Katy vio que Bill se envaraba, y siguió su mirada hasta las puertas abiertas. Si su propia e inesperada aparición había causado un revuelo, la llegada de los forasteros provocó una absoluta vorágine de murmullos. Era fácil seguir la ola de susurros y miradas para descubrir hacia dónde miraba Bill.
A unos metros dentro de la entrada, buscando entre la multitud, había una elegante dama, acompañada por un caballero de la misma edad que Bill y vestido de forma similar con un traje oscuro.
La impresionante mujer estaba sin duda acostumbrada a ser el centro de atención, y bajó la cabeza para hablar con el hombre sin mostrar interés en el público que la observaba. Su pelo azabache estaba recogido en un suave moño, y llevaba un sofisticado vestido de color crema con un ribete de satén n***o.
Katy vio el gran contraste que hacía la pareja con el resto de los asistentes. Excepto con Bill. Todos tenían aspecto de provincianos, a la sombra de su educado comportamiento. Incluso ella misma era muy consciente de su anticuada crinolina, en comparación con el refinado atuendo de la dama, su falda plisada y su estilosa cola.
Katy ya sabía la respuesta, pero le preguntó a Bill de todos modos.
—¿Los conoces?
Él asintió con la cabeza, sin dejar de mirarlos hasta que al fin lo vieron. El hombre le hizo un gesto con la mano. La mujer, incluso desde esa distancia, pareció saludarlo con sus ojos, con una expresión relajada en su rostro e incluso en su cuerpo.
Cuando la pareja se dirigió hacia ellos, Bill clavó sus ojos en Katy.
—Parece que se nos ha acabado el tiempo —le dijo a esta—. Mi vida en Boston no podía esperar más.
—Bill, te hemos buscado por todas partes. —El hombre habló primero, obviamente aliviado. La mujer estudió a Katy, y luego observó a Bill.
—Me han encontrado —dijo Bill con cierta rigidez—. John, quiero presentarte a Katy Sanborn, la prima de Ann Connors. Señorita Sanborn, este es mi compañero, John Trelaine.
—Cuánto me alegro de conocerla. —El hombre tomó la mano de Katy e inclinó la cabeza.
A Katy le gustaron en el acto sus amables ojos marrones, y se preguntó qué habría traído a otro abogado al centro de Colorado. Enseguida lo comprendió.
—Bill —dijo la mujer—, insistí en que John me acompañase hasta aquí. Estaba preocupada por ti —añadió, a la vez que rozaba su mejilla con sus perfectos labios rojos. Katy sintió una mezcla de emociones que iban desde la ira a una profunda tristeza.
—No tenías que haberte preocupado, Helen, y no deberías haber molestado a John. —La voz de Bill era firme, pero Katy detectó una nota de irritación—. Helen, esta es la señorita Sanborn.
Katy constató, con dolor, que la intimidad de llamarse por sus nombres de pila había dado paso de nuevo al uso formal de los apellidos. Ahora, era esta mujer la que estaba en obvios términos familiares con Bill.
Los ojos de Helen Belgrave se deslizaron sobre ella. Eran insondables charcos de oscuridad. Pero sus palabras fueron corteses.
—¿Es usted la hermana de Charles Sanborn? —Su tono era tan suave como su cabello n***o.
John Trelaine aclaró su garganta. Estaba claro que él lo sabía.
Bill respiró hondo, como si se preparase para la batalla.
—Katy Sanborn es Charles Sanborn —explicó.
La boca de la mujer se abrió por unos breves segundos y luego se cerró, mientras el color inundaba su adorable rostro. Katy pensó que estaba ante un problema.
—Es un placer conocerla —le dijo esta—, aunque me temo que usted tiene la ventaja. —Katy miró a Bill con gesto interrogativo. Su cara mantenía una sombra de cautela que era un rompecabezas para ella.
—Señorita Sanborn —dijo él—. Esta es la señora Belgrave.
—Su prometida —añadió la belleza, poniendo su mano enguantada en el brazo de Bill.
John Trelaine tosió en ese momento como si se estuviera ahogando. Katy agradeció que el sonido sofocase su ligero jadeo. Su mirada voló hacia Bill. Él no había dejado de mirarla. Y ahora entendía el motivo. Había estado a la espera de su reacción ante la noticia que sabía que ella iba a escuchar.
La mandíbula de Bill se endureció. Sus labios eran una línea recta que coincidía con sus cejas. Katy estaba segura de que no era un hombre inclinado a la mentira... Aunque, por lo visto, no le había importado ocultar la verdad.
