Cuando desperté, vestía ropas nuevas, estaba cien por ciento curada y no tenía rasgos de haber sido torturada ni herida. Y estaba en una exquisita cama de plumas.
―Por fin... ―comentó divertido.
―¿Qué hora es? ―consulté.
―Las ocho y media... del jueves.
―¿Jueves?
―Sí, dormiste dos días, mi pequeña, estabas cansada.
Y hambrienta, agregué en mi mente.
―Lo sé, mira lo que tengo para ti.
Me extendió un plato de cazuela de pollo. Se veía delicioso. Comí con ansias, como si nunca hubiese comido en la vida. Así me sentía. Hacía tanto que no comía comida de verdad. El caldo estaba caliente. Abrigó no solo mi cuerpo, también mi alma. Solo cuando terminé de comer, me percaté que él me miraba atento. Me avergoncé.
―No debes sentir vergüenza de mí. Te he visto en todos tus momentos. En todos. Nada hay que me pueda sorprender.
Me avergoncé más todavía. Él sonrió, pero no dijo nada más. Y no era necesario.
Yo creí que todo había terminado, estaba muy equivocada. Recién comenzaba.
Lo primero que tuve que hacer fue anular mi bautismo cristiano, el que me habían hecho en la iglesia de Quetalco. No sirvió de nada que protestara que no me importaba ese bautismo que, más encima, ni siquiera había sido consentido, porque yo estaba recién nacida y que no me importaba ese dios.
―Yo lo sé, Chilpilla ―me dijo mi Diablo con toda paciencia―, pero a mi papá le gustan las cosas así, sacramentadas y rígidas, todo con mucho rito y muy ceremonioso, así que debemos cumplir sus normas, de otro modo, podría reclamarte para él algún día.
―¡Yo no me quiero ir con él!
Él se echó a reír, burlesco.
―Eso dicen todos.
―Yo no soy todos ―declaré con orgullo―. Yo soy yo.
Volvió a reír con ganas. Parecía muy divertido.
―Eso mismo dice él.
Lo miré sin comprender.
―Su nombre es eso: "Yo soy el que soy" y se jacta de eso ―explicó con fingida solemnidad.
―Bueno, yo tampoco soy él ―repliqué infantil. Lo que no quería era someterme a esa nueva tortura.
―Ahora eres más fuerte. ―Se acercó y acarició mi mejilla―. Te juro que si él no lo exigiera, no te haría pasar por esto, pero debes anular ese sacramento, de otro modo, todo lo que hagamos y todo lo que has sufrido hasta ahora, será en vano.
Lo miré, no a sus ojos, por supuesto, los tenía tapados, pero de todos modos, me gustaba imaginar que podía mirarlo sin dolor. Él se levantó el ala del sombrero y me permitió mirarlo. Y me perdí en lo que quería decirle.
―Ibas a aceptar el ritual ―aclaró mis pensamientos.
―Sí ―respondí como por inercia.
Su sonrisa era perfecta, sobre todo cuando lo hacía de esa manera.
Volvió a cubrir sus ojos de mi vista y recobré la razón.
―¡No quiero!
Ladeó su cara y pude ver su expresión de reproche.
―Está bien. Pero es que... hace frío ―gimoteé.
No dijo nada. Solo continuó con su mirada fija en mí.
―¿Qué tengo que hacer? ―pregunté resignada.
Levantó las comisuras de los labios en una sonrisa, pero se puso serio de inmediato.
―Vamos, es afuera.
Desde aquella noche y por cuarenta días, justo antes del amanecer, me tendría que bañar bajo la cascada. Lo miré, no sabía si debía quitarme la ropa. Él inclinó la cabeza hacia un lado. Era lógico. Dejé caer mi vestido, él no dejó de observarme. Yo sentí mi cuerpo temblar, tanto por el frío como por su atención.
Tomé aire y me puse bajo el traiguen. El frío caló mis huesos. Debía permanecer allí por diez minutos. Al poco rato mi cuerpo se acostumbró al frío del agua, pero al salir de allí, el viento del bosque me volvió a congelar. Intenté caminar, pero me tropecé. No puedo explicar el dolor que sentí en los dedos de mis pies al chocar contra una piedra. Creí que me los había quebrado y encima iba cayendo para estrellarme entre las rocas. Pero antes de caer, mi Diablo me rescató. Me sujetó y me sacó de allí en sus brazos.
