ENERO 2017
He creado una lista de las cosas que pensé que jamás haría:
1. Nadar con delfines. (les tengo pánico desde los nueve años.)
2. Hablar en público. (Cierta fobia heredada de mi padre.)
3. Y llorar por alguien hasta el punto de deshidratarme. (Tengo ciertos conflictos de abandono.)
Sin embargo, hay quien alguna vez dijo nunca digas nunca.
A mis cortos diecinueve años, tuve que aprender a vencer mis miedos, los dos primeros de forma consciente al menos. Tomé la decisión una vez, en un crucero, de nadar con delfines como parte de un programa de turismo en una de las tantas paradas que tuvimos. Fue desconcertante, pero alentador. Los delfines no son tan malos después de todo. Y hablar en público cuando recibí terapia gracias al abandono de mamá.
Papá siempre dijo que nada de lo que pasó fue mi culpa, pero ¿Es coincidencia que lo abandonara luego de darme a luz? Cargué con una pesada cruz en mis hombros durante toda mi infancia y adolescencia, creyendo siempre que yo era el problema de todo lo que le sucedía a las personas a mi alrededor.
Comencé a crear hábitos para evitar el abandono, como por ejemplo jamás discutir en nada porque las discusiones conllevan a tener problemas y los problemas al alejamiento, así que para no perder a nadie, no discutía. A veces imponía como regla siempre aceptar lo que los demás digan, por ejemplo si alguien mencionaba que mi cabello era demasiado largo, al día siguiente me proponía cortarlo porque quería agradarles. Si les agradas a las personas, no se alejarán de ti.
Pequeños cambios en mi comportamiento que lentamente y de forma inconsciente, manejaron mi vida. Ahora que lo pienso, creo que esto es lo que te atrajo de mí, mi vulnerabilidad y lo dócil.
Era demasiado manejable cuando me conociste. Todavía lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Era domingo, y recuerdo que llovía cuando desperté para ir al trabajo, pero lo recuerdo bien. Tú caminando por la calle con ese aire despreocupado, con tu melena rebelde siendo completamente consciente de lo que causabas en la población femenina con tus ojos grises, exhibiendo tu torso tonificado y los tatuajes que tanto presumías. Recuerdo que ese día te vi coquetear con al menos cinco chicas antes de mí, todas perfectas, con melenas perfectas y cuerpos perfectos, el rostro perfecto y todo lo demás igual, perfecto. Sin embargo tú te fijaste en mí, en la chica que te vendió las palomitas en el cine.
Olía a mantequilla debido a que llevaba horas de trabajo, tenía el rostro sudado y una camiseta manchada hasta las mangas. El cabello sin arreglar y ni una sola gota de maquilla encima. Pero te fijaste en mí.
Me dijiste mojigata porque no acepté el acostarme contigo apenas nos conocimos y te enfadaste cuando lancé el batido sobre tu cabeza arruinando por completo tu aura de superioridad. Recuerdo también que me insultaste y hablaste con mi gerente para que me despidieran. Te odié ese día, te odié tanto que lamento confesar ahora que escupí en tus palomitas esa noche.
Rogué por mi trabajo. Tal vez jamás te lo conté cuando comenzamos, pero ese día tuve que rogar para mantener mi puesto de trabajo porque no podíamos darnos el lujo en casa de no trabajar. Y te odié un poco más por eso.
No quería verte, pero soñaba contigo e incluso en el sueño, yo escupía tus palomitas. Eran sueños felices, lo siento.
Para mi mala suerte, tú decidiste regresar al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. No decías nada, pero estabas ahí, sentado en un taburete observándome hacer mi trabajo. Quizás lo notaste, pero por las dudas quisiera decirte que me incomodabas. Demasiado. Al menos no hablaste porque eso de seguro lo habría hecho peor.
