El santo del monte Koya (1)

3396 Words
—Sabía que nada iba a cambiar, aunque echara otro vistazo. Pero como el camino se había vuelto extremadamente difícil, me remangué las mangas del quimono; con solo tocarlas aumentaba el asfixiante calor, y busqué el mapa del Servicio Oficial de Cartografía que había traído conmigo. »Me encontraba en una senda aislada, recorriendo el camino a través de las montañas profundas entre Hida y Shinshu[26]. Ni un solo árbol ofrecía la comodidad de su sombra para poder descansar y a ambos lados, las montañas se elevaban tan cerca de mí, que me parecía que podía alcanzarlas y tocarlas con la mano. A pesar de su imponente presencia, otras cumbres surgían detrás de ellas, cada una aumentando en altura respecto a la anterior, ocultando las nubes y los pájaros de mi vista. »Entre la tierra y el cielo, solamente estaba yo; los blancos rayos cristalinos del tórrido sol de mediodía caían a mi alrededor mientras consultaba el mapa parapetado bajo mi sombrero de paja. Al decir esto el monje peregrino apretó los puños, los puso sobre la almohada, se inclinó hacia delante y apoyó la frente en las manos. Nos habíamos convertido en compañeros de viaje en Nagoya. Y ahora, cuando estábamos a punto de retirarnos para hacer noche en el hostal de Tsuruga, pensé en que había mantenido una perfecta humildad sin mostrar en ningún momento signos de altivez. Recordé nuestro primer encuentro en el tren. Yo viajaba hacia el oeste por la línea principal que conecta las ciudades de la costa del Pacífico y él se subió en Kakegawa. Se sentó al final del vagón, con la cabeza gacha, y no le presté atención, pues parecía tener tanta energía como un montón de cenizas frías. Pero al llegar a Nagoya, todos los viajeros se apearon del tren al mismo tiempo, como si se hubiesen confabulado anteriormente, dejándonos solos al monje y a mí como únicos ocupantes del vagón. El tren había partido de la estación de Shinbashi en Tokio a las nueve y media de la noche anterior y la llegada a Tsuruga estaba prevista para esa misma noche. Como era ya mediodía cuando llegamos a Nagoya, compré en una tienda de la estación una pequeña caja de almuerzo de sushi. El monje también había pedido lo mismo. Cuando, ávido, retiré la tapa, me decepcionó sobremanera encontrar únicamente trozos de algas esparcidas por encima del arroz y zanahorias encurtidas aliñadas con vinagre de arroz. De inmediato comprendí que mi almuerzo consistía en un sushi de lo más barato. —¡Solo zanahorias y virutas de calabaza! —exclamé furioso. El monje, al ver la expresión de mi cara, no pudo dejar de reír. Como éramos los dos únicos pasajeros del vagón, comenzamos a charlar. A pesar de que pertenecía a una escuela budista diferente, me dijo que iba a visitar a alguien en Eiheiji, el gran monasterio zen de Echizen, y tenía previsto pasar la noche en Tsuruga. Yo regresaba a casa en Wakasa y, como también tenía que hacer escala en la misma ciudad, decidimos convertirnos en compañeros de viaje. Me contó que pertenecía a la congregación del monte Koya, sede de la escuela Shingon[27]. Aparentaba unos cuarenta y cinco o cuarenta y seis años. Su aspecto era apacible, de una sosegada normalidad. Modestamente vestido, llevaba un manto de lana con mangas amplias, una bufanda de franela blanca, sombrero y guantes de punto. En los pies llevaba calcetines blancos y zuecos bajos de madera. Más que a un monje, recordaba a un maestro de poesía o quizás a alguien de intereses más mundanos. —Entonces, ¿dónde va a pasar la noche? —Su pregunta provocó un profundo suspiro de mis labios al pensar en el aburrimiento de viajar sin compañía: las camareras que se quedan dormidas con las bandejas todavía en la mano; los falsos cumplidos de los gerentes; la mirada de todo el mundo cada vez que debes salir de tu habitación