Capítulo Uno
—Mamá, tengo un cliente aquí —dijo Cassandra Baruch—. Me tengo que ir. —Se metió el dedo en el otro oído para poder escuchar el lloriqueo de su madre a pesar de la pésima recepción de su celular.
—¡Pero es la víspera de Navidad! —su madre farfullaba a través del pequeño altavoz—. Debes estar con tu familia, no con un chico que te trata como tu padre me trató.
Cassie se quitó el iPhone de la oreja y lo miró con desprecio. Todavía no era ni siquiera la hora de la cena y su madre ya sonaba como si le hubiera dado largo al Jack Daniels. La cola de gente esperando para ordenar café ahora era de nueve personas, y cada uno de ellos le estaba mirando mal por chacharear en el teléfono en lugar de tomar sus órdenes.
—Mamá... mamá... ¡escúchame! —Cassie le hizo un gesto desesperado a Ezra, su co-barista en esta cafetería de mala muerte—. En serio. Voy a perder mi trabajo si me llamas una vez más mientras todavía estoy en el turno.
—¿Estás eligiendo a ese chico sobre tu propia madre? —su madre lloriqueaba—. ¿Luego de todo lo que sacrifiqué cuando tu padre nos abandonó?
La voz de su madre siguió hablando sin cesar, el mismo viejo cuento de culpabilidad, solo que hoy estaba amplificada al máximo porque su madre acababa de recibir una llamada telefónica de su padre.
Cassie puso su mano sobre el mostrador y trató de hacer contacto visual con el próximo cliente en línea, un hombre alto con cara de quejumbroso que llevaba un traje a rayas gris suelto y una pajarita roja. Traje-a-rayas no le devolvió la mirada, sino que se quedó mirando su reloj, sus dedos moviéndose a la cuenta de segundos.
—Ya estaré con usted, señor.
—He estado de pie en esta línea por once minutos —el hombre no hizo contacto visual—, y durante todos estos once minutos usted ha estado en el teléfono.
—Lo siento, señor —Cassie apretó el teléfono contra su delantal de barista verde, para que el hombre no pudiera escuchar a su madre apenas comenzando uno de sus ataques histriónicos—. Es una especie de emergencia familiar.
—¿Alguien necesita que llames a una ambulancia? —El hombre se inclinó hacia delante y apuntó la cara de ella con su dedo.
—N-no, señor —Cassie miraba fijamente a sus Doc Martins—. Es sólo... mi padre...
—¿Y qué le hizo a su madre, señorita, para decepcionarla tanto? —El hombre en el traje de rayas hizo un gesto hacia el teléfono donde el sonido de alta-frecuencia de su madre culpándola se filtraba incluso a través de la barrera de la ropa de Cassie.
Cassie dirigió a su co-barista Ezra una mirada de socorro. Ezra, un personaje de un metro ochenta que habría hecho a un espagueti verse gordo, estaba en el proceso de mezclar magistralmente un café con leche de soja con una mano mientras hervía leche para un cliente totalmente diferente con la otra. Él le dio una sonrisa simpática, pero con las dos manos ocupadas, no podría ser de ninguna ayuda.
El iPhone sonó a través de donde había presionado el altavoz contra la pancita sobresaliente que se asomaba por encima de la cintura de sus pantalones apretados de corte bajo Lip Service.
—¿Después de todo lo que he dejado por ti y así es como me lo pagas? —su madre chillaba desde el iPhone. —¡Uno de estos días vas a volver a casa y me vas a encontrar muerta de corazón roto!
Cassie frunció el ceño, debatiendo si tirar el iPhone en la licuadora de smoothies o distraer a su madre con la esperanza de evitar otra borrachera completa. Los gritos de su madre eran tan fuertes que todas las nueve personas en la línea podían oír cada palabra que decía. Se miraron el uno al otro, sus rostros avergonzados por haber sido obligados a escuchar una conversación tan personal. El hombre al final de la línea levantó las manos y se fue.
