Capítulo II-2

1997 Words
El señor Bumble caminaba a grandes zancadas y el pequeño Oliver, agarrándose con firmeza a los puños de encaje dorado, trotaba a su lado y cada quinientos metros preguntaba si «ya llegaban». Bumble, irritado, daba a estas preguntas respuestas breves, ya que la laxitud pasajera que la ginebra rebajada con agua despierta en algunos pechos se había evaporado y ya volvía a ser un pertiguero de nuevo. Cuando Oliver no llevaba todavía ni un cuarto de hora entre las cuatro paredes del hospicio y a duras penas había terminado de engullir un segundo trozo de pan, el señor Bumble, que le había dejado al cuidado de una anciana, volvió para decirle que era tarde de reunión, y le comunicó que la junta ordenaba que compareciera ante ella de inmediato. Al no tener una idea clara de lo que era una junta formada por personas, Oliver se sentía un poco apabullado ante esta orden y no sabía muy bien si reír o llorar. De todos modos, no tuvo tiempo de considerarlo, ya que Bumble le dio un cogotazo con el bastón para despertarlo y otro bastonazo más en la espalda para espabilarlo y, tras decirle que le siguiera, le condujo a una gran sala encalada donde había ocho o diez caballeros gordos sentados alrededor de una mesa presidida por otro caballero especialmente gordo de cara redonda y colorada, sentado en un sillón algo más alto que el resto. —Inclínate ante la junta —dijo Bumble. Oliver se enjugó un par de lágrimas o tres que aún tenía en los ojos y, como no veía más juntas que las de la mesa, por suerte se inclinó ante ella. —¿Cómo te llamas, niño? —preguntó el caballero del sillón. Oliver estaba asustado de ver a tantos caballeros, por lo que se puso a temblar, y el pertiguero le dio otro bastonazo, por lo que se puso a llorar. Estas dos causas hicieron que contestase en voz baja y titubeante, ante lo cual un caballero vestido con un chaleco blanco le llamó imbécil, comentario que contribuyó decisivamente a levantarle la moral y a tranquilizarle. —Niño, escúchame —dijo el caballero de la butaca más alta—. Ya sabes que eres huérfano, supongo. —¿Qué es eso? —preguntó el pobre Oliver. —Está claro que el niño es imbécil, como ya me imaginaba —reafirmó muy decidido el caballero del chaleco blanco. Si existe algún m*****o de una clase que esté dotado de la capacidad de reconocer intuitivamente a otros miembros de su misma especie, el caballero del chaleco blanco estaba sin duda cualificado para pronunciarse sobre la cuestión. —¡Silencio! —exclamó el caballero que había hablado primero—. Sabes que no tienes madre ni padre y que te ha criado la parroquia, ¿verdad? —Sí, señor —contestó Oliver, llorando amargamente. —¿Por qué lloras? —preguntó el caballero del chaleco blanco. Y es que realmente aquello era algo excepcional. ¿Por qué iba a llorar el niño? —Supongo que dices tus oraciones por las noches —comentó otro caballero con voz ronca— y rezas por la gente que te alimenta y te cuida, como un buen cristiano. —Sí, señor —balbució el niño. El último caballero en hablar estaba en lo cierto, aunque sin saberlo. Hubiera sido propio de un cristiano, y de un cristiano extraordinariamente bueno, además, que Oliver hubiese rezado por las personas que le alimentaban y cuidaban de él. Sin embargo, no lo hacía, porque nadie le había enseñado. —¡Bien! Has venido aquí para que te eduquemos, y para aprender un oficio de provecho —dijo el hombre de cara colorada desde la silla presidencial. —Así que mañana a las seis comenzarás a varear estopa —añadió con hosquedad el del chaleco blanco. Por el hecho de que el solo proceso de varear estopa reuniera esas dos ventajas, Oliver hizo una reverencia al pertiguero, y después lo condujeron precipitadamente a una gran sala, donde en una cama dura y áspera, entre sollozos, se durmió. ¡Qué