y caminar por los pasillos; y, lo peor de todo, cómo apagan las velas así que la cena ha terminado enviándote a la cama entre las oscuras sombras de la luz de la linterna. Soy un tipo que no se duerme con facilidad hasta bien avanzada la noche y no puedo ni describir la soledad que experimento al sentirme abandonado en mi habitación y lo largas que se me hacen las noches. Y, ahora, la noche había llegado ya. Desde que abandoné Tokio había estado preocupado por cómo iba a pasar esa noche en Tsuruga, por lo que le sugerí al monje que, si no era molestia, podríamos pasar la noche juntos. Él asintió alegremente con la cabeza y añadió que, cuando viajaba por el norte del país, siempre se alojaba en un lugar llamado Katoriya. Al parecer, la Katoriya había sido una posada para viajeros hasta que la única hija del propietario, muy querida por todos los que la conocían, murió repentinamente. Después de eso, la familia cerró el negocio y, aunque ya no trabajaban para el público en general, siempre estaban dispuestos a acomodar a viejos amigos a los que la pareja de ancianos acogía con familiar hospitalidad. El monje sugirió que, si estaba de acuerdo con esta posibilidad, sería bien recibido allí. —Pero —calló unos instantes para dar un efecto dramático— lo único que podrá conseguir para cenar son zanahorias y virutas de calabaza. Y se echó a reír. A pesar de su modesta apariencia, el monje tenía un gran sentido del humor. 2 En Gifu, el cielo era aún claro y azul, pero una vez que entramos en el País del Norte, célebre por su mal tiempo, las cosas comenzaron a cambiar. En Maibara y Nagahama comenzó a nublarse, los rayos del sol penetraban débilmente por entre las nubes y un escalofrío se filtró en mis huesos. Cuando llegamos a Yanagase, empezó a llover. A medida que la ventana de mi compartimento oscurecía, la lluvia se fue mezclando con algo blanco. —Está nevando. —Así es —dijo el monje sin molestarse en mirar hacia el cielo. No mostró interés por la nieve, como tampoco lo había mostrado anteriormente cuando le señalé por la ventana el antiguo campo de batalla de Shizugatake o el paisaje del lago Biwa[28]. A mis comentarios, simplemente asentía con la cabeza. Llegamos a Tsuruga. Temía el momento de salir de la estación. Pensar en ello me ponía los pelos de punta. Hordas de posaderos maleducados estaban al acecho de clientes potenciales. Como ya sospechaba, eran muchos y nos estaban esperando. Se alineaban a lo largo del camino que salía de la estación, formando un muro impenetrable en torno a los viajeros. A medida que se acercaban a nosotros, con sus farolillos y paraguas adornados con los nombres de las posadas a las que representaban, gritaban y te apremiaban a que pasaras la noche en sus posadas. Los más atrevidos incluso les arrebataban sus equipajes a los viajeros a la vez que chillaban: «¡Muchas gracias!». Sin duda, a quienes el viaje les hubiera levantado dolor de cabeza, este comportamiento intolerable les resultaría más insoportable aún que la propia jaqueca. Pero, con su calma habitual, el monje mantuvo la cabeza baja y se deslizó imperceptible entre la multitud. Nadie se molestó en detenerlo y, por fortuna para mí, seguí su estela, soltando un suspiro de alivio una vez que dejamos atrás la estación. La nieve no daba señales de remitir. Ya no era aguanieve, las escamas secas me rozaron la cara al caer. Aunque todavía era temprano, el pueblo de Tsuruga había cerrado ya sus puertas a la noche, dejando las calles desiertas y tranquilas. Atravesamos dos o tres cruces y luego recorrimos otros ocho bloques a través de la nieve acumulada hasta que el monje se detuvo bajo el alero de una posada. Habíamos llegado a la Katoriya. Ni la alcoba ni la sala de estar destacaban por su decoración. Sin embargo, los pilares eran impresionantes, el tatami