Los demás competidores fueron ingresando al coliseo por los túneles. Hercus esperaba ver a los dos encapuchados llegar después de él. Pero, para su sorpresa, el siguiente fue su hermano Herick y el tercero fue Kenif del oeste, haciendo alarde de la ligereza de sus pies. Luego fueron llegando los demás miembros de su grupo. Pero aquellos misteriosos extraños lo hicieron casi de últimos, cuando hasta los nobles habían aparecido. En fin, varios minutos después los tres primeros fueron llamados a recibir los premios. Hercus recibió veinte Florines de oro, Herick quince de plata y Kenif diez de bronce. Además de que podían darle un obsequio a la princesa y la reina.
En mitad del coliseo apareció su majestad real y su alteza, cubiertas por escarcha blanca. Eran rodeadas por su guardia real y los leones blancos. Los caballeros se postaron en sus rodillas, mientras que los tres estaban el centro. El suelo se volvió de cristal ante la pisada de la bruja de la escarcha.
—Ustedes pueden darle un regalo a nuestra soberana y a la princesa. Pasen del último al primero —dijo el pregonero.
El hábil Kenif, maestro de las dagas, se sintió demasiado presionado. No había preparado la gran cosa, salvo que era un excelente tallador de madera. En su mochila buscó algunas de sus piezas de arte. Un búho, un león, un trono, un cetro y copo de nieve se los entregó a uno de los guardias. Las figuras eran muy elaboradas. Mientras que a la princesa le obsequió un caballo, un lobo y una lechuza. El custodio las acomodó con cuidado en el suelo. Entonces, fueron bañadas por escarcha blanca y fría que brotó de las manos de la reina. El conjunto de piezas de madera se transformó en brillante arte de cristal. Y no solo eso, segundos después, cada animal empezó a moverse, como si tuvieran vida. Kenif cayó hacia atrás de la impresión. El lugar enmudeció ante la magia de la reina.
Hercus observó, atónito, lo que había ocurrido. Era demasiado increíble lo que había pasado. Las figuras desaparecieron del sitio y pronto fue el turno de su hermano. Herick había sido aconsejado por su mayor, quien le había dado lo que debía entregar. De rodillas, mostró un fruto rojo para su majestad y una rosa amarilla para la princesa Hilianis.
—Acércate, Herick —dijo la joven señora del reino de Glories. Su voz era acentuada y fina como la de su madre.
Herick, con la cabeza gacha, se acercó a la princesa Hilianis de Glories, sintiendo la nerviosidad ante la presencia de la realeza. Con brazos extendidos, presentó el fruto rojo y la rosa amarilla, consciente de que su corazón latía con fuerza en su pecho. Solo pudo notar el espléndido vestido morado de la princesa y sus ondas doradas, como hebras de oro, mientras esperaba la reacción de la noble dama frente a su modesto obsequio. La tensión y las miradas del coliseo le daban ganas de desmayarse. La princesa parecía más accesible, pero la presencia de la reina era aterradora.
—A… aquí tiene, su alteza —dijo Herick, conteniendo su emoción.
—También tomaré la fruta —dijo la princesa—. Dile al ganador, que solo me haga reverencia a mí y que solo entre regalos a mi madre. Eso es todo. Puedes retirarte.
—Su majestad. —Inclinó su cabeza hacia la monarca—. Mi princesa, con su permiso —dijo Herick, tan nervioso que se iba a desfallecer de la conmoción. Sus piernas le pesaban. Tenía tanto miedo de la reina, pero mucho gusto por la dulce y joven señora.
Herick, tartamudeando y tambaleándose, le pasó el mensaje en un susurro a su hermano.
—Hercus de Glories. Es tu turno —dijo el pregonero con voz fuerte—. ¿Qué le presentas a nuestra monarca?
La multitud donde estaba la realeza de otros reinos, nobles y plebeyos de todo el continente de Grandlia veían o escuchaban lo que pasaba a través de los espejos mágicos. Hercus suspiró con suavidad. Sostuvo su saco, donde había puesto el regalo que había preparado desde antes. Avanzó hacia donde estaban ubicadas. Tal como le había dicho su hermano, hizo una reverencia a la princesa, inclinando su cuerpo hacia ella.
—Su alteza. —Hercus se rodó algunos centímetros, para quedar de frente a su soberana. Aclaró su garganta y su corazón revoloteó como las alas de un ave. Había tratado de controlar su emoción, pero ahora que estaba allí, todo se había vuelo más difícil. Pero gracias a las practicas con Heris, las cosas podían ser más manejables—. Mi reina. He preparado esto para usted.
