—Lo siento, mamá —dijo, con los ojos llorosos—. Yo te lo agradezco, de verdad. Pero no tengo hambre.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con él? —exclamó su madre—. ¡Primero la habitación, ahora esto! Mis nervios no pueden soportarlo.
—Yo me comeré lo suyo —dijo rápidamente Chris. Y, a continuación, añadió con voz dulce: No quiero que se desperdicien todos sus esfuerzos, mamá.
Su madre y su padre miraron a Chris. Cada vez estaba más gordo pero no parecían preocupados. O eso, o no querían enfrentarse al hijo abusón que habían criado.
—Bueno —dijo su madre, suspirando—. Pero tienes que poner orden a ese cerebro tuyo, Oliver. No puedo tener esta clase de escándalo cada noche.
Oliver notó que Chris dejaba de pellizcarle. Se frotó el costado dolorido.
—Sí, mamá —dijo, con tristeza—. Lo siento, mamá.
Mientras el ruido de cubiertos y vajilla tintineaba detrás de él, Oliver se fue del salón, con el estómago gruñendo, y volvió a su hueco. Para aislarse de los olores que hacían que su hambre se pronunciara aún más, se distrajo abriendo su maleta y sacando su única posesión, un libro sobre inventores. Un amable bibliotecario se lo había dado unos años atrás tras darse cuenta de que iba una y otra vez a leerlo. Ahora tenía las esquinas de las páginas dobladas y estaba deteriorado por los millones de veces que lo había hojeado. Pero no importaba las veces que lo leyera, nunca se aburría. Los inventores y los inventos le fascinaban. De hecho, una de las razones por las que Oliver no estaba tan triste por mudarse a este barrio de Nueva Jersey era porque había leído acerca de una fábrica que había por allí cerca donde un inventor llamado Armando Illstrom construyó algunas de sus mejores creaciones. A Oliver no le importaba que Armando Illstrom estuviera incluido en la sección de Inventores chiflados del libro, o que la mayoría de sus artilugios fallaran. Oliver aún lo encontraba muy inspirador, en especial su aparato de trampa cazabobos que estaba pensado para asustar a los mapaches. Oliver estaba intentando crear su propia versión para mantener a raya a Chris.
Justo entonces, oyó el ruido del tintineo de los cubiertos procedente de la cocina. Alzó la vista y vio a su familia sentada a la mesa, preocupados por su cena, y a Chris sorbiendo la ración de Oliver.
Oliver frunció el ceño ante aquella injusticia y, discretamente, sacó las piezas de su invento de su maleta y las colocó en el suelo delante de él. La trampa cazabobos estaba a medio completar. Tenía un mecanismo parecido a un tirachinas, que se pondría en marcha al pisar con el pie una palanca y catapultaría bellotas en la cara del intruso. Evidentemente, la versión de Armando era para un mapache, así que Oliver había tenido que aumentarla para que se adecuase a las dimensiones mucho más grandes de su hermano, y había tenido que sustituir las bellotas por la única cosa que tenía a mano, que era una figurita de plástico de un soldado. Había conseguido construir la mayor parte del mecanismo, además de la palanca. Pero cada vez que lo presionaba, no funcionaba. El soldado no salía lanzado. Se quedaba allí quieto, con la pistola preparada.
Con su familia distraída, Oliver se puso a trabajar en él. Expuso todas las piezas y colocó la trampa. Pero no podía entender por qué no funcionaba. Quizá, pensó, esta era la razón por la que a Armando Illstrom le consideraban un chiflado. Ninguno de sus inventos funcionaba muy bien. Si es que funcionaba.
Justo entonces, Oliver oyó que su familia empezaba a discutir. Cerró los ojos apretando con fuerza para aislarse, dejando que su mente lo llevara al lugar especial de sus sueños. Una vez más, estaba en una fábrica. Esta vez el aparato de trampa cazabobos estaba justo delante de él. Funcionaba a la perfección, catapultando bellotas a la izquierda, a la derecha y al centro. Pero Oliver no veía en qué se diferenciaba de su propia versión.
—Magia —dijo una voz tras él.
Oliver dio un salto. ¡Nunca había habido gente en la tierra de sus sueños!
Pero cuando miró detrás suyo, allí no había nadie. Dio vueltas sobre sí mismo, en busca del dueño de la voz, pero no pudo ver a nadie en absoluto.
Abrió los ojos y volvió al mundo real, al oscuro rincón de la sucia habitación que era su nuevo hogar. ¿Por qué narices su imaginación había evocado la magia como solución? La magia no era lo que más le gustaba. De haberlo sido, hubiera traído un libro de trucos, no un libro de inventores. A él le gustaban los inventos, las cosas sólidas, los artículos prácticos con un propósito. A él le gustaba la ciencia y la física, no las cosas intangibles y místicas.
