CAPÍTULO I
Se escucharon pasos en el vestíbulo y una pequeña figura cruzó veloz la bibloteca, sus menudos pies ni siquiera sonaban sobre la espesa alfombra, para luego ocultarse tras las pesadas cortinas de terciopelo que colgaban junto a la ventana.
Un segundo después, al abrirse la puerta, Arabella comprendió que entraba su padrastro.
Lo oyó arrojar su látigo en el escritorio; entonces, sintiéndose enferma de angustia, recordó que había olvidado un libro sobre el sillón. Sin duda él lo descubriría al igual que la pequeña escalera de madera, abandonada junto al anaquel del que había bajado el libro.
Contuvo el aliento, sintiendo que en cualquier momento sospecharía su presencia ahí y comenzaría a buscarla. En ese momento, con una profunda sensación de alivio, oyó entrar a su madre.
—¡Oh, ahí estás, Lawrence!— exclamó Lady Deane, con su suave y musical voz—. ¿Tuviste una buena cabalgata?
—¡Arabella estuvo aquí!— anunció Sir Lawrence en tono ronco y dramático, retumbando por toda la habitación—. ¿No me habías dicho que aún estaba delicada como para bajar?
—En verdad, no está nada bien— se apresuró a decir Lady Deane—. Y no creo que haya podido bajar.
—¿Ves ese libro?— preguntó Sir Lawrence—, le he advertido mil veces que no debe leer mis libros. Muchos de ellos son inadecuados para una jovencita. Además, a las jóvenes no se les debe permitir saber demasiado. Hablaré con Arabella…
—Por favor, Lawrence, te suplico que no te enfades. Y si tu intención es pegarle, como otras veces, te ruego no lo hagas. No se ha recuperado aún de su salud. Además, creo que está demasiado grande para recibir ese tipo de castigos.
—¡Pero no lo está para desobedecerme! Y si lo hace… debe aceptar las consecuencias… no hablemos más de este asunto. Me enviarás a Arabella mañana en la mañana, a primera hora. Ahora no tendremos tiempo porque saldremos a las cinco, a la casa del representante del condado, quien nos ha invitado a cenar.
Después de cierta pausa, como si Lady Deane luchara consigo misma para no discutir más, dijo en voz baja y temblorosa:
—¿Crees, Lawrence que sea conveniente que hoy luzca mi tiara de brillantes, y mis otras joyas? Todo el condado asistirá a esta fiesta y temo que esa terrible banda de salteadores estará esperando a los invitados. ¿Recuerdas la última vez que nos robaron en el camino? Se quedaron con mi juego de rubíes y hasta tuve que entregarles todos los anillos. ¡Nunca en mi vida me había sentido tan humillada!
—¡Ni yo tampoco!— repuso Sir Lawrence con franqueza—, pero, ¿qué podía yo hacer? Iba desarmado y ellos eran seis. Para empeorarlo ese maldito ladrón, Caballero Jack, o como se llame, ¡tuvo la desfachatez de burlarse de mí! ¡Un día lo veré colgado de una cuerda! ¡Y te juro, Felicity, que será el día más feliz de mi vida!
—¡No, no, por favor, no hables así! Me das miedo, Lawrence…
El tono angustiado de la voz de su esposa pareció tranquilizarlo.
—Todo te aterroriza, mujer. Pero me gustan las mujeres tímidas y femeninas como tú— dijo con calma pasajera, para rugir de inmediato—. ¡Pero me enfurece la incompetencia de nuestras autoridades! Es absurdo que en pleno 1817, cuando hace dos años de finalizada la guerra con Napoleón, no logremos atrapar a estos pillos que asolan nuestros caminos. ¡Lo que necesitamos es un buen número de soldados designados a estos contornos, y así se lo manifestaré al representante del condado esta misma noche!
—Si es que llegamos a la fiesta— murmuró ella, temerosa.
—Por supuesto que llegaremos. Y quiero que esta noche luzcas espléndida, porque no sólo asistirá toda la gente importante del condado, sino muchos personajes procedentes de Londres. ¡Estoy seguro que ninguna mujer te opacará, querida mía… ni en joyas, ni en belleza! Estás muy hermosa, en verdad.
—¡Oh, Lawrence, me adulas demasiado!— protestó Lady Deane.
—No temas por tu seguridad, ni de la de tus joyas. Iremos en caravana.
—¿En caravana? ¿Qué quieres decir?
