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1968 Words
El alcohol era dulce y la hacía sentirse muy bien bajo las atenciones de ese hombre, cuyo nombre no sabía, y cuando estaba bajo el efecto de la bebida solía jugar. —Te daré esto… —le mostró un rollo de billetes grandes, mostrándolos desde abajo. Era una buena cantidad, pero ella no era una prostituta para aceptar tal oferta. Podría sentirse insultada y podría mandarlo al demonio por eso, claro, eso habría hecho si hubiera estado sobria, pero no lo estaba… —Dame cinco veces ese monto y acepto —terminó con una sonrisa, mirándolo desafiante y entretenida. Tenía la certeza de que con eso no la molestaría más, pero el sujeto acentuó su sonrisa y se alejó un poco de ella, tomándole el mentón con una mano, para rozarle los labios con los suyos. —Hecho —la miró satisfecho, tomándola nuevamente desde el brazo, para llevarla con él al encargado. Sabía que no era un prostíbulo, pero él sí tenía la facultad de convertirlo en uno por una noche y con una sola chica si se le daba la gana. Se quedó helada y no reaccionó, incluso luego de verse presa de esa mano que la llevaba fácilmente hasta el novio de Mikaela. ¿En serio habían hecho un trato? No quería… —Pero Santoro, sabe que no está… —Sí, lo está. Para mí sí e hicimos un trato, ¿no es así, linda? —la atrajo hasta a él. Ella sólo miró al encargado, sin ninguna expresión en particular, porque aún estaba presa del asombro, mientras el pelinegro le mostraba el dinero al encargado del club, poniéndolo en el sostén de Katia, justo en medio de sus pechos. No había mucho que reclamar, estaba claro y más claro aún el hecho de que no podría negarse o toda la noche se iba ir al mismo infierno, incluso él si la suerte no estaba de su lado. Así que simplemente le enseñó con un gesto de su cabeza la cabina disponible. Al llegar a una de las cabinas, la chica se tensó. El sujeto la arrojó a la pared a un lado de la puerta y la acorraló, dejando un brazo a un costado de su cabeza para impedirle la huída, o tal vez para simplemente parecer más dominante, frente a una chica que parecía sumisa. Llevó su mano faltante a tomarle el mentón, mirándola conforme, acariciándole el carnoso labio inferior con su pulgar, para después dejar sus dedos descender. Jugó con apenas unos roces sobre la piel que su escote le dejaba ver, bajando luego hasta su abdomen que palpó. Sonrió al hacerlo, mirándola porque ella tiritaba y su pecho se inflaba jadeante. —Eres demasiado sensible… —llevó su mano hasta el borde de su panty de cuero color dorado. Adoraba que las bailarinas llevaran esas ropas sencillas y generosas—. Hace un rato eras muy atrevida —susurró sobre sus labios, escabullendo su mano bajo la panty, acariciando su zona íntima. Estaba asustada, agitada y por el licor sentía unas agradables cosquillas en su cuerpo, gracias a esa pequeña invasión en su intimidad, pero despertó cuando ese sujeto comenzó a deslizarle la ropa, eso no podía ocurrir. —No… No, por favor —comenzó a alejarlo desde sus hombros. —¿Estás loca? —volvió a acercarse para seguir con su tarea, esta vez más invasivo, agresivo. —¡No, no quiero! —lo volvió a alejar desde sus hombros, ya más repuesta y decidida—. ¡Déjame, no quiero! —¡Basta! —la tomó de los hombros y le golpeó la espalda contra la pared. —Soy virgen… —soltó con dolor, ese golpe hizo que se debilitara, le dieron ganas de llorar. El moreno rió tras oír aquello. —¿Y eso debería importarme? —volvió a tomarla desde los hombros para arrojarla al sofá de aquellos cómodos, para realizar cualquier pose del tipo s****l—. Date por pagada. Terminó por sacarle la panty, abriéndole las piernas y mirando lo que había entre ellas. Volvió a sonreír de aquella manera diabólica. ¿Así que así se veía una v****a virgen? —Pagué una fortuna y es mucho más que una virginidad. —¡No, basta! ¡Detente! —volvió a cerrar sus piernas, pegándole con sus pies en el pecho y abdomen—. Quédate con tu dinero, ¡no lo quiero! —sacó el rollo de billetes de su sostén, para arrojárselo en la cara. Si había algo que odiaba, era verse insultado por una mujer, y más aún si aquella mujer no merecía su respeto. Así que sin miramientos le dio una bofetada, volviendo a dejarla en su lugar con su peso encima. —Cállate, prostituta. Lloró, al verse presa de esa manera, detestando todo a su alrededor y odiando ese insulto. Lloró más fuerte, porque parecía una muñeca, su fuerza era inútil comparada a la de ese hombre y no quería que eso ocurriera; tenía mucho miedo. El pelinegro comenzó a sacarse la ropa, dejando su cinturón grande con un broche de oro potente y grueso. —Deja esas manos, ¡me molestan! —se las tomó para amarrarlas con ese cinturón. Aquellos golpes inútiles le estaban irritando la espalda y hombros. —Basta, déjame… —lloraba más débil—. No quiero, por favor… No le importó, a esas alturas, ya estaba demasiado caliente y sentir que abusaba de ella, más caliente le ponía. Comenzó a morderle el cuello y a lamerlo, deteniéndose en sus pechos para torturar sus pezones con su lengua y labios. Ella se sentía asquerosa y fácil, había sido realmente una tonta al jugar de esa manera. Se tensó y volvió a patalear, porque no sólo estaba actuando en sus pezones, sino que su mano intrusa se estaba adentrando en su interior. —¡No! —gritó. ¿Por qué nadie la escuchaba? ¿Tan importante era ese sujeto que nadie quería prestarle ayuda?