—Su prometida —repitió Katy, en un tono que confiaba que sonara ligero y alegre—. Señor Winter, debería habérmelo dicho. Yo no le habría permitido quedarse tanto tiempo en este lugar tan atrasado mientras la señora Belgrave esperaba su regreso.
—Le aseguro, señorita Sanborn —dijo él con ecuanimidad, sin apartar sus ojos de los de ella—, que no dejo que nadie me obligue a hacer nada que no quiera hacer.
—Bill suele dejarse atrapar por su trabajo —declaró Helen Belgrave, ya recuperada de su sorpresa al descubrir que «Charles» era una mujer. Su voz era calmada, pero su acento carecía de diversión.
Katy sintió la misma inquietud, y se preguntó si los besos que ella y Bill habían compartido, por no mencionar su apasionado interludio en su dormitorio, estaban escritos en su cara.
—Mi Bill es muy minucioso en todo lo que hace —continuó Helen—. Su ética le exige que cumpla con sus asuntos de negocios antes que con cualquier otra cosa.
«Mi Bill». Katy notó como si el suelo se moviera bajo sus pies. Apartó la imagen de Bill y Helen Belgrave en un restaurante caro de Boston, en una cena romántica, antes de ir juntos a su casa para...
—Helen —dijo Bill, de un modo que parecía más una advertencia que un apelativo cariñoso—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Katy apenas escuchó su respuesta, distraída en elucubrar por qué se había enredado con ella. ¿Lo hizo solo para convencerla de que aceptara a los niños? No lo sabía. ¿Cómo podría saberlo? Después de todo, había llegado a su vida hacía unas semanas. Qué estúpida había sido al pensar que lo conocía.
Helen Belgrave continuó su discurso, y John parecía tan incómodo como Katy. En cuanto a Bill, ella no podía ni siquiera mirarlo a los ojos en ese momento, así que decidió dirigirse a su socio.
—Señor Trelaine, debe de estar sediento después de su largo viaje. ¿Le gustaría tomar un refresco? —Katy lo tomó del brazo y se puso en marcha antes de que él respondiera con una entusiasta afirmación. Al darse la vuelta, casi se tropieza con los niños, que se habían quedado a escuchar atentos el intercambio.
—Vamos, Lily, Thomas. El señor Winter necesita un tiempo a solas con su… —casi se ahoga al decirlo— prometida.
Los niños huyeron con sus amigos y desaparecieron entre la multitud, probablemente para contar todo lo que habían oído.
—La palabra se le ha atascado en la garganta, ¿no es cierto? —le preguntó John Trelaine a Katy. Esta lo miró, ruborizada. ¿Podría él intuir que ella sentía algo por Bill?—. En la mía, desde luego que sí —añadió, sin esperar una respuesta—. Y he tenido mucho más tiempo para acostumbrarme a la idea. Esa mujer no ha dejado de parlotear a lo largo de ocho estados. Por suerte, fue un breve viaje en tren y no un largo camino en carruaje. Aun así, escoltar durante tres días a la señora Belgrave va más allá de mi deber como compañero y amigo.
—Es comprensible que esté preocupado por el señor Winter —dijo Katy, tratando de sonar amable cuando en realidad tenía ganas de escupir serpientes—. Ella debe de amarlo mucho para venir hasta aquí.
Se detuvieron en la mesa de ponche. John Trelaine le sirvió una taza a Katy y tomó otra para él, a la que añadió un poco del contenido de un frasco de plata que guardaba en el bolsillo de su abrigo.
—¿Le gustaría agregarle algo más sustancioso? —Hizo un gesto hacia la petaca.
—Sí, gracias —le respondió Katy, dejándole verter un generoso chorro. Ambos se volvieron hacia la hermosa pareja que habían dejado cerca de la pista de baile.
—Oh, no permita que este dramático viaje al oeste la engañe. —Él le dirigió una mirada directa.
Katy confirmó su primera impresión. El señor Trelaine tenía ojos amables, pero ahora había en ellos un velo de disgusto.
—Si puedo serle sincero, señorita Sanborn, solo hay una cosa que la señora Belgrave ame: la señora Belgrave.
Katy no supo cómo responder, así que dio un sorbo al ponche. La abrasadora bebida le hizo toser y miró a Bill, que conversaba con la belleza de cabello n***o como el ala de un cuervo.
En verdad, él no mantenía el tête-a-tête propio de un enamorado. Bill se mostraba taciturno y sombrío, y apretaba los labios mientras escuchaba a su prometida.
