—No sé siquiera quién vive en el Castillo— dijo Arabella.
—La Marquesa de Meridale murió poco después del nacimiento de su hija Beulah— le explicó Lady Deane—, lo que todos sabemos, es que la niña no es normal, y debe tener unos siete o ocho años. El doctor Simpson es de la opinión que si tuviera un trato diferente al que ha recibido hasta ahora, sus facultades mentales mejorarían.
—Pobre criatura— exclamó Arabella.
—Comprendo que convivir con ella no será nada divertido para ti, pero te prometo sacarte del Castillo lo más pronto posible.
—¡No te preocupes, mamá! A lo mejor resulta una experiencia interesante. ¿Quién es el Alegre Marqués?
—El actual Marqués de Meridale es, por supuesto, el hermano mayor de Beulah— contestó Lady Deane—, no tiene una reputación envidiable, que digamos. Fue soldado durante la guerra. En estos dos últimos años se esperaba que volviera a mejorar el estado de su propiedad. Las granjas se están viniendo abajo. Sus arrendatarios se quejan. La tierra necesita atención. Pero al parecer Su Señoria prefiere divertirse en Londres, como m*****o del grupo de amigos de la Casa Carlton.
—¡Me parece un hombre odioso!— exclamó Arabella—, y supongo que ni siquiera llegaré a conocerlo.
—No, por supuesto. Nunca viene por aquí. Procura descansar en el Castillo, quiero que recobres tus colores y la lozanía de tu cabello. De cualquier modo, trata de cumplir tu papel de niña, como se espera de ti, hasta que yo logre hacer los arreglos necesarios. ¡Oh, queridita, te echaré tanto de menos!
Lady Deane extendió los brazos y atrajo hacia su pecho a su hija.
—Eres todo lo que me queda de tu padre— murmuró en voz muy baja—. No será fácil separarme de ti, Arabella. Pero sé que estoy cumpliendo con mi deber. Es sólo que la casa me parecerá vacía… desierta… sin ti.
—Te quiero mucho, mamá— respondió Arabella—, y sé muy bien que estás en lo correcto al alejarme de aquí.
Ya no podía decir más, porque las palabras se le ahogaban en la garganta. En eso llamaron a la puerta.
—El amo está bajando ahora, milady— anunció Jones, la doncella.
—Entonces, debo irme— dijo Lady Deane. Arabella dejó de abrazarla y se puso de pie.
—Mañana se pondrá furioso, mamá— aseguró Arabella con preocupación—. ¡No le gustará que su presa se le haya escapado con tanta facilidad!
—En la verdad … yo puedo manejarlo— contestó Lady Deane llena de confianza—, él me quiere bien a su modo. El carruaje te aguardará, a las ocho y media junto a la puerta de la cocina, Arabella. Jones te ayudará a hacer las maletas. Si no te veo para despedirme, recuerda que pensaré y rezaré por ti, en todo momento.
—No te preocupes por mí, mamá— replicó la joven en tono valiente y seguro.
Sin resistir más contemplar el rostro angustiado de su hija, Lady Deane salió de la habitación, mientras las piedras preciosas de su tiara reflejaban las luces de las velas.
La habitación pareció oscurecerse cuando ella se alejó. Arabella permaneció inmóvil, junto a la ventana, observando cómo se alejaban a la fiesta los carruajes.
Jones, la vieja doncella de su madre, que estaba a su servicio antes de su casamiento con Sir Lawrence, llegó a buscarla poco después. Arabella la siguió con docilidad a su cuarto.
—Tenemos que seleccionar la ropa que llevará. Su madre me ordenó guardar en las maletas sólo los vestidos que usted usaba hace años y no poner nada que descubra su verdadera edad. Ha perdido tanto peso, que sin duda le cabrán sin dificultad. Es una verdadera suerte que yo los haya guardado.
—¡Oh, cielos! Pensé que jamás volvería a ver esas muselinas de niñita— suspiró Arabella.