Justo entonces, el olor de la cena llegó hasta él. Desde donde estaba en el suelo, Oliver no pudo evitar mirar hacia la mesa. Allí estaba Chris, con la mirada clavada en Oliver. Se metió una patata grande en la boca e hizo una amplia sonrisa mientras le caía la grasa hasta la barbilla.
Oliver le lanzó una mirada asesina y tuvo la sensación de que la ira lo invadía. ¡Esa patata era suya! Se apoderó de él una fuerte necesidad de ir hacia allí, barrer la mesa con el brazo y tirar al suelo todo lo que había en ella, con un fuerte estruendo. Ahora podía visualizarlo. ¡Sería una dulce victoria!
De repente, la sensación de ira de Oliver fue sustituida por algo diferente, algo nuevo que nunca antes había sentido. Con un zumbido, lo invadió una extraña calma, una rara sensación de seguridad. Y de golpe, un fuerte crujido procedente de la mesa retumbó. Una de sus patas se había partido justo por la mitad. La mesa se tambaleó, de repente, hacia un lado. Todos los platos empezaron a resbalar por ella, hasta llegar al final y hacerse añicos uno a uno en el suelo. El ruido fue espantoso.
Su padre y su madre chillaban, ambos asustados por el repentino giro de los acontecimientos. Cuando los guisantes y las patatas salieron volando por todas partes, se levantaron de sus sillas de un salto.
Estupefacto, Oliver también se puso de pie de un salto. ¿Había hecho él que esto sucediera? ¿Solo con su mente? ¡No podía ser!
Mientras su madre iba a toda prisa a la cocina, en busca de trapos para limpiar aquel desastre, su padre se arrodillaba para examinar la mesa.
—¡Qué baratija! —dijo bruscamente—. ¡La pata se ha partido por la mitad!
Desde la mesa, Chris tenía la mirada fija en Oliver. Hubiera partido la pata de la mesa con la mente o no, estaba claro que Chris culpaba a Oliver de ello.
Con la mirada clavada en Oliver, Chris se levantó poco a poco de la silla. De su regazo cayeron patatas y guisantes rodando hasta el suelo. Cada vez tenía la cara más roja. Apretó los puños con fuerza. Después, salió disparado como un cohete, pero con torpeza, hacia Oliver.
Oliver resopló y se dirigió rápidamente a la trampa cazabobos. Sus dedos se movían con rapidez para prepararlo.
—«¡Por favor, funciona! ¡Por favor, funciona!» —pensaba una y otra vez.
Todo parecía suceder como a cámara lenta. Chris se plantó amenazador ante Oliver. Oliver pisó con fuerza la palanca. Oliver seguía con su d***o de que la máquina funcionara, imaginando que el soldado volaba por los aires igual que había imaginado que los platos se estrellaban contra el suelo. Y entonces, como era de esperar, el mecanismo empezó a zumbar. El soldado salió disparado por los aires, dibujó un arco e impactó contra Chris con su rifle de plástico afilado, ¡justo en medio de los ojos!
El tiempo aceleró hasta lo normal. Oliver resopló, anonadado, casi sin poder creer que hubiera funcionado.
Chris estaba allí, perplejo. El soldado cayó al suelo. En medio de la frente de Chris había una pequeña marca roja, una heridita de la pistola de plástico duro.
—¡Enano tarado! —chilló Chris, frotándose la cabeza incrédulo—. ¡Me vengaré de esto!
Pero por primera vez en su vida, dudó. Parecía demasiado escarmentado como para acercarse a Oliver, para golpearle en la oreja o frotar los nudillos contra su cabeza. En su lugar, se echó hacia atrás como si tuviera miedo. A continuación, salió hecho una furia de la habitación y subió las escaleras. El ruido del portazo resonó en toda la casa.
Oliver se quedó con a boca abierta. ¡No podía creer que hubiera funcionado de verdad! No solo había hecho que su invento funcionara en el último segundo, ¡sino que literalmente había hecho caer la comida de Chris al suelo con su mente!
Se miró las manos. ¿Tenía algún tipo de poder? ¿Realmente existía algo como la magia? No podía empezar a creer de repente en ella por una pequeña experiencia. Pero en el fondo sabía que de algún modo era diferente, que tenía algún tipo de poder.
Con la mente dándole vueltas, volvió a su libro y leyó, por millonésima vez, el pasaje sobre Armando Illstrom. Gracias a su invento, Oliver había asustado a Chris por primera vez en su vida. Deseaba conocer a Armando Illstrom más que nunca. Yen realidad la fábrica no estaba tan lejos de su nueva escuela. Tal vez debería visitarlo mañana después de la escuela.