―Si no me permite hacerte la bruja más poderosa que existe y existirá en la tierra... ―murmuró enfurecido, aunque casi lo dijo para sí mismo.
―¿Todos los brujos tienen que hacer esto? Es muy duro.
―No, pequeña, solo tú.
―¿Por qué yo? No creí que me odiaras ―musité abrazándome más fuerte a él a causa del frío.
No contestó de inmediato. Me llevó hasta la cama de plumas que estaba en medio de la cueva, me cubrió con una manta y se arrodilló sobre mí.
―No te odio. ¿No lo comprendes?
Negué con la cabeza.
―Él no quiere que seas mía. Y la única forma es desarmando todos sus rituales. Tú...
No siguió hablando. Dejó caer su sombrero. Me miró de una forma que me dejó sin respiración. El dolor lacerante de su mirada era nada comparado a todo lo que sentí al ver sus ojos ardiendo. Por mí.
―Tendrás la vida eterna. Poder. Serás la bruja más poderosa que haya existido alguna vez. Pero el costo a pagar será caro. ¿Estás dispuesta?
―¿Será mucho peor que lo que ya viví?
―No ―contestó con firmeza y se apartó de mí. Se apoyó en una pared de la cueva. No sé en qué momento lo hizo, pero tenía el sombrero cubriendo su cara otra vez.
―¿Entonces?
―Será un camino largo.
―¿Qué tan largo?
―Y dificultoso ―siguió sin responder a mi pregunta.
―¿Qué tanto?
―Bastante.
Hice un gesto, no quería volver a pasar lo de aquellas trece noches, estaba más fuerte, ya no me asustaban muchas cosas, pero tampoco era como para buscarlas, ¿no?
―Nada va a ser peor que esas noches, mi pequeña. Esa fue la prueba de fuego. Ahora podrás enfrentarte a lo que sea. Ya ves, ni siquiera el agua fue tan potente.
―Me tuviste que cargar hasta aquí.
―Las rocas estaban resbalosas. No te avisé que podías caer... Estaba pensando en otra cosa ―se disculpó.
―¿Crees que puedo hacerlo?
―Estoy seguro.
―Entonces lo haré ―afirmé con decisión.
―Bien dicho, mi pequeña.
Sonreí y por alguna razón, que no comprendí, él dejó de hacerlo.
―¡Es una lástima que todavía le pertenezcas a él!
―¿Qué?
―Nada, mi pequeña, no me hagas caso, ahora duerme.
Las siguientes treinta y nueve noches ocurrió lo mismo que esa primera. Me bañaba bajo la cascada y al terminar, él me cargaba hasta mi cama. Cada día costaba menos y notaba cómo mi ser se fortalecía. Internamente, me sentía más fuerte.
―Lo lograste, mi pequeña ―me felicitó con un beso el día que terminé―. Yo sabía que lo harías.
―¿Y ahora? ―pregunté turbada.
―Ahora duerme, quedan otras cosas que debes cumplir.
―¿Por qué todo es de noche?
―Porque soy el Señor de las Tinieblas, el reino al que me expulsó mi padre.
―¿Y qué más tendré que hacer?
―No te preocupes ahora, ya lo sabrás a su tiempo.
―Gracias.
Él hizo un gesto de asentimiento. Sabía lo que había en mi mente, no necesitaba decir nada más. El hecho que hubiese estado allí, conmigo todo el tiempo, me dio las fuerzas necesarias para cumplir mi cometido, de otro modo, no hubiese sido capaz.
Al despertar aquella noche, me esperaba, como siempre, una rica comida. Al menos así parecía. Pero al probarla, ¡no tenía sal!
―Agghh, no puedo comer esto. ―Hice un mohín de desagrado y él echó a reír.
―Has pasado todo lo malo que le pueda pasarle a un humano y ¿dices que no puedes comer sin sal?
―¡Pero es asqueroso!
―Lo siento, mi pequeña, es parte del proceso ―insistió divertido.
Miré mi comida, no tenía ganas de comerla así, pero ya sabía que no podía hacer nada, además, era cierto que había pasado cosas peores, para quejarme por el sabor de los alimentos.
――Eres extremadamente sensible.
―¿Para qué se supone que hago todo esto? ―me atreví a preguntar al terminar de comer, aunque había pensado muchas veces en esa pregunta, nunca me la había contestado.
Él tomó aire y extendió su mano para agarrar las mías.
