CAPÍTULO UNO
El Rey McCloud bajó por la pendiente, corriendo por el altiplano, en el lado del Anillo de los MacGil, con cientos de sus hombres detrás de él, aferrándose con todas las fuerzas, mientras su caballo galopaba montaña abajo. Puso la mano hacia atrás, levantó su látigo y lo dejó caer con fuerza sobre la piel del caballo: éste no necesitaba ser arreado, pero a él le gustaba azotarlo de todos modos. Disfrutaba de infligir dolor a los animales.
McCloud casi salivaba mientras veía el paisaje delante de él: un idílico pueblo de los MacGil, con sus hombres en los campos, desarmados, con sus mujeres en la casa, tendiendo la ropa en las cuerdas, apenas vestidas con el clima de verano. Las puertas de las casas estaban abiertas, las gallinas deambulaban libremente; los calderos ya estaban hirviendo con la cena. Él pensó en el daño que iba a hacer, el botín que podría obtener, las mujeres que arruinaría—y su sonrisa se amplió. Casi podía saborear la sangre que estaba a punto de derramar.
Cabalgaron y cabalgaron; sus caballos retumbaban como un trueno, esparcidos sobre el campo, y finalmente, alguien se dio cuenta: el guardia de la aldea, una excusa patética de soldado, un adolescente, sostenía una lanza, estaba parado y se dio vuelta al escuchar que se acercaban. McCloud, observó bien al blanco de sus ojos, vio el miedo y el pánico en su rostro; en este puesto soñado, este muchacho probablemente nunca había visto una batalla en su vida. Estaba totalmente desprevenido.
McCloud no perdió tiempo: quería matar al primero, como siempre había hecho en las batallas. Sus hombres lo sabían bien, como para dejárselo a él.
Volvió a dar un latigazo al caballo hasta que ése gimió, y ganó velocidad, yendo más adelante que los demás. Alzó la lanza de su ancestro, una cosa pesada de hierro, se inclinó hacia atrás y la aventó.
Como siempre, su objetivo era certero: el chico apenas acababa de girar cuando la lanza cayó en su espalda, atravesándolo y sujetándolo a un árbol, con un ruido silbante. La sangre brotaba de su espalda, y fue suficiente para hacer el día de McCloud.
McCloud soltó un grito corto de alegría, mientras continuaban avanzando a través de la tierra elegida de los MacGil, por los tallos del maíz amarillos meciéndose en el viento, hasta los muslos de su caballo y hacia la entrada de la aldea. Era un día demasiado hermoso, un cuadro muy hermoso, para la devastación que estaban a punto de crear.
Pasaron por la puerta sin protección de la aldea, este lugar estaba tontamente situado en las afueras del Anillo, cerca de las tierras altas. Deberían haberlo sabido, pensó McCloud con desdén, mientras sacaba un hacha y cortaba la señal de madera anunciando el lugar. Pronto podría ponerle otro nombre.
Sus hombres entraron en el lugar, y alrededor estallaron los gritos de mujeres, niños, hombres mayores, o quien sea que estuviera en su casa en este lugar desolado. Había probablemente cien almas desafortunadas y McCloud estaba decidido a hacer que cada uno de ellos pagara. Él levantó su hacha sobre su cabeza mientras se centraba en una mujer en particular, corriendo de espaldas a él, tratando por su vida de volver a la seguridad de su hogar. No iba a suceder.
El hacha de McCloud le pegó en la parte trasera de su pantorrilla, como era su intención y ella cayó con un grito. Él no había querido matarla: sólo mutilarla. Después de todo, él la quería viva para el placer que tendría con ella después. Había elegido bien: una mujer con larga, salvaje y rubia cabellera y caderas estrechas, de escasos dieciocho años. Ella sería suya. Y cuando terminara con ella, tal vez la mataría. O tal vez no; tal vez la mantendría como su esclava.
Gritó de alegría cuando cabalgó cerca de ella y bajó de su caballo a medio paso, cayendo encima de ella y la tiró al suelo. Rodó con ella en la tierra, sintiendo el impacto del camino y sonrió mientras él disfrutaba de algo que parecía estar vivo.
Por fin, la vida tenía significado otra vez.