El santo del monte Koya (3)

3222 Words
Estaba tan cansado que no creía que pudiera ascender una colina más. Pero entonces percibí a lo lejos el eco del relincho de un caballo. ¿Se trataba de un caballo de carga de camino a casa? ¿O de un caballo salvaje? No había pasado mucho tiempo desde mi encuentro casual con el campesino aquella mañana y ya me sentía como si me hubiera sido denegada la compañía de mis semejantes durante años. Si eso que había oído era un caballo, debía de haber un pueblo cercano. Armado de valor por este nuevo pensamiento, continué adelante. Antes de darme cuenta, me encontré delante de una cabaña solitaria en la montaña. Como era verano, todas las puertas correderas estaban abiertas. No pude encontrar la puerta de entrada, pero frente a mí había un porche ruinoso. En él estaba sentado un hombre. —Disculpe, disculpe —exclamé con voz suplicante como quien implora ayuda—. Perdón —dije de nuevo, pero no recibí respuesta. El hombre parecía un niño. Inclinaba la cabeza hacia un lado hasta casi tocar el hombro. Me miró con ojos pequeños e inexpresivos. Su indiferencia era tal, que parecía como si ni siquiera se tomara la molestia de mover las pupilas. Su quimono era corto y las mangas apenas le llegaban a los codos. Llevaba un chaleco bien almidonado y atado por delante, pero su estómago protuberante sobresalía del quimono como un enorme tambor; y el ombligo le abultaba como el tallo de una calabaza. Se lo tocó con una mano mientras agitaba la otra en el aire como si fuera un fantasma. Tenía las piernas estiradas, como si hubiera olvidado que eran suyas. De no haber estado debidamente sentado en la baranda, seguramente se habría caído. Aparentaba unos veintidós o veintitrés años de edad. La boca abierta, el labio superior curvado hacia atrás, la nariz era plana y la frente abombada. El pelo había crecido y lo llevaba muy largo; empezaba en una cresta, le llegaba hasta la nuca y le cubría las orejas. ¿Sería mudo o retrasado? ¿O un joven a punto de convertirse en rana? Me sorprendió lo que vi, aunque no representaba ningún peligro para mí. ¡Qué extraña visión! —Disculpe —hablé otra vez. A pesar de su apariencia, no tenía más remedio que intentar comunicarme con él. Mis palabras de saludo no surtieron efecto. Solo se movió un poco y dejó caer la cabeza sobre el hombro izquierdo, mientras permanecía con la boca entreabierta. No sabía qué hacer. Me daba la impresión de que si me descuidaba, me agarraría de repente y, mientras jugueteaba con su ombligo, me lamería la cara en lugar de responder a mis preguntas. Retrocedí, pero luego pensé que nadie podría abandonar a una persona así en un lugar tan aislado. Me puse de puntillas y alcé la voz. —¿Hay alguien en casa? Oí relinchar al caballo de nuevo. El sonido provenía de la parte trasera de la cabaña. —¿Quién es? —Una voz de una mujer llegó del establo. ¡Dios mío! ¿Aparecería reptando con el cuello cubierto de blancas escamas, arrastrando la cola tras de sí? Retrocedí de nuevo. Y entonces apareció una mujer menuda y atractiva, que me saludó con voz clara y suave. —Honorable monje. Dejé escapar un gran suspiro y me quedé inmóvil. —Sí —dije inclinándome respetuosamente. Se sentó en el porche, se inclinó hacia delante y me miró fijamente mientras yo permanecía bajo la luz vespertina. —¿En qué puedo ayudarle? Como no me invitó a pasar la noche, supuse que su marido estaba fuera y que habían acordado no alojar a ningún viajero. Di un paso al frente. Si no preguntaba ahora, podría perder mi oportunidad. Me incliné cortésmente y dije: —Voy de camino a Shinshu. ¿Me podría decir a qué distancia está la posada más cercana? 11 —Aún le quedan casi cuatro leguas hasta la próxima. —Entonces, ¿tal vez pueda usted indicarme un lugar cercano donde pasar la noche? —Me temo que no —me miró a los ojos sin pestañear. —Ya veo. Bueno, en realidad, aunque me dijera que cerca de aquí hay una posada y que me van a dar su mejor habitación y atenderme piadosamente toda la noche, estoy tan cansado que no podría ni dar un paso más. Por favor, se lo ruego. Me apañaría tan solo con un cobertizo o un rincón en el establo. —Sabía que el caballo que había oído no podría pertenecer a ninguna otra persona. La mujer consideró mi petición por un momento. De repente se volvió, cogió una bolsa de tela y comenzó