—El Coronel Travers saldrá primero y recorrerá la corta distancia que hay hasta Las Torres, donde Lord y Lady Jeffreys lo aguardarán en su carruaje; tanto el cochero como el lacayo irán armados, y, además, los acampañarán dos guardias montados. Los vehículos vendrán para reunirse con nosotros aquí. Ya he arreglado que dos lacayos irán en nuestro carruaje y dos palafreneros nuestros nos escoltarán a caballo. En esa forma llevaremos siete hombres armados y seis guardias a caballo. ¿Qué te parece mi plan?
—Muy inteligente— dijo Lady Deane con entusiasmo—. ¡Sólo tú puedes organizar una cosa así! Mi querido Lawrence, qué afortunada soy al tener un esposo tan inteligente como tú.
—Hacemos buena combinación tú y yo… belleza y cabeza—observó Sir Laurence satisfecho—, pero, date prisa, querida, y no olvides decir a Arabella que quiero hablar con ella en la mañana.
Lady Deane se detuvo.
—Hay algo que tengo que informarte, Lawrence— murmuró—. Espero que no te disguste: He decidido enviar a Arabella a otra parte.
—¿Qué? ¿Sin consultarme?
—Por supuesto que lo iba a hablar contigo. Cuando el doctor Simpson estuvo aquí hoy… es el nuevo doctor que sustituye a nuestro viejo doctor Jarvis, que se ha retirado… bueno, este doctor Simpson, que es mucho más joven, se alarmó de ver a Arabella tan delgada y débil en su convalecencia. La escarlatina puede debilitar mucho…
—Pero no lo suficiente para impedir que baje a robar mis libros…—murmuró Sir Lawrence.
—El doctor Simpson me hizo una sugerencia— continuó Lady Deane, sin dar importancia a la interrupción—, me dijo que estaba ansioso de encontrar una compañera para Beulah Belmont. Me explicó que Arabella podría visitaf el Castillo durante algunos días. El cambio de ambiente le favorecería y hasta ayudaría a la pobrecita de Beulah.
—¡La pobrecita de Beulah!— exclamó Sir Lawrence en tono despreciativo ¡Esa criatura es una completa retrasada mental! ¿De qué le serviría la presencia de Arabella?
—El doctor Simpson piensa que la criatura necesita compañía. Después de todo, no se comunica más que con su institutriz y los viejos sirvientes.
—Mientras el alegre Marqués se divierte en Londres, ¿verdad? Bueno, yo no lo culpo a él. ¿Quién desearía vivir con una hermana idiota, en un Castillo en ruinas, que debió demolerse hace siglos?
—Oh, Lawrence, ¿Como puedes decir tal cosa? Lo que sucede es que el lugar está descuidado desde la muerte de Lady Meridale.
—Bueno, de cualquier modo, es una tontería que Arabella vaya a vivir al Castillo. Será una pérdida de tiempo para todos… así se lo diré mañana mismo a ese doctorcito sabihondo.
—Debo darme prisa ya— dijo Lady Deane en tono conciliador—, dejaremos esto para mañana. Quiero arreglarme con todo cuidado… de ese modo evitaré que te acaparen esas bellas mujeres de Londres.
El halago hizo sonreír al sombrío Sir Lawrence. Sin embargo, cuando su esposa salió, cruzó la habitación para tomar el libro de la silla donde Arabella lo había dejado.
Lo contempló unos momentos, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Lo cerró con brusquedad, para dejarlo a un lado y salió de la habitación.
Pasaron varios minutos, antes que Arabella se atreviera siquiera a moverse. Temió que su padrastro hubiera cerrado la puerta, quedándose adentro, para comprobar si ella se escondía allí. Pero escuchó sus pasos cruzando el vestíbulo de mármol y sólo cuando se perdieron en la lejanía se propuso aparecer de su escondite.
Era una muchacha de huesos pequeños, con facciones delicadas, muy armoniosa. Su extremada delgadez, debida a la enfermedad que la postrara en cama por más de cinco semanas, hacía que sus ojos violetas se vieran enormes en su pequeño rostro puntiagudo. Cuando se movió silenciosa por la biblioteca parecía una niña patética, necesitada de una alimentación adecuada para lograr su recuperación total. Salió de puntillas y se dirigió con sigilo y rapidez a su habitación.
Media hora más tarde, una doncella le avisó que su madre quería verla.
Lady Deane se encontraba sentada frente al tocador y su doncella le estaba colocando una tiara de brillantes, sobre su elegante peinado.