Helen, a su vez, parecía de piedra, y usaba palabras cortas. Su educación y sus modales dictaban que conservase un gesto frío y sin emociones. Cuando alguien se acercaba, ejecutaba de inmediato una sonrisa deslumbrante, la cual desaparecía con la misma rapidez al volverse de nuevo hacia Bill. Al fin, sus ojos se encontraron con los de Katy, de pie al otro lado de la habitación, y su máscara se deslizó para revelar una ira genuina.
Katy se estremeció y se giró hacia John Trelaine.
—¿Es viuda?
—Sí, desde hace unos cuatro años. Su marido era de sangre azul, originario de Boston, según dicen. Casi tan viejo como Matusalén —añadió, tomando otro trago de ponche.
—Bueno, a veces el amor aparece en formas inesperadas —supuso Katy.
John Trelaine le lanzó una aguda mirada.
—Es usted una mujer inteligente, señorita Sanborn. He leído su obra. Creo que también es previsora en cuestiones sociales. ¿Estoy en lo cierto?
Ella asintió, aunque no podía imaginar a qué se refería.
—Por lo tanto, no creo que le sorprenda oír que creo que esa es una unión sin amor —dijo mirando a Bill y Helen—, pero tal vez podría sorprenderle si le digo que han sido una pareja de conveniencia durante tres años. Y aun así, no se ha leído ninguna proclama en la iglesia, ni ha habido anuncios en los periódicos, y no hay anillo en su dedo. Creo que la conveniencia está del lado de Bill.
La ceja desconcertada de Katy le hizo sonreír.
—La mantiene cerca para que los demás no se acerquen —declaró él—. Ninguna mujer de Boston se atrevería a cruzarse en el camino de Helen Belgrave. Pero usted...
—¿Yo? —lo interrumpió Katy. Sin duda, este abogado era tan perspicaz como su compañero. Ella tomó otro trago de su ponche.
—La señora Belgrave no es ninguna tonta. Sabe tan bien como yo que Bill podría haber enviado a uno de nuestros jóvenes asociados para llevar a cabo esta tarea. Pero no lo hizo. En vez de eso, recorrió más de tres mil kilómetros para conocerla, después de leer todas las obras suyas que pudo conseguir.
Ella se sonrojó, incapaz de evitar mirar a Bill de nuevo, esta vez con más atención. Tal vez no amaba a la mujer que estaba a su lado, pero ¿cómo pudo Katy pensar que se interesaría por ella de esa manera? Aun así, él había venido, si John tenía razón, con objeto de conocerla, y no solo por los niños.
—Ah, veo que no le dijo que es un admirador.
—El señor Winter mencionó que mi prima le había mostrado mi trabajo. Pero supuse que había tenido que venir él mismo para llevar a cabo los deberes de albacea.
John Trelaine guardó silencio un momento.
—Pero la señora Belgrave sabía lo contrario —dijo al fin con naturalidad—. Y eso no le gustaba, y menos ahora que ella ha descubierto que es una mujer y que Bill lo supo todo el tiempo.
Katy lo meditó un instante. Así que Bill se había interesado por ella como escritora, y solo por curiosidad se ocupó de los deseos de su prima personalmente. Pero, ¿había algo más de lo que había ocurrido entre ellos? A ella le dolía la cabeza al pensarlo, de imaginarlo en su casa, al recordar su breve coqueteo y cómo se había sentido bailando entre sus brazos.
Miró a John Trelaine, con sus ojos inteligentes y su gentil expresión, y le mostró su sonrisa más deslumbrante antes de mirar hacia la pista de baile. Los que no estaban todavía de pie chismorreando y observando a los recién llegados, bailaban con entusiasmo.
Él captó la indirecta y tomó su taza vacía.
—¿Qué tal si olvidamos las tribulaciones de mi socio y la indómita señora Belgrave, y nos dedicamos a la más placentera tarea de bailar?
—Me encantaría, si es que no está muy cansado de su viaje.
—Su compañía refresca mi constitución a cada minuto —murmuró él, acompañándola al centro del granero.
A pesar de todo, Katy se estaba divirtiendo, aunque la magia de los primeros bailes con Bill se había ido para siempre. El calor del whisky, combinado con una atenta pareja de baile, sirvió para aliviar el disgusto inicial que Katy había sufrido. Bailó con John Trelaine el resto de la noche y evitó encontrarse con la mirada de Bill.
Pero no pudo evitar notar que él no bailaba con la señora Belgrave, ya fuera por elección de su prometida o por la suya propia. Ninguno de los dos parecía pasárselo bien, y eso hacía la velada de Katy más llevadera. Ella y John Trelaine cenaron juntos en las largas mesas bajas de madera que se habían colocado alrededor del perímetro.