Pero seguramente él ahora sería un hombre muy mayor. Posiblemente tan mayor que ya habría pasado a mejor vida. Pensar eso entristecía a Oliver. Odiaría que su héroe hubiera muerto antes de que hubiera tenido ocasión de conocerlo, ¡y de agradecerle que inventara la trampa cazabobos!
Leyó de nuevo el pasaje sobre la serie de inventos fallidos de Armando. El pasaje enunciaba –en un tono bastante irónico, observó Oliver- que Armando Illstrom había estado a punto de inventar una máquina del tiempo cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Su fábrica fue a menos. Pero cuando terminó la guerra, Armando nunca intentó terminar su invento. Desde el principio, todos lo habían ridiculizado por intentarlo, llamándolo el Edison Menor. Oliver se preguntaba por qué Armando había parado. Seguro que no era porque unos inventores bravucones se habían reído de él.
Se le despertó el interés. Decidió que, al día siguiente, encontraría la fábrica. Y si Armando Illstrom todavía estaba vivo, le preguntaría, a la cara, qué había pasado con su máquina del tiempo.
Sus padres aparecieron por la esquina de la cocina, ambos cubiertos de comida.
—Nos vamos a la cama —dijo su madre.
—¿Y qué pasa con mis sábanas y mis cosas? —preguntó Oliver, mirando al hueco vacío.
Su padre suspiró.
—Supongo que quieres que vaya a buscarlas al coche, ¿verdad?
—Estaría bien —respondió Oliver—. Me gustaría dormir bien antes de ir mañana a la escuela.
La sensación de terror que sentía por el día de mañana empezaba a crecer, siendo un reflejo de la tormenta que se estaba formando. Ya podía decir que iba a pasar el peor día de su vida. Por lo menos, quería estar descansado para prepararse. Había tenido tantos horribles primeros días en escuelas nuevas, que estaba seguro de que mañana iba a ser otro para añadir a la lista.
Su padre salió de la casa caminando fatigosamente y de mala gana, una columna de aire se coló rugiendo cuando abrió la puerta. Volvió al cabo de unos segundos con una almohada y una sábana para Oliver.
—De aquí a dos días compraremos una cama —dijo, mientras le daba la ropa de cama a Oliver. Estaba fría por haber estado todo el día en el coche.
—Gracias —respondió Oliver, agradecido por esa mínima comodidad.
Sus padres se fueron, apagaron la luz al marcharse, sumergiendo a Oliver en la oscuridad. Ahora la única luz de la habitación venía de fuera, de una farola de la calle.
El viento empezó a rugir de nuevo y los cristales de las ventanas traqueteaban. Oliver veía que el tiempo estaba alborotándose, que había algo raro en el aire. En la radio había oído que se acercaba una tormenta nunca vista. No podía evitar emocionarse por ello. La mayoría de niños tendrían miedo de una tormenta, pero Oliver solo tenía miedo de su primer día en su nueva escuela.
Fue hacia la ventana y apoyó los codos en el alféizar, tal y como había hecho antes. El cielo estaba casi completamente oscuro. Un árbol larguirucho se movía con el viento, doblado hacia un lado de forma pronunciada. Oliver se preguntaba si podría quebrarse. Ahora podía imaginarlo, la fina corteza se partía, el árbol salía lanzado hacia el aire y se lo llevaban por el viento extremo.
Y entonces fue cuando los vio. Justo cuando estaba cambiando a su estado de ensoñación, vio a dos personas que estaban al lado del árbol. Una mujer y un hombre que se parecían extraordinariamente a él, tanto que podrían confundirse con sus padres. Tenían caras amables y le sonreían mientras se daban las manos.
Oliver se apartó de la ventana de un saltó, sorprendido. Por primera vez, se dio cuenta de que ninguno de sus padres se parecía nada a él. Los dos tenían el pelo oscuro y los ojos azules, como Chris. Oliver, por otro lado, tenía la combinación más extraña de pelo rubio y ojos marrones.
De repente, Oliver se preguntó si sus padres no eran realmente sus padres. ¿Quizá fuera por eso por lo que lo odiaban tanto? Miró por la ventana pero las dos personas ya no estaban. Solo eran productos de su imaginación. Pero parecían muy reales. Y muy familiares.
—«Una ilusión» —concluyó Oliver.
Oliver se sentó recostado en la fría pared, acurrucado en el hueco que era su nueva habitación y se tapó con las sábanas. Se llevó las rodillas al pecho, las sujetó con fuerza y una repentina sensación extraña le golpeó, un momento de comprensión, de claridad –acerca de que todo estaba a punto de cambiar.