—. ¡No quiero eso! —comenzó a pegarle con sus manos atadas en la cabeza, con fuerza. Dejó se sentir sus atenciones y notó que no podía sacar sus manos del cinturón ni de la cabeza de aquel sujeto horrible. Se aterró y se quedó inmóvil, miró sus manos y estaban siendo cubiertas por un pequeño hilo de sangre; la parte puntiaguda del broche, aquella que asegura el cinturón, estaba incrustada en su cráneo. —No… —su voz estaba ahogada, sentía que no podía hablar—. No… —comenzó a forcejear para sacar sus manos de su cabeza, lográndolo y con ello, que un gran chorro de sangre saltara sobre ella. Se aterró, saliendo debajo de su cuerpo con un poco de dificultad, llena de pánico y se arrodilló a un lado del sofá para examinarlo. —Oye… —lo movía, estaba aterrada. Lo había matado, y era un accidente estúpido. No lo creía—. Despierta… —pedía, volviendo a llorar—. Lo maté, lo maté… —se llevó las manos sangrientas al rostro, para fundirse en el llanto. Su virginidad no valía la vida de una persona, por más repugnante que fuera. Había matado a alguien por un accidente idiota y no podía soportarlo—. Perdón, perdón… —decía entre sus manos, sintiendo aquella sangre cálida que de a poco comenzaba a enfriarse. ¿O eran sus lágrimas? No podría diferenciarlo. *** —¿Pero hace cuánto? —le preguntaba Miki al encargado del club, nerviosa porque no creía lo que él le decía. Ella conocía a Katia y sabía perfectamente que ella jamás se vendería, y menos teniendo aquello que ella tanto cuidaba. —Hace más de una hora… —se extrañó. Todos habían sentido sus gritos, pero nadie quiso intervenir porque no se podía. Los compañeros de Giulio, por otro lado, reían. —¿Y qué esperas? ¡Anda! Ya ha sido suficiente, ve a ver qué sucede. La miró por un momento, él tenía que ver qué pasaba, así que eso hizo. Se quedó inmovilizado frente a la puerta cuando vio a la chica a un lado del sofá con su pecho, brazos y manos cubiertas de sangre que se secaba, sentada sobre un charco rojo brillante y a un cuerpo inerte boca abajo sobre el sofá. Mierda, mierda, mierda ¿Qué había hecho esa loca? Estaban todos perdidos por su culpa. Pero ella no reaccionó, ni siquiera sintió una presencia allí, hasta que Mikaela se asomó tras el hombro de aquel hombre y se horrorizó, haciéndolo a un lado para entrar y ver cómo estaba su amiga. —¡Katia! Cariño… —se le acercó con cautela. La chica volteó su rostro, cubierto de pintas de sangre seca corridas por aquellas lágrimas que seguían saliendo. —Miki… —dijo con voz temblorosa, débil y rasposa—. Lo maté… fue sin querer, un accidente. Perdón… —un espasmo se tomó su garganta—. Lo siento tanto…. El encargado del local salió de allí. ¿Qué podía hacer? Estaba desesperado. Supuso que debía decírselo a algún compañero de Giulio, ellos sabrían qué hacer. Tal vez matarían a Katia. —Tranquila… —se terminó de acercar hasta su amiga castaña, que yacía en el piso llorando, inconsolable. —No quería hacerlo… —Lo sé, sé que no querías —se agachó a su lado, arrullándola entre sus brazos para que se sintiera acompañada, ofreciéndole su hombro y pecho para llorar. —Estaba ebria y… —Ssh… No digas nada ¿Quieres que te traiga algo? —No —se aferró a ella con miedo, de seguir allí sola a un lado de Giulio, temiendo y deseando que reaccionara y le diera una bofetada. Mikaela se quedó con ella, pensando que lo próximo que vería cruzar por esa puerta sería a su novio con una buena solución, pero este no venía y ya habían pasado varios minutos. Katia había sucumbido al sueño en los brazos de su amiga, hasta que gritos y sonidos de bala comenzaron a tomar el lugar. La chica despertó, mirando de inmediato a su amiga y cayendo en cuenta de lo que había pasado. —¿Qué…? —no alcanzó a terminar la pregunta, cuando la puerta se abrió y su amiga se puso de pie, avanzando unos pasos hacia la puerta, cayendo al instante cuando una bala atravesó su cabeza—. ¡Miki! —gritó, ahogándose en su propio miedo y pánico. Vio cómo los ojos de su amiga se desorbitaron y se quedaban inmóviles para siempre, viendo como la sangre salía de ella, al igual como había salido de aquel hombre cuyo nombre no conocía. Pero justo después de su grito, una bala paró en su hombro, dejándose ver y mostrándole al mundo que ella había sido la asesina de ese sujeto en el sofá. —¡Miki! —volvió a gritar, y otra bala paró en su fémur. Se comenzó a arrastrar entonces, no para escapar, sino que para llegar junto a su amiga. Ella estaba muerta por su culpa, toda la gente en ese recinto estaba muerta por su culpa… Lloraba mientras se arrastraba, por el dolor de ver a su única amiga en ese país yacer muerta a unos centímetros que parecían eternos y por el dolor físico. —Miki… —seguía avanzando, sabiendo que alrededor de ella habían dos personas viéndola divertidos, por haber matado a aquel hombre. Justo cuando iba a alcanzarla, unos zapatos se interpusieron entre ambas, unos zapatos negros y bien lustrados, con unas piernas largas cubiertas de un pantalón de tela n***o. Alzó su mirada con cautela, dejando ver su rostro sucio de sangre, de lágrimas secas y de nuevas lágrimas… pero no pudo seguir viendo más allá, porque se desplomó sobre esos zapatos y dejó de sentir.
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