―Si por mí fuera, te hubiese ahorrado todo este estúpido proceso, pero no soy yo el de los rituales.
―¿Entonces? Porque tú ya no le obedeces a tu padre ―ironicé, pero a él no pareció afectarle.
―Es cierto, pero hay reglas que debo cumplir, lamentablemente, él sigue teniendo control sobre mí, aunque yo no quiera y desee que me deje en paz.
―Pero si sus curas dicen que dios es amor y da libre albedrío.
Si antes había reído con ganas, en ese momento lo hizo más, pero un aire de amargura se dibujó en su boca.
―¿Amor? ¡Amor! Quien diga eso, no lo conoce o está bajo su embrujo.
―¿Entonces? No entiendo a sus dioses ni a sus demonios. Se supone que tú eres el malo y él es el bueno, pero parece al revés.
―Yo no soy bueno. Yo saco provecho y consigo lo que quiero sin importarme nada. Quería libertad y la obtuve, a un precio muy alto, un precio que sigo pagando.
Yo lo miré, no entendía eso.
―Cuando fui creado, rendíamos pleitesía todo el día y toda la noche a nuestro creador. Pero él no estaba conforme, quería más. Y creó a los humanos. Yo ya no quería seguir siendo parte de sus seguidores. Me hastiaba su inagotable delirio de grandeza. Cuando creó a los humanos con algo que nosotros no teníamos que era el "libre albedrío", mi rabia fue mayúscula. Pero luego me di cuenta de que no era así. Ellos no tenían elección. Obedecían. O morían. Su derecho a elección venía con trampa. Y por más que él negó ese hecho, yo se lo demostré.
―Esa historia de Adán y...
―Eva.
―Ah, sí, la de la manzana. ―La verdad, no supe qué decir en ese instante, apenas sí conocía la historia, los hombres que habían venido de otras tierras nos habían contado muchas historias, como que se había anegado la tierra por mucha lluvia, siete plagas en Egipto que había terminado por matar a los hijos de los reyes de ese lugar, el hijo de Dios que había venido a la tierra a morir por todos nosotros, pero de todas esas historias, solo conocía los titulares. Ninguna en profundidad. Aunque esa me había llamado la atención por lo de la manzana, recuerdo que no quise comer manzanas todo un año para que dios no me matara.
―Mi pequeña, no era una manzana como las que tú conoces, era algo más especial. Ya no está en esta tierra, era solo para probarlos a ellos.
―Podría haberlos probado con otra cosa.
―Simplemente podría haber visto su mente y corazón, no necesitaba más, pero como te digo, a él le gustan los rituales sofocantes.
―Y todo eso, ¿qué tiene que ver conmigo y con lo que tengo que hacer?
―Todo, mi pequeña, todo. Tú fuiste bautizada como católica y no solo eso, también hiciste la Primera comunión y la Confirmación. Eso quiere decir que debo quitarte todos esos sacramentos antes de que me pertenezcas y lo dejes.
―¿Y si no cumplo todo eso?
―A esta altura, quedarás en medio. Ni de él ni mía, lo que significa que tendrás que purgar tus pecados y tendrás que vivir un tiempo en el limbo, vagando y pagando el atrevimiento de haber querido renegar de él. Pero luego te llevaría consigo.
―Pero ¡yo ya reniego de él! ―protesté―. Ni siquiera sé si creo en él. Me crie en un lugar donde no creían en tu dios hasta que llegaron los españoles a despojarnos de la tierra, tengo una confusión en mi cabeza entre que si Caicalvilú o Tentenvilú[1] crearon esta tierra, o si Ngenechén[2] o tu padre es el creador supremo, o si tú y Wekufü[3] son el mismo demonio o son distintos, o alguno no existe. ―Lo miré y sonreí―. Bueno, tú sí existes.
―Mi pequeña, tienes demasiadas cosas en la cabeza. Debes saber que todos somos el mismo, con distinto nombre. Wekufü soy yo mismo, me llaman demonio, porque mi padre lo quiso así. Me expulsó de sus tierras, por decirlo de algún modo, y me maldijo. Se dicen muchas cosas de mí, que soy el origen del mal, que soy un ser horrible que lo único que quiero es ver sufrir al ser humano por puro placer, que a quien me sirve lo torturo hasta morir...
[1] Caicalvilú o Tentenvilú: Dioses chilotes.
[2] Ngenechén: Dios creador.
[3] Wekufü: Demonio malvado.