Pero entonces, a las tres semanas después de tu incesante acoso hacia mi persona, decidiste hablarme y realmente no fue lo peor del mundo. Fuiste dulce, recuerdo que ese día alabaste mi peinado (creo que sí notaste que comencé a arreglarme más luego de que apareciste), dijiste que me hacía lucir bonita. Era la primera vez que alguien me llamaba bonita pues casi siempre era el patito feo, pero no para ti, dijiste que tenía una belleza única, que mis ojos eran hermosos a pesar de ser de diferentes colores. Fue la primera vez que admiraban mi heterocromía.
En fin, me pedíste una cita a lo que me negué sin dudar, pero no te diste por vencido porque regresabas, siempre regresabas.
Aún me carcajeo a escondidas cuando recuerdo los horrendos chistes que me decías para lograr hacerme sonreír. Debo admitir que aunque no me reí en el momento, lo hacía cuando regresaba a casa. Lo importante de todo esto es que intentaste, tú lo intentaste.
Y funcionó. Meses más tarde tuvimos nuestra primera cita, cómo no en el cine. Ese día vimos Un Paseo Para Recordar en la trasmisión de películas antiguas, y recuerdo que lloré en tus brazos cuando la protagonista tuvo que morir. Tú me consolaste, ese día me cubriste con tus brazos y me juraste que nada nunca me haría daño.
Te creí. Me sentí segura ahí, junto a tu pecho oyendo los latidos de tu corazón, sintiéndome un poco más cerca de ti. Creí en tu sonrisa.
Las citas se repitieron. Te abriste conmigo al contarme que tus padres se habían divorciado y que tu madre ya tenía una nueva pareja, y nuevos hijos, y que tú no cabías en su nueva y perfecta vida. Egoístamente me sentí bien, porque tenía a alguien que sabía a la perfección mi situación, porque como yo, tú también tenías solo a tu padre.
Me abrí contigo y te conté cada una de mis inseguridades. Mi cabello largo y demasiado rizado, las pecas que cubrían mis mejillas, mis ojos de diferente color, mi cuerpo desproporcionado y el hecho de que no me creía suficiente. Y tú me consolaste, me llamaste hermosa, me dijiste que sería feliz y que tendría una larga vida.
Recuerdo que en una de nuestras tantas citas, tuvimos nuestro primer beso. Estábamos en la rueda de la fortuna, en la cima, en lo más alto siendo iluminados por la luna. Me sentí afortunada porque todas mis amigas me llamaban de esa forma solo por estar contigo. Creían que eras demasiado para mí, lo sé, es solo que nunca tuvieron la valentía de decirlo en voz alta. Bueno en fin, creo que me estoy desviando un poco así que retomaré desde la rueda de la fortuna.
Estaba nerviosa, si cierro los ojos ahora puedo recordar a la perfección el temblor de mis manos y la sensación de tener tus labios sobre los míos. Eran suaves, casi perfectos y el momento era el indicado. Fuiste un caballero, me trataste con dulzura, con amor. Me abrazaste al terminar y susurraste que ya era tuya.
No comprendí al principio. ¿Tuya en qué sentido? ¿Esa era la forma de pedirme ser tu novia? Perdón por mi ignorancia pero fuiste el primero, así que tenía mis dudas al respecto y tal vez por eso me comporté de forma extraña luego del primer beso. Tú lo notaste y te enfadaste, creíste que no quería nada contigo cuando la realidad era que no sabía qué demonios estábamos haciendo.
Estábamos en preparatoria y claramente tú tenías más experiencia que yo en esto. Supe que tuviste varias novias, muchos ligues y que pudiste tener muchos más si no te hubieras involucrado conmigo porque todas querían tenerte. Todas me envidiaban.
Y tontamente estaba feliz por ser la envidia de las chicas. Por primera vez en años, en todos mis años de vida, yo, Bea Howland era el centro de interés público y no el centro de burlas.
En ese momento me sentí bien, más que eso en realidad, pero en retrospectiva no pude haber sido más estúpida.
El último par de meses solo puedo pensar en una cosa: regresar al día domingo en que te conocí, para jamás hacerlo.
Así de mucho me heriste, Jude.
Firma: Bea Howland de Peters.