—Pero, esas son las instrucciones de su madre— insistió Jones.
—Muy bien, entonces guarda lo que quieras, Jones. Espero no pasar mucho tiempo en el Castillo. De cualquier modo, allá no habrá nadie que me vea. Y creo que será una gran aventura.
Se fue a la cama pensando en qué sorpresas| le depararía el Castillo y despertó antes que Lucy, otra doncella, acudiera a su cuarto con una taza de chocolate caliente como todas las mañanas.
Arabclla lo bebió con rapidez y con la misma prisa se vistió la ropa que Jones le había preparado. No pudo menos que sonreír ante su aspecto al contemplarse en el espejo.
El vestido suelto que caía de un alto peto, casi desde los hombros, la hacía parecer una niña de cerca de doce años si no más pequeña aún. Las suaves zapatillas sin tacones, sobre las medias blancas, al igual que el sombrero de ala ancha, con cintas azul pálido y grandes margaritas artificiales, le brindaban una perfecta apariencia infantil.
Dividió por el centro su cabello y dejó que cayera a ambos lados de su rostro. Antes de su enfermedad era como oro pulido con intensos reflejos, en contraste con su blanca piel de magnolia. Durante su enfermedad se había opacado y ahora las pesadas trenzas sólo parecían acentuar lo puntiagudo de su barbilla y las líneas de cansancio que había bajo sus grandes ojos.
«Bueno, de una cosa estoy segura», se dijo para sí. «¡Con este aspecto, ni el propio Sir Lawrence se fijaría en mí!».
Era como mujer que ella le temía tanto… como niña lo había odiado por su brutalidad.
Ya lista, se despidió de Jones y de Lucy y salió por la puerta de la cocina. El carruaje la esperaba afuera; Arabella subió sin vacilación, temerosa de que de improviso su padrastro saliera rugiendo de la casa, para impedir su huida.
Recorrieron con toda calma el sendero posterior de la casa, y luego tomaron el polvoso camino que conducía a Meridale, distante dieciséis kilómetros de ahí.
Cruzaron una pequeña población y al terminar ésta, Arabella vio por primera vez el Castillo. Divisó sus torres almenadas por encima de la copa de los árboles. Al dirigirse por el camino central, una amplia avenida de robles, pudo contemplarlo por completo.
Entonces, lanzó una ahogada exclamación. La descripción de su padrastro no coincidía con la construcción magnífica, espléndida, de piedra gris, que se elevaba sobre una colina, y protegida por un espeso bosque de árboles oscuros.
Originalmente había sido una fortaleza normanda, reconoció Arabella, y parecía que todas las generaciones siguientes le habían hecho adiciones lo que aumentaba su magnificencia.
Mientras se acercaba al edificio vio que bajo él había un lago. Sus aguas tranquilas reflejaban el azul del cielo y en su espejeante superficie se deslizaban varios cisnes blancos.
Cruzaron un puente sobre un riachuelo que alimentaba al lago. Entonces el carruaje se detuvo en un amplio patio cubierto de grava, frente a una puerta imponente, adornada con grandes clavos y a la cual conducía una escalinata de piedra.
Arabella bajó del carruaje y permaneció contemplando el Castillo, que parecía elevarse hacia el cielo.
Frente a tanto lujo, le resultó algo incongruente ver que la puerta era abierta por un mayordomo anciano, casi decrépito, vestido con visible descuido, en lugar de un resplandeciente sirviente como requería aquel imponente Castillo.
—Buenos días, señorita— saludó el anciano con una voz de fuerte acento campesino—, el doctor nos avisó que usted vendría, pero no nos dijo que sería tan temprano.
—Siento mucho que mi llegada cause alguna inconveniencia.
—A mí no— contestó el mayordomo—, es a la señorita Harrison, que no acostumbra madrugar. Pero, si nos permite, George la conducirá hasta arriba. Me disculpará que no la acompañe, niña, pero mis piernas ya no me responden mucho.
—No, por supuesto… no se preocupe por mí— le aseguró Arabella.
