Hercus regresó a la zona de espera. Heos se le abalanzó encima y le acarició la cabeza a su mascota. Aprovechaba para estar con él, con Sier y con Galand en el poco tiempo que tenía libre en la noche. Fue recibido entre más aplausos por sus compañeros y por los campesinos del pueblo de Honor que estaban allí. Se había formado como en el arte de la batalla para servir a su reina, pero no esperaba obtener tanto honores y distinciones de sus victorias, organizados por su majestad. Tenía la oportunidad de mostrar su talento en el arte de la guerra. Cerró los parpados, mientras era acariciado por el viento gélido. Avanzaría y ganaría en cada lucha, para pedir un deseo a la soberana. Era algo que debía hacer en memoria de sus padres fallecidos. Donde sea que estuvieran, ellos lo verían y se emocionarían de júbilo por haber podido transmitir sus palabras a su monarca, quien los había ayudado cuando era una princesa recién llegada a Glories. Puso su mano en el lado de su corazón, por encima de la armadura de cuero. Todos los sueños que había tenido desde que era un niño y un adolescente se estaban haciendo realidad, gracias a la misma reina y por los juegos de la gloria. Así continuaron los combates.
Herick estaba de pie sobre la plataforma de cristal, con lanza en mano, para avanzar en su camino por la princesa Hilianis. Ella era la muchacha más hermosa que jamás había visto, era preciosa. Al empezar su pelea, hizo muestra de su dominio de la pica y logró someter a su adversario. No era tan sobresaliente como su hermano mayor, pero había puesto todo su empeño en los entrenamientos para volverse un destacado guerrero. Era fuerte, en menor medida, pero era hábil con las manos y rápido con los pies. El único que lo superaba era Hercus, y por suerte, no tenía que enfrentarlo para poder obtener el favor de su princesa. Podía estar tranquilo y no perdería ante nadie. Ganaría el derecho al baile con la joven alteza y de pasar siete días en el castillo real.
Las brujas de agua y viento también estaban participando en el camino de la reina. Estaban interesadas en ganar el deseo de su majestad y de pelear contra Hercus. Earendil Water no había participado en lanza, debido a que Hercus no había participado y así había obtenido la victoria su hermano, Herick, que era un excelente guerrero. Cada plebeyo ganó su encuentro. Al avanzar las rondas, en la tarde, Hercus ganó su segundo combate y a la hechicera de agua le tocó enfrentar al gigante Axes, maestro del hacha. Luego de varias luchas, llegó la tarde, y los participantes se dirigieron al banquete. En esa noche, la reina no hizo acto de presencia.
Hercus estaba en su cuarto. La lechuza de Heris le había traído un mensaje. “Mañana iré a verte”. A lo que él le respondió: Te estaré esperando. Se acostó emocionado con la nota en su pecho. Después de mucho, por fin podría volver a la persona que tanto lo había ayudado y enseñado. Había dos mujeres importantes en su vida: su reina, a la que deseaba servir y proteger como un guardián, y Heris, que se había convertido en su esposa de forma inesperada, aun cuando pensaba que no estaba interesado en él. A cada una de ellas le debía su vida, ya que lo habían salvado en diferentes circunstancias. Su majestad Hileane cuando era un niño del guardia y de adulto del noble que lo había querido inculpar por un robo, y Heris, en la peligrosa selva de Glories, cuando había sido atacado por la serpiente y los monos, cuando había quedado inscosciente por la picadura de la avispa y había tratado sus heridas. Suspiró con anhelo al aguardar por su hermosa consorte.
Al día siguiente, miraba a todos lados buscando a Heris. Vio a una encapuchada que se acercaba en medio del gentío y sonrió al verla al rostro. Era su bella esposa, de cabello castaño y ojos turquesas. Traía una mochila en las manos. Se paró al frente de ella. Tenía tantas ganas de abrazarla y besarla, pero estaban a la vista pública y suponía que a Heris no le gustaría. Llevaba puesto una túnica café que ocultaba su vestido y su cara, dándole un aspecto misterioso, pero que resaltaba mucho a la vista.
—Bienvenida. Es un gusto volver a verte, Heris —dijo Hercus. Sus ojos azules admiraban a la hermosa mujer que se mantenía resguardada bajo el gorro marrón.
—Yo estoy aquí —dijo Heris de forma pausada y refinada—. El placer es mío.
