—Tengo veinte años —respondió Melcorka.
—Oh, deja que la niña mire —dijo riendo la abuela Rowan—. No le hará daño ver el cuerpo de un hombre.
—No es lo que ve —dijo Bearnas—, es lo que podría escuchar.
La risa de la abuela Rowan siguió a Melcorka hasta la otra habitación—. Recordarás bien esa vista —le dijo.
Melcorka se paró tan cerca de la puerta como pudo mientras hablaban los adultos. Escuchó murmullos, seguidos de un silencio repentino cuando su madre alzó la voz—. Melcorka, aléjate de la puerta y empaca tus cosas. Nos iremos de Dachaigh.
Sólo eso bastó. Un minuto Melcorka estaba en el hogar que había conocido toda su vida y al siguiente su madre había decidido que se iban a ir.
—¿A dónde iremos? —Preguntó Melcorka—. ¿Por qué nos vamos?
—No preguntes, no discutas, sólo haz lo que te digo —Bearnas abrió la puerta y tocó el hombro de Melcorka—. Siempre has querido viajar y ver qué hay más allá de los confines de esta pequeña isla. Bueno, querida, hoy haremos justo eso —su sonrisa carecía de humor y sus ojos color avellana parecían mirar al alma de Melcorka—. Es tu destino, Melcorka, es tu derecho de nacimiento.
—¿De qué estás hablando? —Bearnas no dijo nada más y el día transcurrió en un frenesí para empacar todo.
—Bearnas —la abuela Rowan señaló a la ventana—. Tu amigo regresó.
Melcorka escuchó el llamado grave de un águila pescadora antes de que ésta aterrizara en el árbol de manzanas que estaba afuera de la casa. El ave no estaba quieta, tenía la mirada fija en la ventana de nuestra cabaña.
—Abre la ventana Melcorka —aunque Bearnas habló bajo su voz mostraba absoluta autoridad.
El águila voló al interior, y aterrizó sobre la cama, miró alrededor y saltó al brazo extendido de Bearnas.
—Bienvenido de vuelta Ojos-Brillantes —Bearnas acarició la garganta del ave.
Melcorka sacudió la cabeza—. No es «Bienvenido de vuelta», madre. Nunca hemos visto antes a esa águila.
—El águila pescadora es mi tótem animal —Bearnas parecía estar reflexionando, sus palabras eran silenciosas—. Tu tótem es el ostrero, se atenta si lo ves. Te guiará en tu camino.
—Madre… —Melcorka comenzó a hablar pero Bearnas salió de la habitación con el águila pescadora en su mano.
La abuela Rowan la vio partir—. Llegará el día en que agradezcas el vuelo de un águila, Melcorka —sus ojos estaban opacos—. Ese día no será hoy.
Baetan recibió ropas de una persona y se quedó parado en una esquina de la casa en su leine de lino, la camisa ubicua que todos, sean hombres o mujeres, usaban en la isla. El leine de Baetan luchaba por rodear su pecho mientras que sus pantalones sueltos de tartán apenas le cubrían las rodillas.
—Necesitamos un bote —dijo Baetan.
—Por supuesto —Bearnas asintió.
—No tenemos un bote —dijo Melcorka, pero la abuela Rowan la interrumpió al poner la mano sobre su hombro.
—Hay mucho que no sabes aún —dijo la abuela Rowan en voz baja—, será mejor que guardes tu lengua y dejes que el mundo revele sus maravillas ante ti.
—¿A dónde vamos? —Melcorka preguntó de nuevo—. ¿Iremos al continente de Alba?
—Mejor aún, iremos a ver al rey —le dijo Bearnas—, y eso es todo lo que sé.
—¿Al Rey? ¿Te refieres al Lord de las islas?
—¡No! —La voz de Bearnas se escuchó tan estruendosa que pudo destrozar granito—. No veremos al Lord de las islas. ¡Iremos ver al Rey Noble!
—Necesitamos un bote —insistió Baetan.
—Tenemos un bote —Bearnas ignoró la negación constante de Melcorka—. Sígueme.
Un grupo de aves marinas graznó al ver salir a Bearnas de la cabaña donde Melcorka había vivido toda su vida y caminó en línea recta, al Este, hacia el páramo creciente, hacia el sol de la mañana. Melcorka la siguió, titubeante—. Madre…
No preguntes, Melcorka —Bearnas vio a su derecha, hacia donde volaba en círculos el águila pescadora.