ejemplo más noble de las leyes protectoras de este privilegiado país! ¡Hasta dejan dormir a los pobres! ¡Pobre Oliver! Bien poco se imaginaba, mientras dormía feliz e inconsciente de todo lo que le rodeaba, que la junta había tomado aquel mismo día una decisión que influiría de un modo bien material en su suerte futura. En cualquier caso, ya estaba tomada. Y era la que sigue. Los miembros de esta junta eran hombres muy sabios, profundos y filosóficos, y cuando centraron su atención en el hospicio, se dieron cuenta en seguida de algo que la gente corriente no hubiese d*********o jamás: ¡a los pobres les gustaba el hospicio! Era un lugar habitual de entretenimiento público para las clases más pobres; una taberna donde no se pagaba; desayuno, comida y cena gratis todo el año; resumiendo, un paraíso de ladrillo y mortero donde todo era divertirse sin trabajar. «¡Ajá! —dijo la junta, con aire de gran sabiduría—. Aquí estamos nosotros para arreglarlo: acabaremos con esta situación en menos que canta un gallo.» Así que establecieron la regla de que todos los pobres pudiesen elegir (porque ellos no querían obligar a nadie, ni mucho menos) entre morirse de hambre gradualmente en el hospicio o rápidamente fuera de él. Con esta idea, contrataron con la compañía del agua una provisión ilimitada y con el tratante de cereales el suministro de cantidades reducidas y periódicas de harina de cebada, y decretaron tres comidas de gachas ligeras al día, con una cebolla dos veces por semana y medio panecillo los domingos. Ordenaron además un montón de reglamentaciones prudentes y humanitarias referidas a las mujeres, que no es necesario repetir aquí; se ofrecieron amablemente a divorciar a los casados pobres, como consecuencia de los enormes gastos que suponía presentar una demanda en los tribunales eclesiásticos; y, en lugar de obligar al hombre a mantener a su familia, como habían hecho hasta entonces, ¡le quitaban a la familia y lo dejaban soltero! No se puede saber cuántos solicitantes de asistencia en relación con estos dos últimos conceptos habrían podido surgir en todas las clases sociales si la asistencia no hubiese ido unida al hospicio; pero los miembros de la junta se las sabían todas y ya contaban con esta dificultad. La asistencia era inseparable del hospicio y de sus gachas, y esto asustaba a la gente. En los tres meses posteriores al traslado de Oliver Twist, el sistema funcionó a pleno rendimiento. Al principio resultaba un poco caro, a raíz del aumento de las facturas de los servicios funerarios y de la necesidad de ajustar las ropas de todos los pobres, ya que, al cabo de una o dos semanas de gachas, colgaban por doquier de sus formas consumidas y encogidas. Pero el hospicio perdía internos a la par que sus pobres perdían peso, y la junta estaba encantada. La sala donde daban de comer a los niños era un gran refectorio construido en piedra con una caldera en un extremo, desde donde el jefe de cocina, vestido con un delantal para la ocasión y asistido por una o dos mujeres, servía las gachas a la hora de las comidas. De este preparado cada joven recibía una escudilla, y nada más, excepto en ocasiones especiales, y aparte también le daban sesenta gramos de pan. Nunca hacía falta fregar las escudillas: los jóvenes las rebañaban con sus cucharas hasta dejarlas relucientes de nuevo y, al concluir esta operación (que nunca duraba mucho tiempo, por ser las cucharas casi tan grandes como las escudillas), se quedaban mirando fijamente la caldera con unos ojos tan ávidos que hubieran sido capaces de devorar hasta los ladrillos que la sustentaban; mientras tanto se entretenían chupándose los dedos con gran diligencia, a fin de recoger cualquier resto perdido de gachas que pudiera haberles salpicado. Los muchachos suelen tener muy