estaba como nuevo y el hogar era espacioso. El gancho que colgaba sobre la chimenea estaba decorado con una carpa de madera tan brillante que parecía de oro. En el horno reposaban dos enormes ollas de barro, cada una lo suficientemente grande como para cocinar media fanega de arroz. Era una casa sólida y antigua. El dueño de la posada era de esos hombres campechanos y burdos, que tenía la costumbre de mantener las manos metidas dentro de su chaqueta de algodón, incluso cuando estaba sentado delante del brasero. Su esposa, en cambio, era encantadora: el tipo de persona que dice todo de modo correcto y educado. Ella se echó a reír alegremente cuando mi compañero le contó la historia de las zanahorias y las virutas de calabaza encurtidas, y nos preparó una comida con dos tipos de pescado seco y sopa de miso con trozos de algas. Me di cuenta, por la forma en que ella y su marido actuaban, de que el monje había tenido trato con ellos desde hacía mucho tiempo. Gracias a su familiaridad, me sentí como en casa. Nos habían preparado la cama en el segundo piso. El techo era bajo pero las vigas eran enormes, de casi dos brazadas de diámetro. El tejado estaba inclinado, por lo que había que tener cuidado de no golpearse la cabeza cuando uno se acercaba a las paredes de los laterales de la habitación. Sin embargo, resultaba reconfortante saber que, incluso si se produjera una avalancha en la montaña situada detrás de nosotros, no afectaría a tan sólida estructura. Me fui directo a la cama, satisfecho de ver que habían preparado un lecho caliente para la noche. Con el fin de aprovechar al máximo la calefacción de carbón, la ropa de cama se había colocado en ángulo recto, de modo que ambos podríamos beneficiarnos del calor. El monje, sin embargo, apartó su futón del mío con la intención de dormir sin la comodidad del fuego ardiente. Cuando por fin se metió en la cama, ni siquiera se molestó en quitarse el obi y mucho menos su hábito. Todavía con la ropa puesta, se hizo un ovillo y se acurrucó en el futón. Tan pronto como sus brazos quedaron cubiertos con su manta, apretó las manos contra el colchón y apoyó la cara sobre la almohada. A diferencia de nosotros, el sacerdote dormía boca abajo. En poco tiempo se hizo el silencio. Mi compañero parecía haberse quedado dormido. En el tren ya le había hablado de mi dificultad para conciliar el sueño hasta bien avanzada la noche, así que decidí rogarle, como un niño pedigüeño, que se apiadara de mí y me contara alguna de las fascinantes historias que había vivido en sus numerosas peregrinaciones. Él asintió con la cabeza y añadió que desde que había llegado a la mediana edad siempre dormía boca abajo, pero que todavía estaba despierto. Al igual que yo, también tenía dificultades para conciliar el sueño. —¿Quiere escuchar una historia? Pues preste atención a lo que le voy a contar y recuerde que las palabras de un monje no siempre revelan una enseñanza, una lección o un sermón. Más tarde descubrí que quien me hablaba no era sino el célebre y venerado monje Shucho, del templo Rikumin. 3 —Los dueños de esta posada mencionaron que otra persona más podría unirse a nosotros esta noche —comentó el monje—. Un hombre de Wakasa, como usted. Viaja por los alrededores vendiendo objetos lacados. Es joven, pero sé que es un buen hombre, serio, y muy diferente a otro joven que conocí una vez cuando viajaba por las montañas de Hida, un vendedor ambulante de medicinas de Toyama con el que coincidí en una casa de té en las colinas. ¡Qué hombre tan desagradable y complicado! Mi intención era realizar el trayecto completo aquel día, por lo que había dejado la posada a las tres de la mañana. Llevaba recorridas tres leguas o más, y aún hacía fresco. Para cuando llegué a la casa de té, la niebla de la mañana ya se había disipado dando paso