IntroducciónMontsegur, Occitania, Francia. Marzo 1244
Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius.
(Mátenlos a todos. Dios separará a los suyos)
El Caballero Arnaud des Casses entró en la vasta sala donde las mujeres estaban llevando a cabo sus labores de costura, aunque el nerviosismo era evidente y predecible culminando un período de dos semanas en los que el cerco se estaba estrechando sobre la asediada ciudadela y las nubes se cernían sobre los remanentes de la nobleza cátara que se resistían a abjurar de su fe y sus tradiciones. El humo de las hogueras ya se había enseñoreado de los campos del sur de Francia. La cruzada contra los cátaros comenzada años antes bajo la dirección del brutal Simón de Montfort estaba ya concluyendo con la caída de los últimos bastiones. El Senescal de Carcasona y el Arzobispo de Narbona habían sitiado a la ciudad de Montsegur con un ejército de diez mil soldados y no había poder que pudiera enfrentarlos.
El Caballero des Casses impuso su vozarrón sobre los murmullos de las mujeres de modo que el silencio se apoderó del salón. Des Casses fue directo al grano.
-El Consejo de Perfectos has dispuesto que todos los niños y niñas de hasta doce años de edad sean evacuados de la ciudad con efecto inmediato. Las madres que están amamantando deberán acompañar a sus críos y seleccionaremos a otras treinta madres para acompañar a los infantes. Sé que esta separación será terriblemente dolorosa pero debemos salvaguardar a nuestra simiente y nuestros linajes para que nuestra fe no se pierda en los días terribles que seguirán. También sabemos que aquellas mujeres que sean seleccionadas serán renuentes a abandonar a sus maridos pero deben cumplir el encargo que se les encomienda pues los niños necesitan la guía de adultos.
De Casses caminó hasta el centro del salón y debió vencer sus emociones para proseguir su discurso.
-Treinta carretones saldrán esta noche de la ciudad escoltados cada uno por un caballero y seis soldados. En ellos viajarán los niños y las madres.
Las lágrimas y los suspiros se habían convertido en alaridos al hacerse cargo las damas de que tendrían que abandonar a sus hijos para salvarlos de un destino horrendo que anticipaba la hoguera.
Esa noche la caravana de carretas se puso en marcha. El Caballero Arnaud des Casses supervisaba el éxodo acompañado del Perfecto Raymond Agulher y del Perfecto Guilleme Aicard. Las lágrimas bañaban las mejillas de los rudos hombres al ver a los niños ascender a los siniestros carromatos con dirección desconocida.
Con su habitual sagacidad Aicard preguntó.
-¿Qué contienen aquellos tres carros que van al final de la caravana? No veo niños ni mujeres en ellos.
-No me han informado.- Respondió des Casses.- Ni tampoco quiero preguntar.
Las sombras de padres y madres que saludaban a sus hijos por última vez se proyectaban sobre las escasas antorchas que arrojaban un mínimo de luz para no advertir a los sitiadores de la maniobra.
Y así, silenciosamente y con gran congoja se puso en marcha el tren de carros para transportar su valiosa carga humana por toda Aquitania y el Languedoc, hacia el sur hacia Navarra y Cataluña y hacia el este hacia el Piamonte y la Lombardía hasta Milán. Sin saberlo los niños eran portadores no de una teología sino de las simientes de la libertad religiosa y política.