Ella lo escuchó suspirar.
—Creo que he comido demasiado y tal vez ahora no pueda ponerme en pie —dijo con buen humor, pero eso no le impidió examinar los postres. Más tarde, sentados en un fardo de heno, Katy reprimió un bostezo mientras comían una porción de Brown Betty en silencio.
—Creo que tengo espacio para un poco más —observó el señor Trelaine, levantándose para ver lo que quedaba. Katy suspiró ante la ocurrencia.
En ese momento, Eliza Prentice se acercó y se plantó frente a ella.
—Parece que el señor Winter pasa por las mujeres tan rápido como su amigo pasa por los postres.
—No es «mi» señor Winter —dijo Katy, con la esperanza de sonar desinteresada mientras miraba a cualquier parte menos a Eliza.
—No, por supuesto que no. Él lo ha hecho evidente esta noche, a pesar de todas tus fanfarronadas. Por otro lado, se dice que se aloja contigo, en tu casa.
Katy no dijo nada en respuesta, y continuó sin mirar a la rubia menuda.
—Los dos, solos —insistió Eliza una vez más, y Katy pudo ver que la mujer se moría por herirla.
—Al contrario —dijo Katy al fin, poniéndose de pie—. Los niños están con nosotros. ¿Y dónde está tu joven médico esta noche? ¿Estudiando? ¿No puede acompañarte, como siempre? —le preguntó Katy con sarcasmo. Eliza tenía demasiado tiempo libre y lo gastaba en ocuparse de los asuntos ajenos.
—Me parece que lo mejor es que te preocupes por tu propio hombre, Eliza, y de cuántas jóvenes puede conocer en esa escuela de San Francisco.
Katy cruzó corriendo hacia la puerta del granero, sin querer escuchar más comentarios mezquinos de Eliza. No había duda de que, si había un soltero cotizado en la ciudad, Eliza solo tendría que hacer señas con el dedo, con sus brillantes rizos rubios y sus ojos azules. ¿Qué demonios intentaba demostrar?
Todo lo que Katy quiso siempre era mantenerse alejada de todos. El mundo había venido a llamar a su puerta, no al revés. Y justo por eso, estaba pagando un precio.
Se detuvo junto al gran roble que hacía sombra al granero y a la caballeriza del pueblo. Nadie sabía cuántos años tenía, pero cada uno de los habitantes de Spring City había trepado sus ramas de niño o se habían sentado a su sombra de adulto. Katy ahora descansaba contra él, con los ojos cerrados y reconfortada por su solidez.
Entonces, de repente, apareció Bill. Lo sintió incluso antes de abrir los ojos y ver cómo se acercaba, ya a pocos metros de distancia. Sin duda, él la había seguido. Ella suspiró.
Todo había cambiado. Todo. Y ella no podía, en conciencia, encontrarse con él aquí a solas, junto a este árbol, mientras su prometida estaba cerca. Katy trató de alejarse, pero él fue demasiado rápido, la agarró del brazo y la apoyó contra el árbol.
—¡Suéltame! Por el amor de Dios, la señora Belgrave está al otro lado de ese muro.
No la liberó y ella lo intentó de nuevo.
—Al menos —le dijo—, hazlo por el bien de mi reputación…
Bill dejó caer su brazo de inmediato.
—Estás muy bien acompañada por John —murmuró él.
—¡Diablos! —juró Katy, exasperada—. ¡No intentes decirme que estás celoso de que baile con tu socio, mientras tú pasas la noche con tu prometida! —Ella pasó por delante de él, sintiéndose traicionada—. Todo esto es absurdo.
—¿Quieres escuchar un momento? —Su mano tocó su hombro otra vez.
—No, no creo que lo haga —le dijo ella. Estaba tan enfadada como un tejón acorralado y se sentía como una tonta, para colmo. Lo último que quería hacer era charlar. Pero mientras se movía, Bill la alcanzó de nuevo y tiró de ella hacia él.
Katy luchó durante unos segundos, y odió la respuesta de su cuerpo, que aún clamaba por su roce y parecía arder donde sus manos sostenían la parte superior de sus brazos. Ella empujó contra sus hombros.
—Si no te quedas quieta y me escuchas, Katy, te besaré.
Era la amenaza más extraña que había oído jamás, pero se ajustaba a lo bien que él la conocía, o a la reacción que esperaba de ella. Porque eso la tranquilizó. Lo miró fijamente y deseó incluso entonces el calor ardiente de su boca, sabiendo cómo sus terminaciones nerviosas se sacudirían en respuesta y que se sentiría como si estuviera volando. Era humillante.
