El rey Elysios mantenía un semblante serio mientras observaba los cadáveres en descomposición de sus guardias del camino, en una sala del castillo que carecía de la suntuosidad habitual. Los guardias y consejeros que lo acompañaban se tapaban las narices, incapaces de soportar el olor. La docena de hadas yacían en camillas de madera, alineadas en aquel espacioso lugar. Sus ropas habían sido retiradas, dejando a la vista la cruel causa de su muerte: una puñalada directa al corazón. El rostro del rey mostraba una mandíbula tensa, reflejando la profunda ira que sentía. En sus siglos de existencia, nadie se había atrevido a matar a sus guardias, a menos que él lo ordenara. —No se sabe quién ha hecho esto, mi señor —informa uno de los guardias del camino acercándose respetuosamente al lado del