Hercus frunció el ceño al oír esa frase. A la única que se la había escuchado era a su majestad, ¿no? Y ahora a ella. Además, había olvidado que la personalidad de Heris era fría y seca, parecida a la de la misma reina. De hecho, aunque no fuera el más inteligente y listo de todos, por alguna corazonada había llegado a tener un loco pensamiento. Pero no tenía forma alguna de probarlo o insinuarlo, por lo que solo omitía esos pequeños detalles.
—Me alegro de que vinieras —dijo Hercus, con emoción, mientras sonreía de manera tensa por la llegada de su amada esposa.
—Aunque siempre te estuve viendo —dijo Heris con su gélida voz—. ¿Debes pelear enseguida?
—No —respondió él. En esta oportunidad sería el último en combatir en la mañana—. Aún falta mucho.
—Eso es bueno. ¿Dónde está tu cuarto? —preguntó ella.
—Cerca de aquí está la posada. ¿Por qué?
—Llévame allí —dijo Heris con voz imperativa.
Hercus ladeó la cabeza. Pero desde que había conocido a Heris siempre había actuado así de rara y misteriosa. Era parte de su encanto. Asintió con la cabeza. La agarró por la muñeca y la condujo en medio del gentío hacia la posada.
—¡Hercus! —exclamó Herick—. ¿A dónde vas?
—Ya regreso —respondió él-
Hercus siguió caminando. Corrían por las calles empedradas de la ciudad real, seguidos por Heos, Sier y la lechuza de Heris, hasta llegar al lugar. Debido a que todos estaban pendientes de las arenas, el sitio estaba casi vacío. Subieron por las escaleras y entraron al cuarto. Observó como Heris se despojaba de su túnica. Tenía un bello vestido verde con una sobretúnica con corsé.
—Aquí es —anunció él.
—Quítate la armadura y la ropa y colócate en la cama —dijo Heris, de nuevo, como un mandato. Se había acercado a la mesa donde había colocado su mochila y empezó a sacar una variedad de ungüentos.
—¿Qué? —preguntó Hercus, sorprendido y asombrado por esas palabras. Su corazón casi se le sale del pecho. Las cosas comenzaron a tambalearse ante él.
—Trataré tus golpes y tus heridas —dijo ella con tranquilidad.
—Entiendo —respondió él, aliviado y a la vez desanimado.
Hercus solo quedó con sus pantalones, ya que también se quitó sus protectores inferiores y sus botas. Se sentó en el borde de la cama, mientras observaba como Heris untaba la medicina por su cuerpo. Detalló el lindo rostro de Heris y su expresión seria. A pesar de ser así de estricta, era buena y amable con él. Los dos mechones castaños le caían alrededor de la cara de manera magnífica. Respiró hondo, viéndola, embelesado. Así pasaron los minutos, hasta que ella terminó y se colocó a su lado.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella, con voz más neutra.
—Bien. Gracias a ti.
—Y entonces, ¿qué te ha parecido la reina? —preguntó Heris con serenidad.
—Ella es increíble y maravillosa. Siento que, para mí, es más accesible hablar con su majestad.
—¿De verdad? Ya te lo dije. Solo debes imaginar que yo soy ella. Así será más fácil de tratar.
—Lo hice —respondió Hercus, girando su vista hacia ella. Buscó la mano Heris y entrecruzó sus dedos—. Y dio resultado.
—Eso es bueno —dijo Heris—. Dime, ¿qué pensaste cuándo te dije que te quitaras la ropa y te subieras en la cama?
—Yo…
Hercus aclaró su garganta y sus mejillas se sonrojaron. Heris le soltó la mano, deslizó en lecho y se puso boca arriba. Recogió con ligereza los pliegues de su vestido.
—¿Imaginaste algo como esto? —preguntó Heris con total tranquilidad—. No tienes por qué negarlo. Después de todo, somos marido y mujer… Ven.
Hercus se acomodó encima de ella, colocando su rodilla derecha en la entrepierna de Heris. Su corazón estaba tan agitado, como si hubiera estado corriendo. Sus brazos temblaban. El rostro de Heris estaba tan cerca del suyo, que sus respiraciones se chocaban. De nuevo, el aliento de ella era frío y refrescante. La mirada turquesa lo veía con fijeza.
—Quiero besarte —dijo Hercus, lleno de nervios.
—Hazlo —respondió Heris de manera imperativa. Hercus intentó hacerlo, pero fue detenido por ella, que le colocó el índice en la boca—. Espera…