George era un lacayo tan descuidado de su aspecto como el mayordomo. Iba en mangas de camisa, con un chaleco de botones con el escudo de armas realzado, a rayas y muy sucio.
George estaba sin afeitar y Arabella pensó lo iracundo que se hubiera puesto Sir Lawrence al ver presentarse de ese modo a uno de sus sirvientes.
—Lleva a la jovencita arriba, a la sección de niños, George— ordenó el mayordomo.
Arabella siguió al lacayo. Empezaba a advertir que la ausencia del amo del Castillo aumentaba el deterioro del lugar. No eran sólo las granjas las que necesitaban su presencia.
Todas las sillas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo y las ventanas parecían no haber sido lavadas desde mucho tiempo atrás. Todo olía a humedad, como si nadie se molestara en airear el lugar y al subir la escalera el espectáculo parecía empeorar.
La sección de niños estaba en el segundo piso. Debieron atravesar por corredores y descansos amueblados con gran lujo, pero tan sucios o más descuidados, que la planta baja.
Arabella recordó la casa de su madre que siempre olía a cera y a lavanda, las ventanas estaban abiertas y limpias, y el sol entraba a raudales por ellas. Aquí el aire se sentía viejo y pesado. Arabella sentía su espíritu en el suelo, antes de llegar al segundo piso.
George llamó a una puerta. No hubo respuesta y volvió a llamar.
—Dudo que se haya levantado ya— dijo.
—Son más de las nueve y media— comentó Arabella, que había visto la hora en un reloj ubicado en uno de los pasillos.
George no se molestó en contestar, sino que abrió la puerta y con la escasa luz de una cortina entreabierta, Arabella vio que se encontraba en una amplia habitación, cómoda y bien amueblada.
Un fuego crepitante ardía en la chimenea, alguien habría subido antes que ellos… tal vez la misma doncella que había entreabierto la cortina.
Pero la habitación estaba vacía y George miró hacia una puerta que había a un lado.
—Será mejor que espere aquí— dijo—, debe estar dormida.
—Por favor, no despierte a la señorita Harrison— dijo Arabella a toda prisa.
—No iba a hacerlo— respondió George en forma lacónica y se marchó, abandonando a Arabella en el centro de la habitación.
Era un extraño recibimiento, reconoció Arabella, a lo mejor sería por la temprana hora.
Entonces un sonido curioso la hizo estremecer.
Lo percibió sin saber qué era, pero al repetirse comprendió que venía de una gran mesa redonda, en medio de la habitación, que estaba cubierta por una carpeta con flecos, que caían hasta el suelo.
El sonido volvió a repetirse y Arabella, llena de curiosidad, se adelantó, levantó la orilla de la carpeta y se asomó.
Bajo la mesa, sentada en el suelo, se encontraba una niña. Vestía un camisón blanco y sostenía dos gatitos en los brazos. Otros dos estaban en el piso junto a ella, bebiendo de un plato de leche.
—¡Chitón!— murmuró la niña con una graciosa vocecita sibilante—. Beulah… no la despiertes.
—Pensé que tú eras Beulah. Yo soy Arabella y he venido a jugar contigo— le anunció la joven.
Dos ojos pequeños, como bolitas de cristal azules, la contemplaron.
La niña tenía un aspecto extraño. Su cabeza era demasiado grande en proporción a su cuerpo; su rostro redondo, inexpresivo, era como una luna llena. No era, en la verdad, fea o repulsiva, pero su cabello muy corto, levantado con las puntas hacia arriba, le daba un aspecto extraño.
—Ara… bella — repitió Beulah, titubeante.
—Así es— sonrió Arabella—. ¿Por qué no sales para que podamos hablar?
—Beulah… no la… despiertes— contestó la niña. Repetía las palabras con lentitud y con voz aguda, que semejaba un lorito.
—¿Te refieres a tu institutriz— preguntó Arabella—, no, por supuesto que no la despertaremos? ¿Esos gatitos son tuyos?