a verter el arroz que contenía en una olla que estaba a su lado. Vaciaba la bolsa como si estuviera llena de agua. Con una mano sujetaba la olla y con la otra cogía puñados de arroz. —Puede quedarse aquí esta noche —accedió al fin—. Tenemos arroz suficiente. Las cabañas de la montaña suelen ser frías durante la noche, pero es verano y se está bien. Por favor, ¿quiere pasar? Tan pronto como lo dijo, me desplomé en la terraza. La mujer se puso de pie. —Pero, señor, tengo que pedirle una cosa. Fue tan directa que temí que estableciera alguna condición imposible. —Sí —dije con nerviosismo—. ¿De qué se trata? —De nada importante. Es solo que tengo la mala costumbre de querer saber lo que está pasando en la ciudad. Aunque no esté de humor para hablar, le haré una pregunta tras otra. Así que será mejor que no me cuente nada, que no se le escape ni una mínima noticia. ¿Entiende lo que le digo? Si no, no pararé de molestarle. No diga nada. Aunque le suplique, debe negarse. Solo quería pedirle eso. Parecía que había algún motivo oculto tras esta petición. No era el tipo de cosa que uno espera oír de una mujer que vive en una cabaña aislada entre altas montañas y profundos e inconmensurables valles. Como parecía una petición fácil de cumplir, asentí con la cabeza. —Está bien, haré lo que me pide. Dicho esto, inmediatamente la mujer se mostró muy amable. —La casa está hecha un desastre pero, por favor, pase. Siéntase como en casa. ¿Desea que le traiga un poco de agua para lavarse? —No, no es necesario. Pero ¿podría utilizar un paño? ¿Le importaría mojarlo y escurrirlo? —Parece acalorado. Debe de haber sido duro viajar en un día como este. Si esto fuera una posada, podría darse un baño. Dicen que es lo que los viajeros más aprecian en realidad. Aunque me temo que no podré ofrecerle ni una taza de té y menos aún un baño de agua caliente. Pero puede acercarse hasta el acantilado que hay detrás de la casa, allí encontrará un hermoso arroyo. Puede asearse en él si lo desea. Nada más escuchar esas palabras, me preparé para ir volando hasta el río. —Me parece perfecto. —Entonces, déjeme mostrarle dónde está. Tengo que lavar el arroz de todos modos —la mujer cogió la olla, la colocó bajo el brazo y a continuación se puso sus sandalias de paja. Se inclinó y buscó bajo la baranda un par de zuecos viejos de madera, los golpeó entre sí para sacudir el polvo y los dejó en el suelo para mí. —Por favor, use estos. Deje sus sandalias de paja aquí. Junté las manos en señal de agradecimiento. —Es usted muy amable. —Su estancia aquí —dijo— debe de ser cosa del destino. No dude en pedirme lo que necesite. Amigo mío, aquella era una mujer muy hospitalaria. 12 —Por favor, sígame —con la olla de arroz en la mano, la mujer metió una toalla pequeña en su obi. Recogió su hermosa cabellera en un moño y lo sujetó con un peine y una preciosa horquilla. Observé que tenía una bella figura. Rápidamente me quité las sandalias y me calcé los viejos zuecos. Cuando me puse en pie en el porche y miré a mi alrededor, allí continuaba el idiota, que no dejaba de mirarme ni de balbucear tonterías. —Hermana, enfermedad, enfermedad —lentamente levantó la mano y se tocó el pelo alborotado—. ¿Monje, monje? La mujer le sonrió y asintió levemente con la cabeza. El joven murmuró algo y acto seguido se tranquilizó y comenzó a jugar con su ombligo de nuevo. Como sentía compasión por ambos, no levanté la cabeza, pero dirigí una mirada a la mujer. Ella no pareció molestarse en absoluto. Justo cuando estaba a punto de seguirla, un anciano apareció por detrás de un arbusto de hortensias. Había aparecido por la parte posterior de la vivienda. Un netsuke[35] de marfil tallado colgaba de una cadena larga en la bolsa de cuero que llevaba atada a la cintura. Entre los dientes sostenía una pipa. Al acercarse a la mujer, se detuvo. —Bienvenido, señor monje. La mujer lo miró por encima del hombro. —¿Puedo preguntarle cómo le fue? —¡Oh, ya sabe usted! Es un asno estúpido. Solo un zorro podría montar ese caballo. ¡Pero ahí es donde entro yo! Haré todo lo que pueda para obtener un precio justo. Con un buen trato, podrá usted apañárselas durante dos o tres meses. —Eso estaría bien. —Entonces, ¿adónde van ahora? —Abajo, al arroyo. —¡No se vaya a caer al río con el joven monje! Los vigilaré desde aquí. —Se