Eran las diez y cuarto de la noche de un sábado y yo estaba tumbada en la cama, dormitando a ratos. Estaba metida bajo un edredón floreado y espumoso, con un pijama de rayas, una bufanda de tartán y unos calcetines gruesos de lana que picaban más de la cuenta, pero aun así tenía un frío del carajo. La habitación parecía un congelador. Había intentado sin éxito ver Muerte en el paraíso en el polvoriento televisor portátil en blanco y n***o que estaba precariamente encaramado a una mesita redonda en un rincón de mi dormitorio, pero me resultaba difícil concentrarme en lo que ocurría en la pantalla. Había subido el volumen al máximo para ahogar el sonido de la música que ponían las australianas de la habitación de al lado. Al fin y al cabo, Ed Sheeran tenía un límite. Pero la televisión no e