El viento occidental soplaba ligero sobre el páramo húmedo, les daba una mano amiga al empujarlas en su camino—. Madre… vamos hacia la Cueva Prohibida.
—Gracias Melcorka —Bearnas no intentó ocultar su sarcasmo. Ojos-Brillantes aterrizó y se balanceó en su hombro como si ese fuera su nido.
Una ligera cuesta en el páramo se transformó en un sumidero que se hacía más profundo con cada paso que daban mientras descendían por el camino estrecho rodeado de paredes de piedra. La cueva estaba frente a ellos; de tres metros de alto, era negra y fría. A Melcorka siempre le advirtieron que no se acercara a este lugar pero ahora su madre entró sin siquiera mirar a su alrededor.
—Madre… —después de años de querer entrar a explorar la Cueva Prohibida, Melcorka ahora titubeó en la entrada. Respiró profundo y avanzó.
A su alrededor sólo había oscuridad, la rodeaba como una capa, nítida, fría y con olor a sal. Escuchó el caminar lleno de confianza de su madre y el pisoteo fuerte de Baetan. Los pudo identificar por el sonido de sus pasos, aunque no sabía cómo ni por qué.
—Hemos llegado —aún con tanta oscuridad, Bearnas parecía saber exactamente dónde estaba. Se detuvo frente a un nicho en la pared y levantó dos antorchas de junco, tomó dos piezas de pedernal y generó chispas para encenderlas. Una luz amarilla los iluminó—. Sostén esto —le entregó una antorcha a Baetan—, no falta mucho.
Melcorka escuchó el agua antes de que pudiera verla, luego la luz de la antorcha reflejó a su izquierda y se dio cuenta que estaban caminando por una saliente rocosa con agua fluyendo a borbotones debajo de ellos. El sonido del oleaje se incrementó hasta que hizo eco dentro de la cueva—. ¿Dónde estamos?
—Esta cueva abarca del costado de la colina hasta una salida marina en los acantilados del este —explicó Bearnas—. Ahora quédate quieta y no estorbes —al agacharse, Bearnas empujó lo que Melcorka creyó era el muro de la cueva—. No es magia, Melcorka, ¡no te sorprendas tanto! Sólo es una cortina de cuero.
Dachaigh solía recibir visitas ocasionales de botes, normalmente eran botes pescadores que se salieron de su ruta debido a las fuertes tormentas del Océano Occidental, pero el bote que Bearnas reveló detrás de la cortina era diferente a los botes que Melcorka solía ver. Tanto la popa como la proa se elevaban a hasta un punto muy alto mientras que el casco era angosto y estaba hecho de tablones, en un diseño sobrepuesto de trincado. Tenía agujeros para seis remos en cada lado y en medio del barco había espacio para equipar un mástil. En la proa sobresalía la cabeza de un águila pescadora con expresión de grito y mirando hacia enfrente.
—¿Qué te parece Melcorka? —Bearnas dio unos pasos atrás.
—Es enorme —Melcorka no escondió su sorpresa—. ¿Pero de dónde salió?
—Lo guardamos aquí antes de que tú nacieras —dijo Bearnas—. No quería que lo supieras hasta que estuvieras lista.
—¿Lista para qué, madre?
—Hasta que llegara el momento de que partieras de la isla; y tuvieras que conocer al Rey; quería que lo supieras cuando llegara el momento de que supieras quién eres en realidad —Bearnas azotó la mano en el casco del bote—. ¿Te gusta?
—Sí me gusta —dijo Melcorka—. Pero yo sí sé quién soy. Soy Melcorka, tu hija. ¿Realmente vamos a ir a conocer al Rey?
—Es una belleza, ¿no es así? —Bearnas deslizó la mano sobre las marcas lisas del casco—. Lo llamamos «Separaolas» porque eso es exactamente lo que hace —cuando vio a su hija su mirada era serena y tranquila—. Sí, iremos a ver al Rey.
—¿Por qué? —preguntó Melcorka.
—Baetan me dio información que debemos entregarle —Bearnas dijo en voz baja—. Después de eso… —se encogió de hombros—, veremos lo que sucederá.
—¿Qué fue lo que te dijo Baetan? —preguntó Melcorka.