—¡Mamá, que preciosa se te ve!— exclamó Arabella con espontaneidad, al entrar en la habitación—, me encanta cuando te pones tu tiara. Cuando era niña me parecías la reina de las hadas y siempre esperaba ver las alitas surgiendo de tus hombros.
—¿Cómo estás queridita?— le preguntó Lady Deane—. ¿Te sientes mejor ya?— sin esperar respuesta, se volvió a su doncella—, ya estoy casi lista. ¿Quieres hacerme el favor de salir y avisarme cuando Sir Lawrence baje la escalera? Necesito hablar con la señorita Arabella.
—Muy bien milady— contestó la doncella y se retiró, cerrando la puerta tras ella.
Lady Deane se volvió ahora hacia su hija.
—Escucha, queridita— dijo—, no tenemos mucho tiempo y hay tanto que debo decirte. Quiero que te vayas de aquí mañana muy temprano.
—¿Voy al Castillo?— preguntó Arabella con rapidez.
Lady Deane miró con fijeza a su hija.
—Estabas en la biblioteca…— dijo—, lo sospeché. Bueno, no hay tiempo para discutir eso, ahora. Tendrás que huir antes que él pueda castigarte. No estás en condiciones de recibir ni un golpe. Además, que ya no puedo soportar verte sufrir, como lo he hecho en el pasado.
Arabella se puso rígida.
—No es que me importe que me pegue— repuso en voz baja—, es cuando se… pone amable que resulta insoportable. ¡Oh, mamá! ¿Por qué te casaste con él?
—Él es bueno conmigo, Arabella. Y no olvides que papá nos dejó sin un centavo.
—¡Todo ese dinero que perdió jugando!— exclamó Arabella con amargura.
—Pero lo divertía tanto— suspiró Lady Deane—, le mostraba muy arrepentido cuando perdía. ¡Y cuando ganaba, qué generoso era y como nos divertíamos! ¿Lo recuerdas, hija?
—Sí, mamá, por supuesto. Se volvía el hombre más alegre del mundo.
Por un momento Lady Deane cerró los ojos. Pero volvió a abrirlos y dijo con inquietud:
—Es inútil, Arabella. No podemos regresar al pasado. Te aseguro que estoy contenta con Sir Lawrence. Es sólo con respecto a ti que no puedo controlarlo.
—Lo siento, mamá— murmuró Arabella.
—No, no es tu culpa, queridita. Serás muy hermosa, Arabella, y las mujeres hermosas siempre resultan una influencia inquietante, en lo que a los hombres se refiere.
—¡Detesto a los hombres!— exclamó Arabella—. ¡Los odio a todos! Detesto la forma en que me miran… la expresión posesiva de sus ojos … las manos que extienden intentando tocarme. ¡Oh, mamá! No quiero crecer… quiero seguir siendo una niña.
—Eso es lo que quiero precisamente que finjas ser.
—¿Qué quieres decir?— preguntó Arabella con curiosidad.
—El doctor Simpson tiene apenas una semana de verte, desde que se hizo cargo de los pacientes del doctor Jarvis— contestó Lady Deane—, has estado en la cama y en ella aparecías muy pequeña. El piensa que eres todavía una niña, Arabella.
—¿Por eso es que sugirió que yo visitara el Castillo?
Lady Deane asintió con la cabeza.
—Creo que piensa que tienes doce o trece años. Así lo dijo y yo no lo desmentí.
—¿Por qué no le dijiste la verdad… que cumpliré dieciocho años en un mes más?
—Porque entonces no habría sugerido nada. No es lo que más deseo para ti, Arabella, pero tienes que irte de aquí ahora mismo.
Arabella empezó a juguetear con un cepillo plateado que había en el tocador de su madre.
—Pensé que no lo habías notado, mamá— dijo en voz baja.
—Por supuesto que lo he notado. Te vi ponerte más y más bonita, Arabella. Tu padrastro siempre estuvo celoso de ti y buscaba excusas para castigarte con severa crueldad. Pero cuando creciste…
—No hablemos de eso, mamá— suplicó Arabella con voz angustiada—. Las dos comprendemos y, como dices, debo irme de aquí.
—Hace mucho tiempo que lo estoy pensando y cuando el doctor Simpson propuso que acompañaras a la pobrecita Beulah, comprendí que eso me daría tiempo para pensar. Tal vez puedas visitar a tu madrina en Yorkshire, o a tu tía paterna que vive en Dorset. Lo que me ha sucedido es que he perdido contacto con ambas. Pero desde ahora les escribiré para averiguar su situación y si existe alguna posibilidad de que pases un largo período con una de ellas. Por el momento te irás al Castillo.