Beulah asintió con la cabeza y apretó los animalitos en sus brazos. Uno de ellos maulló y arañó el camisón de la niña.
—Son muy bonitos— dijo Arabella con gentileza—, pero yo no los tocaré porque son tuyos.
Los ojos redondos de Beulah la escudriñaron. Entonces, en un impulso, le ofreció uno de los gatitos. Arabella no lo tomó, pero sí lo acarició.
—Quédate con él— le dijo—, es tuyo.
Beulah pareció contenta de escucharla y en voz muy baja dijo:
—Beulah… sabe secreto…Beulah… no dice secreto… Beulah… prometió.
—Me parece muy bien. Si tienes un secreto, desde luego que debes guardarlo.
Se escuchó el sonido de una puerta que se abría.
—¿Qué sucede aquí? ¿Quién está hablando?— preguntó una voz irritada.
Arabella se incorporó con rapidez.
Del dormitorio contiguo apareció una mujer joven, vistiendo una negligée adornada de encaje. Su cabello oscuro caía en bucles sobre sus hombros y Arabella advirtió que era bonita, aunque algo vulgar.
—¡Oh, eres tú!— exclamó la mujer—, la niña de la que me habló el doctor. En verdad no te esperaba tan temprano.
—Siento mucho haber llegado a una hora inconveniente— se disculpó Arabella.
—Supongo que así te enviaron de tu casa, así que no te culparé—contestó la institutriz—, ahora, déjame ver, te llamas Arabella, ¿no es así? El doctor Simpson me lo dijo.
—Sí, así es— sonrió Arabella.
—Yo soy Olive Harrison— dijo la institutriz—, desde luego, la señorita Harrison para ti.
—Sí, desde luego— repitió Arabella con actitud respetuosa.
La institutriz se dirigió a la ventana y empezó a descorrer las cortinas.
—No permito que descorran las cortinas temprano, ni que hagan ruido y me despierten— explicó—, supongo que deseas desayunar.
—No, gracias, no tengo hambre— contestó ArabeHa.
—Pues debías tenerla— dijo la señorita Harrison—. ¡Nunca había visto una criatura tan delgada como tú! Pero muy pronto engordarás.
Si hay algo bueno en este Castillo es la comida. Nunca permanecería en un lugar donde se sirviera mala comida.
La señorita Harrison terminó de descorrer las cortinas de las cuatro ventanas y entonces tiró de una campanilla.
—Las doncellas esperan que las llame. Alguien acudirá a vestir a Beulah y sabrán que ya estoy lista para el desayuno.
Bostezó sin hacer ningún ademán para cubrirse la boca.
Ahora que la luz del día iluminaba la habitación, Arabella pudo notar lo voluptuosa que era la institutriz. La negligée ceñía sus amplios senos. Tenía la piel muy blanca, los labios rojos y seductores; y sus grandes ojos azules enmarcados por pestañas oscuras.
—¡Oh, cielos qué infamia, ¡cómo me duele la cabeza!— exclamó la señorita Harrison.
Cruzó la habitación, abrió un anaquel y sacó una botella. Sirvió una buena cantidad de su contenido y lo bebió de un trago. Antes que el olor del alcohol impregnara la habitación, Arabella había adivinado de qué se trataba.
¡Brandy como desayuno! ¡Esta era, sin duda, una extraña institutriz!
—¡Así está mejor!— exclamó la señorita Harrison satisfecha—, y ahora, queridita, ven a sentarte junto al fuego y háblame de ti.
Su tono era más alegre que el que usara antes. Se sentó en un amplio sillón y extendió la mano hacia Arabella, indicándole el sillón de enfrente. Pero la mirada de Arabella se dirigía a la mano regordeta y blanca en la que brillaba algo. La joven se quedó inmóvil por un momento, sin atinar a decir nada, lo que brillaba en el dedo meñique de la señorita Harrison era sin lugar a dudas, un anillo que había pertenecido a su madre.