inclinó y se sentó en el porche. —Pero ¡qué dice! —Ella me miró y sonrió. —Tal vez debería ir yo solo —di un paso hacia un lado y el viejo se rio. —Dense prisa y pónganse en marcha. —Ya hemos tenido dos visitantes hoy —le dijo la mujer al anciano—. ¿Quién sabe? Tal vez tengamos otro. Si alguien viniera mientras Jiro está aquí solo, no sabrá qué hacer. Tal vez podría usted quedarse aquí y ponerse cómodo hasta que yo vuelva. —Por supuesto —el anciano se acercó al pobre imbécil y lo golpeó en la espalda con su puño enorme. El idiota lo miró como si fuera a llorar, pero luego sonrió. Me di la vuelta horrorizado. La mujer no parecía preocupada en absoluto. El anciano se rio. —Mientras estén fuera, le voy a robar a su marido. —No importa, hace usted bien —dijo ella y se dio la vuelta—. ¿Nos vamos? Tenía la sensación de que el viejo nos observaba mientras yo seguía a la mujer a lo largo de un muro que se alejaba de las hortensias. Llegamos a lo que parecía ser la puerta de atrás. A la izquierda estaba el establo. Podía escuchar el sonido de un caballo dando coces en las paredes. Ya estaba empezando a oscurecer. —Vamos a tomar este camino. No es resbaladizo pero sí empinado. Por favor, tenga cuidado. 13 Un bosque de altos y esbeltos pinos, cuyos troncos aparecían desnudos de ramas hasta unos quince o veinte pies del suelo, marcaba el camino que nos conducía hacia el río. Al pasar entre los árboles, observé algo blanco por encima de las copas. Era la decimotercera noche del nuevo mes y, aunque la luna era la misma de siempre, esa noche comprendí cuán alejado me hallaba de la civilización. La mujer, que había ido caminando por delante de mí, desapareció. Cuando miré colina abajo, la vi agarrándose a uno de los árboles. Ella me miró: —La pendiente se hace aquí más pronunciada, así que, por favor, tenga cuidado. Tal vez no debería haberle dado los zuecos. ¿Prefiere mis sandalias? Evidentemente, pensaba que me rezagaba debido a la inclinación del camino, pero en realidad estaba más que dispuesto a dejarme caer por la pendiente con tal de apartar de mi cuerpo la sucia sensación de las sanguijuelas. —Bajaré descalzo si hace falta —le dije—. Estoy bien. Siento que se preocupe, señorita. —¿Señorita? —Ella alzó la voz un poco y se echó a reír. Era un sonido encantador. —Así la llamó aquel hombre antes. ¿Está usted casada? —¡Qué más da si soy lo suficientemente mayor para ser su tía! Ahora, vamos. Rápido. Le daría mis sandalias, pero es posible que se clave una astilla. De todos modos, están empapadas e imagino que a usted no le gusta esta sensación en los pies. —Se dio la vuelta y rápidamente levantó el dobladillo de su quimono. Observé sus níveos tobillos en la oscuridad. A medida que avanzaba, fue desapareciendo como la escarcha en la madrugada. Caminábamos a buen ritmo colina abajo cuando un sapo asomó entre unas hierbas del camino. —¡Asqueroso! —La mujer dio un salto a un lado—. ¿No ves que tengo un invitado? ¡Vamos, vete de aquí, vuelve a tu guarida! —Añadió y se giró hacia mí—. Vamos, continuemos. No le preste atención. En un lugar como este, hasta los animales demandan atención —y continuó su camino—. El bicho debe de pensar que estoy encantada de conocerlo. ¡Qué vergüenza! ¡Fuera! El camino poco a poco se ocultó entre la hierba y la mujer comenzó a avanzar. —Va a tener que subir hasta aquí. El suelo es demasiado blando —en la hierba descansaba lo que parecía el tronco de un árbol, redondo y grande. Me subí y caminé sin problemas incluso con los zuecos. Tan pronto como llegué al final, el sonido del fluir del agua llegó a mis oídos, aunque el río estaba aún a cierta distancia. Cuando alcé la mirada, ya no podía ver los pinos. La luna de la decimotercera noche resplandecía baja en el horizonte, cubierta casi hasta la mitad por la montaña. Sin embargo, era tan brillante que pensé que podría llegar a tocarla, aunque sabía que su altura en el cielo era inconmensurable. —Es por aquí. La mujer me esperaba un poco más abajo en la pendiente. Había piedras por doquier, algunas amontonadas por efecto del agua que discurría por encima de ellas. El río estaba a casi seis pies de distancia. A medida que me acercaba, me di cuenta de que el agua discurría sorprendentemente tranquila; su belleza era como las joyas que se han desprendido de una cadena y son