buen apetito. A lo largo de tres meses, Oliver Twist y sus compañeros sufrieron los tormentos propios de una lenta muerte por inanición, y al final eran ya presa de un apetito tan desesperado y voraz que uno de los chicos, crecido para su edad y poco acostumbrado a tales privaciones, ya que su padre había regentado una pequeña fonda, insinuó siniestramente a sus compañeros que, si no le daban una ración más de gachas cada día, mucho se temía que cualquier noche acabara devorando al chico que dormía en la cama contigua a la suya, un chiquillo esmirriado de tierna edad. Lo dio a entender con una mirada tan feroz y hambrienta que los demás chicos no dudaron en creérselo. Celebraron un consejo, echaron a suertes quién había de acercarse aquella misma noche al jefe de cocina para pedir más, y le tocó a Oliver Twist. Llegó la noche y los chicos ocuparon sus lugares en la mesa. El jefe, ataviado con su uniforme de cocinero, se situó junto a la caldera; sus indigentes ayudantes se alinearon tras él; se sirvieron las gachas, y se recitó una bendición demasiado larga para tan cortas raciones. Las gachas desaparecieron; los chicos comenzaron a murmurar entre ellos y a hacerle gestos a Oliver, al tiempo que los que estaban a su lado le daban codazos. Aunque no era más que un niño, se moría de hambre y la desdicha lo volvió osado. Se levantó de la mesa y, avanzando hacia el jefe, cuchara y escudilla en mano, dijo, un tanto alarmado ante su propia temeridad: —Por favor, señor, quisiera un poco más. El cocinero era un hombre rollizo y de aspecto saludable, pero al escucharle se quedó totalmente pálido. Durante unos segundos, se quedó mirando, atónito y estupefacto, a aquel pequeño rebelde, y a continuación buscó apoyo en la caldera. Sus ayudantes estaban paralizadas de asombro; los chicos, de puro miedo. —¡¿Cómo?! —pudo finalmente exclamar con un hilo de voz. —Por favor, señor, quisiera un poco más —repitió Oliver. El jefe le propinó un buen golpe en la cabeza con el cucharón, lo agarró por los brazos y llamó a gritos al pertiguero. La junta estaba reunida en solemne cónclave cuando el señor Bumble entró corriendo en la sala, presa de gran excitación, y, dirigiéndose al caballero de la silla presidencial, explicó: —¡Señor Limbkins, discúlpeme, señor! ¡Oliver Twist ha pedido más! Hubo un sobresalto general. El horror se dibujaba en cada semblante. —¡Ha pedido más! —exclamó el señor Limbkins—. Tranquilícese, Bumble, y responda con claridad. ¿Quiere usted decir que ha pedido más aun después de haberse comido la ración que establece el reglamento? —Así es, señor —contestó Bumble. —Ese muchacho acabará sus días en la horca —afirmó el caballero del chaleco blanco—. Estoy seguro. Acabará en la horca. Nadie se opuso a la opinión del profético caballero. Tuvo lugar una acalorada deliberación tras la cual ordenaron encerrar a Oliver inmediatamente, y a la mañana siguiente se colgó un cartel a la entrada del establecimiento que ofrecía una recompensa de cinco libras a quien liberara a la parroquia de la carga de Oliver Twist. Dicho de otro modo, se ofrecían cinco libras y a Oliver Twist a cualquier hombre o mujer que requiriera un aprendiz para un oficio, negocio o profesión. —Jamás he estado tan seguro de algo —sentenció el caballero del chaleco blanco, mientras al día siguiente llamaba a la puerta y leía el cartel—, jamás he estado tan seguro de algo como de que ese muchacho acabará en la horca. Dado que en el transcurso de este relato me propongo mostrar si el caballero del chaleco blanco estaba en lo cierto o no, no quisiera mermar el interés de esta historia (suponiendo que tenga alguno) aventurándome a desvelar antes de tiempo si la vida de Oliver Twist tuvo ese trágico final o no.
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