—Eso sólo yo debo saberlo —dijo Bearnas—. Si el Rey quiere que lo sepas, entonces él te lo dirá. O si nuestra situación cambia, entonces también lo sabrás.
—Quizás debamos ver al Lord de las islas —sugirió el viejo Oengus, quien apareció detrás de ellos.
—Sabes bien que no nos acercaremos a ese hombre —dijo Bearnas súbitamente—, y no quiero escuchar su nombre de nuevo —Melcorka presenció a su madre con una voz sombría que jamás había escuchado.
Melcorka se percató de múltiples luces que se reflejaban en el agua, una advertencia de que ya no estaban solos en la oscuridad. Cuando volteó hacia atrás vio que la mayoría de la población de la isla los había acompañado al interior de la Cueva Prohibida. Las antorchas resaltaron los pómulos y ojos hundidos, las frentes desgastadas por el clima y mentones determinados de los hombres y mujeres que conoció durante toda su vida. Algunos cargaban consigo variedades de paquetes y barriles, los cuales colocaron sobre el arrecife rocoso junto al bote.
—Madre, ¿no deberíamos ver a Donald de las Islas antes de ver al Rey?
—Harás lo que se te dice —Bearnas le enfatizó sus palabras a Melcorka con una nalgada punzante.
Oengus sacudió la cabeza y palmó el hombro de Melcorka —. Será mejor que mantengas la lengua guardada detrás de los dientes, pequeña.
—¿Pero por qué?
—Lo que ves frente a ti es historia —Oengus le dijo en voz baja— una historia muy antigua.
—Pero madre… —comenzó a decir Melcorka.
—¡Suficiente! —Cuando Bearnas levantó su mano Melcorka cerró la boca.
—Preparémonos para zarpar —dijo Oengus. A los pocos minutos todos se acercaron al barco—. Vamos Melcorka, ¡Tú también!
En una de las paredes de la cueva estaban atados unos troncos para deslizar el barco, pero incluso con ellos el Separaolas era más pesado de lo que Melcorka esperaba. Les tomó una hora maniobrar el barco hasta el agua, pero una vez dentro fue que mostró su verdadera forma; largo, bajo y elegante. Melcorka sintió en su interior esas ganas de zarpar en el bote hacia… no sabía exactamente a dónde. Sólo sabía que dentro de ella algo la estaba llamando.
A pesar de su barba gris y esa calva que brillaba a través de su cabello delgado, Oengus saltó a bordo como un jovencito, ató un cable alrededor de la popa y la sujetó en un amarre de piedra sobre el arrecife—. Todo listo, Bearnas.
Ojos-Brillantes voló hacia el mascarón de la proa, ahora dos águilas posaban al frente del barco y Melcorka no estaba segura de cuál de los dos se veía más feroz. Bearnas subió al Separaolas y caminó con facilidad hasta la proa—. ¿Ya estamos todos? —Aunque no habló con fuera, su voz se escuchó hasta el fondo de la cueva.
—Ya estamos todos—la respuesta que recibió fue un coro al unísono, a excepción de Baetan y Melcorka.
—¿Quiénes somos? —preguntó Bearnas casi cantando.
—Somos los Cenel Bearnas —el vitoreo resonó en la cueva.
Bearnas volvió a preguntar, esta vez con una mano en la oreja—. ¿Quiénes somos?
Todos respondieron de nuevo, esta vez más fuerte—. ¡Somos los Cenel Bearnas!
—¿Quiénes somos? —Esta vez Bearnas casi gritó su pregunta y el grito combinado de los isleños hizo que Melcorka se preguntara cómo es que estas personas que había conocido toda su vida lograron hacer tanto ruido. Melcorka vio a sus amigos y vecinos, los granjeros sonrientes y al alfarero gruñón, a los cortadores de turba y a los soñadores, al cuentista y al cavador de zanjas. Los conocía a todos pero aun así no los reconocía, «¿Quiénes son estas personas?».
—¡Somos los Cenel Bearnas! —Las palabras hicieron eco una y otra vez.
—¡Bien! ¡Entonces SEAMOS los Cenel Bearnas! —Bearnas gritó y los isleños vitorearon tres veces con tanto entusiasmo que le pusieron los pelos de punta a Melcorka. Se unió al festejo, alzando su puño al aire y estampando los pies en la cubierta, aunque no sabía a qué o porqué estaba vitoreando.