arrastradas por la corriente. Desde el fondo percibí el terrible eco del agua al chocar contra las rocas. En la orilla opuesta se levantaba otra montaña. Su cima permanecía oculta en la oscuridad pero la luz de la luna, derramada sobre la cresta de la montaña de enfrente, iluminaba la base. Había rocas de diversas formas y tamaños, algunas recordaban la concha de un caracol; otras eran angulosas y afiladas, y otras parecían barras o esferas. Se prolongaban hasta donde alcanzaba la vista, formando una pequeña colina a orillas del río. 14 —Tenemos suerte de que hoy el río venga crecido. Podemos bañarnos aquí sin necesidad de bajar a la corriente principal. Mojó sus pies blancos como la nieve en el agua que cubría la parte superior de una roca. La orilla de nuestro lado era mucho más pronunciada que la otra y cercana al cauce principal del río. Parecíamos estar de pie en una pequeña cala llena de piedras. Nada se veía río arriba o río abajo, pero yo aún distinguía el agua que discurría tortuosamente por la ladera de rocas diseminadas a lo largo de nuestra orilla. La corriente se hacía gradualmente más estrecha, la luz de la luna bañaba cada curva y la lámina de agua brillaba como las placas de una armadura de plata. Cerca de nosotros, inmaculadas olas revoloteaban como el hilo blanco serpenteando en un telar. —¡Qué hermoso arroyo! —exclamé. —Sí, lo es. Este río nace en una gran cascada. Quienes viajan por estas montañas dicen que se puede escuchar el sonido del viento soplando. ¿No lo ha oído usted por el camino? Yo lo había oído, justo antes de entrar en el bosque atestado de sanguijuelas. —¿Quiere usted decir que lo que oía no era el sonido del viento entre los árboles? —Eso es lo que la gente cree. Pero si usted hubiera tomado un camino lateral situado a unas dos leguas de distancia y hubiera recorrido una legua y media, habría llegado a la gran cascada. Dicen que es la más grande de todo j***n, aunque pocos pueden hacer el camino porque es muy empinado. Como decía, el río nace allí. Hubo una horrible inundación hace trece años —continuó—, incluso hasta esta zona tan elevada quedó cubierta de agua y el pueblo de las inmediaciones fue arrasado. Montañas, casas, todo arrastrado por el agua. Antes había veinte casas aquí en Kaminohara pero ahora no queda nada. Este arroyo apareció entonces. ¿Ve aquellas rocas de allá? La riada las dejó allí. Antes de que me diera cuenta, la mujer ya había terminado de lavar el arroz. Cuando se puso de pie y arqueó la espalda, pude ver el contorno de sus pechos, asomando por el cuello aflojado de su quimono. Ella miró distraídamente a la montaña, con los labios apretados. La luna iluminaba una masa de rocas que la feroz inundación había depositado en medio de la ladera de la montaña. —Incluso ahora, solo de pensarlo, me da miedo —dije mientras me inclinaba para lavarme los brazos. Fue entonces cuando la mujer dijo: —Si se empeña en tener tan buenos modales, sus ropas se mojarán. Y eso no será nada bueno. ¿Por qué no se las quita? Le lavaré la espalda. —Yo, no… —titubeé. —¿Por qué no? Mire cómo está metiendo la manga en el agua. De repente, se me acercó por detrás y me agarró del obi. Me retorcí, pero ella continuó hasta que me quedé completamente desnudo. Mi maestro era un hombre estricto y, por tanto, a mí, como a cualquiera cuya vocación es recitar los sutras sagrados, nunca me habían quitado la ropa, ni siquiera las mangas de la túnica. Pero ahora estaba de pie, desnudo delante de esta mujer y me sentía como un caracol sin concha. Estaba demasiado avergonzado incluso para hablar, y mucho menos, para huir. Mientras ella colgaba mi ropa en una rama cercana, encorvé la espalda y me quedé con las rodillas juntas. —Voy a poner la ropa aquí. Ahora, su espalda. No se mueva. Voy a ser amable con usted porque usted me llamó «señorita». Ahora no sea travieso. Y sacó un brazo de una de sus mangas y la sujetó entre los dientes para mantenerla apartada. Sin más preámbulos puso su brazo en mi espalda. Era tan suave y brillante como una joya. Se quedó mirándome inmóvil un momento. —¡Oh! —exclamó. —¿Algo va mal? —Estos moratones en su espalda. —Eso es lo que le decía antes. Pasé momentos terribles en el bosque. —Recordar a las sanguijuelas me hizo estremecer.
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