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Mientras hablaban, Oliver había estado paseando la mirada del uno al otro, como si estuviera totalmente desconcertado y fuera incapaz de comprender qué sucedía a su alrededor; pero, nada más oír las últimas palabras de Bill Sikes, se puso en pie de un brinco y salió disparado de la habitación, haciendo retumbar con sus gritos de auxilio hasta los cimientos de aquella vieja casa desamueblada. —¡Sujeta al perro, Bill! —gritó Nancy, plantándose de un salto delante de la puerta y cerrándola, después de que el judío y sus dos secuaces se lanzaran en busca del chico—. Sujeta al perro o destrozará al muchacho. —¡Le estaría bien empleado! —gritó Sikes, forcejeando para que la chica le dejara pasar—. ¡Apártate, si no quieres que te estampe la cabeza contra la pared! —Me da igual, Bill; me da exa