Su salvación vino de forma inesperada. Helen Belgrave apareció en la puerta. Bill vio la mirada en el rostro de Katy cuando esta advirtió la presencia de la mujer. Él se giró para ver el rostro de su prometida, retorcido por la rabia, pero cuando su mirada volvió a Katy, su expresión era impasible.
—Me escucharás más tarde —juró antes de soltarla y permitirle que se alejara del árbol.
Katy aprovechó esta oportunidad para huir. Ignoró el frío semblante de la señora Belgrave y se deslizó detrás del edificio para llegar hasta su carro. Ya había enganchado a Alfred cuando John Trelaine se le acercó.
—Disculpe mi grosería, señor, pero ya he terminado por esta noche —le dijo ella. Había visto a Bill irse sin mirar atrás, con su mano en el codo de Helen Belgrave, sin duda, para llevarla a su hotel.
—¿Puedo acompañarla a casa? —le preguntó John.
Ella le devolvió una sonrisa agradecida a su agradable, pero cansada expresión. Había sido una escolta impecable toda la noche, a pesar de su largo viaje.
—Le aseguro que soy perfectamente capaz de llevarme a mí misma y a los niños a casa.
Después de conseguir que le prometiera que conduciría con cuidado y directa a casa, él le dio las buenas noches y se dirigió al hotel. Para cuando ella acomodó a los niños en el carro, Thomas ya estaba bostezando con los ojos cerrados, y Lily, acurrucada junto a él, estaba a punto de quedarse dormida.
Aferrándose a la barandilla lateral, Katy levantó sus faldas y colocó un pie vestido de satén en el estribo cuando, de pronto, unas manos fuertes a la altura de su cintura la levantaron como si fuera una pluma. Por un segundo, pensó que el señor Trelaine había regresado, pero luego lo supo, incluso antes de que se sentara y se volviera hacia él.
Bill la miró.
—¿Lista para irnos?
Lo miró con la boca entreabierta. Luego la cerró con un chasquido. Él la observó, a la espera de su respuesta.
—¿Has perdido el sentido? ¿O es que eres completamente estúpido? —La voz de Katy sonó fuerte y chillona en la oscuridad creciente.
—Ninguna de las dos cosas. Yo te traje aquí y yo te llevaré a casa. Y te recuerdo que los niños están durmiendo.
Katy bajó la voz.
—He ido y he vuelto de casa a la ciudad durante más de una década. Creo que puedo arreglármelas sin su ayuda. Le insto a que regrese al hotel junto a su prometida, señor Winter.
Después de todo, pensó, de eso se trataba. No importaba que John Trelaine le hubiera dicho que Bill había venido a propósito a Spring City para conocerla. La había engañado en más de una ocasión.
—La señora Belgrave está a salvo en la mejor habitación de Fuller, señorita Sanborn, y ahora tengo la intención de verla a salvo a usted también en su casa—. Además —añadió— todas mis cosas están allí.
Katy tuvo la tentación de decir «mala suerte» y marcharse, pero no lo hizo, y nunca sabría por qué se movió para dejarle subir al asiento de al lado. Katy se apartó aún más cuando su muslo caliente tocó el de ella. No había mucho espacio, e intentó mantener la mayor distancia posible con el hombre que había tocado su corazón con demasiada facilidad.
—Pensé que quizá sería demasiado tarde, que John ya te habría acompañado él mismo —dijo él con voz firme mientras salían de la ciudad.
—Se ofreció a hacerlo —respondió Katy envarada, con el mismo tono decidido—. Pero rehusé su oferta. Estaba muy cansado después de llevar a tu preocupada prometida al otro lado del mundo para encontrarte.
Eso cerró la conversación durante el resto del trayecto. Ocho minutos de silencio puro y helado. Katy no pudo evitar mirar las ventanas del hotel al pasar, y se preguntó si Bill le había dado un beso de buenas noches a la señora Belgrave al despedirse.
Aun así, pensó, con una pequeña satisfacción, que podría haberse quedado con su prometida, si hubiera querido. Nadie en Boston habría sabido de esa violación de la intimidad, aquí, en el salvaje oeste.
«Si él hubiera querido», repitió para sí, y se sintió mejor a pesar de la tensa quietud entre ellos, que la forzó al apartar la cara.
Ahora, solo quería llegar a casa y quitarse el ridículo vestido de fiesta y las medias de seda que ni siquiera la habían puesto a la altura de Helen Belgrave. Luego, escondida bajo las mantas, intentaría olvidar toda esa noche.