a un calor abrasador. Quise ser ambicioso en mi marcha y aceleré el ritmo. Eso hizo que la garganta se me secara tanto como el polvo del camino bajo mis pies. Nada más llegar, pedí algo de beber, pero me dijeron que el agua no había hervido todavía. Obviamente, aún era demasiado temprano para que en la casa de té ya estuviera todo listo, pues casi nadie pasaba por aquella senda de la montaña. En un lugar tan aislado como aquel el humo de la chimenea rara vez se eleva antes de que florezcan las flores de dondiego. Mientras esperaba, reparé en un delicioso arroyo que discurría frente al banco en que me había sentado. Estaba a punto de recoger un poco de agua con un cubo que estaba a mi lado cuando recordé algo. Las epidemias se propagan rápidamente en los meses de verano y yo acababa de ver cal esparcida sobre la tierra en un pueblo llamado Tsuji. —Disculpe —llamé a la muchacha de la casa de té. Me sentía un poco incómodo por preguntar, pero me obligué a hacerlo—. ¿El agua es de su pozo? —No, es del río. —Contestó. Su respuesta me alarmó. —A los pies de la montaña me he fijado en que había señales de una epidemia y me preguntaba si este arroyo pasa por Tsuji. —No, no pasa por ahí. —Respondió la muchacha dando a entender que no tenía por qué preocuparme. Debería de haberme alegrado escuchar su respuesta, pero oí un ruido: había alguien más en la casa de té. El joven vendedor de medicinas del que le he hablado antes había estado descansando allí durante bastante tiempo. Era uno de esos vulgares vendedores de píldoras. Usted los habrá visto alguna vez: visten quimono a rayas sin forro y un obi barato del que cuelga el preceptivo reloj de oro. Polainas y pantalones, sandalias de paja, un botiquín cuadrado atado a la espalda con un trapo de algodón de color verde amarillento pálido. Añádale un paraguas o un impermeable de hule, doblado y atado a la mochila con una cinta plana de Sanada y ahí lo tiene: el típico vendedor ambulante. Todos tienen el mismo aspecto de seriedad. Pero tan pronto como llegan a su alojamiento para pasar la noche, se transforman en hombres mal educados y chillones. Se ponen el yukata[29] con el obi aflojado, empiezan a beber sake barato e intentan propasarse con las criadas. —¡Eh, tú, pelón! —gritó, insultándome desde el primer momento—. Perdón por preguntar esto, pero necesito saber algo. ¡Ahí va! ¿Sabes que nunca vas a hacerlo con una mujer y por eso te afeitas la cabeza? Por eso te has convertido en monje, ¿verdad? ¿Por qué preocuparse por morir? Es un poco raro, ¿no crees? La verdad es que tú no eres mejor que nosotros. Lo que yo pensaba. ¡Échele un vistazo, señorita! ¡Aún siente apego por este mundo flotante! Los dos se miraron entre sí y se echaron a reír. Yo era joven en aquella época y me puse colorado de vergüenza. Me quedé inmóvil allí, con el cazo de agua aún en mis manos. —¿A qué estás esperando? ¡Adelante, bebe hasta hartarte! Si te pones enfermo, te daré alguna de mis medicinas. Para eso estoy aquí. ¿Verdad, señorita? Pero no le va a salir gratis. Humildemente te dejo un paquete de Mankintan[30] a un sen. Podrías considerarlo «un regalo de los dioses». Pero si lo quieres, tendrás que comprarlo. ¡Aún no he pecado tanto como para tener que regalarle algo a un bonzo! Pero tal vez podamos arreglar eso, ¿eh? ¿Qué te parece, chica, harás lo que te diga? —Y le dio una palmadita a la joven en la espalda. Me sorprendió la conducta lasciva del hombre y rápidamente me fui de allí. Por supuesto, alguien de mi edad y profesión no tiene por qué entrometerse en cuestiones de seducción de las criadas de una casa de té, pero como es una parte importante de la historia… 4 Estaba tan furioso, que me alejé por el camino que discurría entre los campos de arroz de las laderas. Había recorrido muy poca distancia cuando el camino se