Hercus sacó el regalo que había estado guardando. En el bosque de Glories, en las partes más profundas y peligrosas, había una zona llena de coloridas plantas de muchos colores. Era mágico, abundante y bello a la vista. Ante la mirada de todos los presentes y de los que no lo estaban, admiraron el ramo de flores con rosas blancas y en medio, había una morada.
La multitud de los caballeros, nobles y la realeza contempló como un plebeyo de marca negra se atrevió darle un regalo como ese a la misma reina de hielo y tirana de Glories. La princesa, era más calmada y de mejor reputación, por lo que era más accesibles para las otras personas. Pero su majestad era la bruja de la escarcha, despiadada y temida por todo Grandlia, debido a sus hazañas de guerra. En realidad, ningún rey o noble había intentado, ni tampoco nadie tenía la osadía de cortejar a la soberana capaz de domar el clima y controlar las fieras ventiscas heladas, luego de su divorcio con el rey Magnánimus. Lo que había pasado en aquel entonces era un claro mensaje. Nadie en su sano juicio pretendería a una hechicera como ella. Era la más temida por los hombres en su propia nación y en algunas más. Aunque, también era venerada e idolatrada por su poderío y hazañas en distintas provincias y por tribus enteras. La monarca de Glories era odiada y aborrecido por muchos, pero amada y venerada por otros. El pregonero no supo qué hacer. Mas, solo esperaba lo que haría su gran señora.
Los que tenían buena memoria lo reconocieron y recordaron que había sido el mismo al que la reina había salvado en el pueblo de Honor, cuando demostró su inocencia de que no había sido un ladrón. Por beneficio de él, su majestad había desterrado a una casa entera de nobles.
—Acércate, Hercus —dijo la reina Hileane con su voz tétrica, fría y cortante.
Hercus le entregó el ramo de flores a su soberana. Tal como aquella vez, de ella emanaba una sensación fría. Era un viento gélido que la calaba hasta los huesos. En verdad era más alta que él, se notaba la diferencia de estatura. Incluso sin los tacones, su majestad seguiría siendo grande.
—Gracias. Usted me salvó, mi gran señora —dijo Hercus, antes de soltar el obsequio, mientras miraba al piso de cristal. Ni siquiera podía verla a la cara, y, aunque lo hiciera, el rostro de su majestad estaba tapado por el velo.
—¡Princesa Hileane! ¡¿Quieres casarte conmigo?! ¡Sé feliz! —gritó Hercus de manera informal—. ¡No…! ¡No estés triste!
Hercus se trasladó a la escena de cuando era un niño. Aquel grito que había hecho en ese entonces se había avivado en su memoria. Su inocencia en esa época lo había hecho hacerle tal propuesta a la princesa Hileane que, ahora, era la magnánima reina de Glories. No había comprendido por qué había se había detenido la caravana, ni por qué ese guardia se había enfadado tanto, al punto de querer decapitarlo en público, a la vista de todos. ¿Qué había hecho mal? ¿Por qué querer hacerla feliz era una ofensa que tan grave? No lo entendió, ni siquiera en la muerte de sus padres, cuando le habían dedicado esas últimas palabras. “Agradece a la reina”. “Protege a su majestad”. Había desconocido el significado de sus palabras por muchos años más, hasta que se hizo adulto. La reina Hileane lo había protegido, dese mucho antes, aun cuando no comprendida el mundo en el que vivía. Más tarde comprendió la realidad; un plebeyo no podía desposar a la realeza, ni siquiera en sus sueños y de solo hacerlo, era una falta de respeto con ellas. Cuando ganara los juegos de la gloria, le dedicaría su deseo, en nombre de su padre y de su madre fallecida.
—Te recuerdo, Hercus. Felicitaciones… Por ganar la carrera —dijo su alteza real con su acento refinado y elegante—. Llenas de orgullo a tu reina y a tu nación.
—Me seguiré esforzando por usted, mi reina. —Hercus apretó los parpados al estar hablando de esta manera con su monarca. Era como un sueño que se había hecho realidad—. Mi regalo está en el interior.
—Hazlo —dijo su majestad con tono imperativo y seco.
Hercus divisó como la reina, la princesa, sus guardias y los leones desaparecieron del lugar, mientras había quedado polvo blanco escarchado esparcido sobre el aire. En su pecho y en su palmar, jamás había sentido tal regocijo de poder dialogar con su monarca. La persona que más admiraba en el mundo entero era a su monarca.