—Temo —dijo el judío— que pueda decir algo que nos ocasione algún disgusto. —Es muy probable —replicó Sikes con una sonrisa maliciosa—. Te veo difamado, Fagin. —Y yo me temo —añadió el judío, como si no hubiese escuchado la interrupción, y mirando con mucha atención al otro cuando hablaba—, me temo que, si se nos acaba el negocio, se les podría acabar a otros muchos, y tú podrías salir mucho peor parado que yo, amigo mío. El hombre se sobresaltó y volvió la cabeza hacia el judío, airado, pero este tenía los hombros encogidos hasta las orejas, y sus ojos vagaban indiferentes sobre la pared de enfrente. Hubo una larga pausa. Todos los miembros del respetable círculo se hallaban sumidos en sus meditaciones, sin exceptuar al perro que, a juzgar por los lametones maliciosos que se daba en e