.
—Dudo que eso sea necesario.
—No se preocupe. Si cometo algún fallo, ¡qué más da! Es solo un chico. Mire. Además, necesita un arreglo en esa pelusilla que le rodea la boca.
Sokichi estaba indefenso.
—Mira para arriba, para arriba. ¿Qué tal? Buen trabajo, ¿no cree?
Osen miró angustiada la mano de Amaya. Su cara se movía como un velo de seda fina tras una nube de vapor, titilando en el rabillo del ojo de Sokichi.
—Mire, así. Un poco aquí y un poco acá.
—¡Pare! ¡Qué peligro!
Osen estaba arrodillada y la ansiedad le impedía levantarse. Agitó los brazos y el movimiento de las mangas elevó su fragancia hasta la nariz de Sokichi.
—No pasa nada. Mire, así.
—Se las va a afeitar, ¡pare!
—¿El qué? ¿Las cejas? —La cuchilla se detuvo un instante pero luego continuó—. ¿A quién le importa? Escuche, yo le afeitaré la nuca a usted. ¿Por qué se preocupa por las cejas del chico?
Desde el retrete llegó el sonido de un bostezo grande y claro como una alarma.
—Ahora no podemos reírnos.
—¿Por qué no? —dijo Amaya—. ¿Por qué no reírnos? ¿Por qué no llorar? ¿A quién le importan las cejas del chico?
—¡No! ¡No! ¡No!
Osen se apoyó en una rodilla y acudió al lado del muchacho. El crujir de las telas de su quimono resonó en el corazón de Sokichi como el murmullo remoto de un pájaro angelical volando hacia él. Osen se convirtió en una sirena que emergía de entre las olas de las esteras de tatami.
—¿Pero es que a usted no le importa la madre de este muchacho?
Su brazo, más blanco que la nieve, detuvo la mano con la que Amaya sostenía la cuchilla. El hombre apartó la cuchilla, la llevó a su propio pecho y se quedó mirando a Osen un instante.
—¡Qué envidia! Usted tiene unas cejas preciosas —dijo ella mirando a Sokichi—. Seguramente sus padres lo quieren mucho.
Sokichi podía adivinar a través del inmaculado pecho de Osen la pureza de su bondad y de sus anhelos. Pero los dibujos y el color de su ropa y, sobre todo, la negrura del cabello ensombrecían sus ojos. La manga de la mujer le rozaba el hombro. Sokichi presionó su cara contra el cuello del quimono de Osen y comenzó a llorar desconsoladamente.
—¿Está bien afilada? —gritó la amante de Matsuda desde el cuarto contiguo—. Iba a enviarla a la barbería.
Ese mismo día, al caer la noche, Sokichi se ofreció para llevar la cuchilla al barbero, se la guardó y salió de casa. Había decidido suicidarse.
En cuanto a los detalles…