elevó bruscamente, adoptando la forma de un puente de tierra arqueado que reposaba en la ladera. Había comenzado la subida con los ojos alzados al cielo, hacia mi destino, cuando el vendedor de medicinas que había encontrado antes me adelantó corriendo. Esta vez nada me dijo y, aunque lo hubiera hecho, dudo que hubiera obtenido respuesta. Acostumbrado a mirar por encima del hombro a los demás, el vendedor ambulante me lanzó una mirada despectiva a su paso. Ascendió la cima de una loma donde se detuvo un instante, sosteniendo el paraguas abierto en una mano. Luego desapareció por el otro lado. Lo seguí por la empinada cuesta hasta que llegué a la cima. Entonces continué hacia delante. El vendedor se había alejado un trecho y estaba parado en la carretera, mirando a uno y otro lado. Yo sospechaba que podría estar planeando alguna jugarreta y proseguí mi camino alerta tras sus pasos. Cuando llegué a su altura, pude ver por qué se había detenido. El camino se bifurcaba en dos senderos. Uno de ellos, muy empinado, se dirigía directamente hacia la montaña. La hierba crecía a ambos lados. El camino rodeaba un enorme ciprés de cuatro o tal vez cinco palmos de grosor para desaparecer tras una serie de salientes rocosos que se apilaban unos sobre otros. Supuse que ese no era el camino que tomar. El más ancho, de suave pendiente que me había traído hasta aquí, era, sin duda, el camino principal y, si continuaba por él durante otra legua más o menos, seguramente me llevaría a las montañas y, finalmente, al puerto. Pero ¿qué sucedía? El ciprés que he mencionado antes se curvaba como un arco iris sobre la carretera desierta, extendiéndose por el cielo infinito y por encima de los arrozales. La tierra de la base se había desmoronado, dejando al descubierto una maraña impresionante de innumerables raíces que parecían anguilas; desde allí, un arroyo brotaba serpenteando por el suelo, justo en medio del camino que había decidido tomar, e inundaba todo el espacio que se abría ante mí. Me sorprendió que el agua no hubiera convertido en lago los arrozales. Tronando como rápidos, el torrente formaba un río que se extendía a lo largo de más de doscientos metros y limitaba en su otra ribera con un bosque. Me alegré de ver una línea de rocas que cruzaba el agua como una hilera de escalones. Al parecer, alguien se había tomado muchas molestias para colocarlas en su lugar. El agua no era demasiado profunda, por lo que no era necesario desnudarse para vadear el río. Aun así, este camino parecía más complicado que la carretera principal: incluso un caballo habría tenido dificultades al cruzarlo. El vendedor de medicinas también vaciló debido a la situación hasta que se decidió. Comenzó a subir la colina a la derecha y desapareció tras el ciprés. Cuando volvió a aparecer, estaba ya cinco metros más o menos por encima de mí. —¡Ey, este es el camino a Matsumoto! —gritó mientras caminaba despreocupadamente cinco o seis pasos más. Medio se escondió detrás de una de las enormes rocas y exclamó en tono burlón—: ¡Cuidado con los espíritus de los árboles, pues les importa un bledo si hay aún luz del día! Luego se internó en la sombra de las rocas y, finalmente, desapareció entre la alta hierba que crecía en la colina. Al cabo de un rato, la punta de su paraguas reapareció montaña arriba pero, justo cuando llegaba a la altura de las copas de los árboles, desapareció de nuevo en la maleza. Fue entonces cuando oí a alguien detrás de mí. Me giré y vi a un campesino saltando sobre las piedras colocadas a través del arroyo, dándose ánimos con el relajante sonido dokkoisho[31]. Llevaba una falda corta de juncos atada a la cintura y en la mano sostenía una de esas varas que, apoyadas en los hombros, sirven para transportar objetos.
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