Capítulo I
C APÍTULO IDel lugar donde nació Oliver Twist y de las circunstancias que rodearon su nacimiento
Entre otros edificios públicos de la ciudad de Mudfog, [1] destaca una de esas construcciones típicas de la mayoría de las ciudades, sean grandes o pequeñas: un hospicio; y fue en este hospicio donde nació, en una fecha que no considero necesario reproducir aquí —puesto que no tiene mayor importancia para el lector, por lo menos en este momento del relato—, el ser mortal cuyo nombre encabeza este capítulo. Bastante tiempo después de que el cirujano de la parroquia le introdujera en este mundo de dolor y sufrimiento, seguía siendo bastante dudoso que el niño viviera lo suficiente para llegar a tener nombre, en cuyo caso es más que probable que estas memorias jamás hubieran visto la luz o que, si lo hubieran hecho, al constar solo de un par de páginas, hubiesen poseído el mérito incalculable de ser la biografía más breve y precisa de la literatura de cualquier época o país. Aunque no tengo la intención de afirmar que nacer en un hospicio sea lo más afortunado y envidiable que pueda sucederle a un ser humano, sí que quiero señalar que en este caso particular fue lo mejor que le pudo suceder a Oliver Twist. Lo cierto es que no fue nada fácil inducir a Oliver a que cargara con la responsabilidad de respirar —práctica molesta, pero que la costumbre ha convertido en necesaria para llevar una vida normal—, y estuvo un buen rato jadeando sobre un pequeño colchón de borra, tratando de mantener el equilibrio mientras se mecía entre este mundo y el otro, con la balanza claramente inclinada hacia el segundo. Pues bien, si durante ese breve espacio de tiempo Oliver hubiera estado rodeado de abuelas preocupadas, tías nerviosas, nodrizas experimentadas y médicos de gran sabiduría, no cabe duda de que hubiera muerto inevitablemente en cuestión de segundos. Sin embargo, al no haber nadie más que una vieja indigente, bastante enturbiada por el consumo desmesurado de cerveza, y un cirujano de la parroquia, a quien contrataban para tales menesteres, Oliver y la Naturaleza dirimieron la cuestión en un mano a mano singular. El resultado fue que, tras un par de forcejeos, Oliver cogió aire, estornudó y se dispuso a anunciar a los internos del hospicio que acababa de imponérsele a la parroquia una nueva carga, soltando un grito muy fuerte, todo lo que razonablemente podía esperarse de un varón recién nacido que no llevaba más de tres minutos y pico dotado de un apéndice tan útil como la voz.
Apenas hubo dado Oliver esta primera muestra de que sus pulmones funcionaban correcta y libremente, el revoltijo formado por la colcha de retales que cubría el catre de hierro se agitó, el rostro pálido de una joven se levantó con dificultad de la almohada y una voz débil pronunció de forma entrecortada las siguientes palabras:
—Quiero ver al niño antes de morir.
Hasta entonces el cirujano había estado sentado de cara al fuego, frotándose las palmas de las manos y calentándoselas alternativamente; pero en cuanto oyó a la mujer, se levantó y, dirigiéndose a la cabecera de la cama, dijo en un tono más afable de lo que cabía esperar de él:
—Mujer, no hable aún de morirse.
—¡Que Dios la bendiga, la pobre! —dijo la nodriza, metiéndose precipitadamente en el bolsillo una botella verde de cristal cuyo contenido había estado saboreando con evidente satisfacción en una esquina—. ¡Que Dios la bendiga, la pobre! Cuando haya vivido tanto como yo, señor, que he tenido trece hijos y se me han muerto todos menos dos, que están conmigo aquí en el hospicio, entonces ya no dirá estas cosas. ¡Que Dios la bendiga, la pobre! Piense en lo que es ser madre, y en esa cosita tan tierna.
Pero, por lo visto, esta visión reconfortante de su futuro como madre no produjo el efecto esperado. La paciente sacudió la cabeza y extendió la mano hacia la criatura.
El médico le puso al niño en brazos; ella le estampó en la frente con fervor sus labios fríos, le pasó las manos por la cara, miró a su alrededor con ojos extraviados, se estremeció, cayó de espaldas… y murió. Le frotaron el pecho, las manos y las sienes, pero la sangre se le había helado para siempre. Le hablaron de esperanza y de consuelo, pero hacía demasiado tiempo que dichos sentimientos le eran desconocidos.
—Se acabó, señora Thingummy —dijo el médico finalmente.
—¡Ay! ¡Sí, pobrecita! —añadió la nodriza, recogiendo el tapón de la botella verde, que se le había caído encima de la almohada al agacharse para tomar al niño en brazos—. ¡Pobrecita!
—Si el niño llora, no hace falta que me llame —dijo el médico, poniéndose los guantes pausadamente—. Es muy probable que arme alboroto: si es así, dele unas gachas. —Se puso el sombrero y, deteniéndose junto a la cama de camino a la puerta, añadió—: Era guapa, la muchacha. ¿De dónde era?
—La trajeron aquí anoche —dijo la anciana—, por orden del supervisor. La encontraron tirada en la calle. Se ve que había caminado mucho, porque tenía los zapatos destrozados; pero de dónde venía o adónde iba, nadie lo sabe.
El médico se inclinó hacia el cuerpo y le levantó la mano izquierda.
—La historia de siempre —dijo, sacudiendo la cabeza—: No lleva anillo de casada, por lo que veo. Bueno, buenas noches.
El señor doctor se fue a cenar y la nodriza, tras haberse llevado una vez más a los labios la botella verde, se sentó en una silla baja junto al fuego y empezó a vestir al niño.
¡Qué ejemplo tan excelente era el pequeño Oliver Twist del poder de la vestimenta! Envuelto en la manta que hasta el momento había sido su único abrigo, podría haber pasado por hijo de un noble o de un mendigo; hasta el forastero más presuntuoso habría tenido dificultades para adivinar su posición social. Pero ahora, una vez cubierto con la vieja bata de franela, amarillenta por el uso, ya estaba marcado y etiquetado, y pasó inmediatamente a ocupar su puesto, el de niño de parroquia, huérfano de hospicio, humilde burro de carga medio muerto de hambre, cuya vida consistiría en ser abofeteado y golpeado, despreciado por todos y no compadecido por nadie.
Oliver lloró con ganas. Si hubiese sabido que era un huérfano abandonado a la tierna misericordia de coadjutores y supervisores, quizá habría llorado más fuerte todavía.