—Creo que me gustaría hablar con su gerente —dijo el hombre de traje a rayas. Echó un vistazo a su reloj—. Ya van doce minutos y treinta segundos.
Cassie se llevó de nuevo el teléfono hasta su oreja.
—¡Mamá! —Cassie se hartó—. ¡No puedo hablar de esto ahora! Te veré en algún momento mañana por la tarde. —Colgó el teléfono y se quedó mirándolo sólo el tiempo suficiente para configurarlo a silencio. Mientras lo hacía, echo un vistazo rápido para ver si se había perdido algún mensaje. No había ninguno. Mauricio todavía no había devuelto su llamada.
Ella metió el iPhone en su bolsillo y se plasmó una mueca falsa, que era lo más cerca que podía llegar a una sonrisa, sus fríos ojos grises acentuados por delineador grueso y n***o, el que se utiliza para dar el popular aspecto anime de ojos grandes.
Justo antes de largarse para las fiestas, la gerente había tenido «una charla» con Cassie sobre su actitud, si deseaba mantener su puesto. No más botas militares hasta los muslos con una plataforma de más de una pulgada de alto. No más vaqueros rasgados con calaveras pintadas sobre ellos. No más venir al trabajo vestida de n***o de pies a cabeza. Sin anillos o joyería excesivas. No más de dos aretes adornando sus orejas y nada atravesado la nariz, excepto un pequeño piercing. Cubrir esos tatuajes. El pelo n***o azabache está bien, pero tiene que estar recogido perfectamente en una cola de caballo y con ningún color artificial visible. Camiseta normal sin logos de bandas de rock góticas en la parte delantera como Alien s*x Fiend. ¡Cielos! ¿Todo esto por un trabajo que sólo paga salario mínimo?
—Lo siento mucho, señor —Cassie pretendió ser amable con el hombre a rayas—. ¿Qué puedo traerle?
—Y echarle encima... —pensó en silencio para sí misma.
—Pedí hablar con su gerente —el hombre del traje a rayas golpeó su reloj—, y no voy a irme hasta hacerlo. Ya son trece minutos y ocho segundos.
—Ella no está aquí hoy —dijo Cassie—. Estamos cortos de personal porque varios de ellos se fueron por la Navidad.
«Más bien que la gerente nos abandonó por esta semana y luego dos personas renunciaron esta mañana. Tarados...»
—Cuando yo tenía su edad —el hombre de traje a rayas sacudió su dedo en su cara—, nos enorgullecíamos de que ningún cliente pasara nunca más de tres minutos esperando, desde el momento en que entraba por la puerta hasta el momento en que se le entregaba su taza de café. Tres minutos. ¡No trece! Y desde luego, ¡no se les permitía hablar por teléfono!
Cassie resistió la tentación de preguntar si el hombre a rayas también había caminado tres millas cuesta arriba a través de una tormenta de nieve para llegar al trabajo y hizo contacto visual con la mujer que esperaba impaciente en la fila detrás de él.
—¿En qué puedo ayudarla, señora?
El hombre a rayas agarró un biscotti envuelto de la encimera y la sacudió hacia ella como un bastón de policía. —¡No he terminado con usted, jovencita!
—Sí, ya terminó —Cassie puso sus ojos grises fríos en blanco. Miró a la siguiente persona en la fila, una mujer mayor que era una «regular», aunque Cassie no sabía su nombre—. ¿Siguiente?
La mujer abrió y cerró su boca, ansiosa de ordenar su café, pero no tan ansiosa por saltar delante del hombre a rayas, que ahora tenía la intención crear una escena.
Ezra terminó su doble orden y entregó las dos bebidas en las manos en espera de sus clientes; y luego se movió a colocarse detrás de ella.
—Puedo ayudarlo aquí, señor. — Ezra le dio al hombre a rayas su más amplia sonrisa geek.
—No he terminado —dijo el hombre a rayas, su cara cambiando a púrpura.
Ezra se recogió el flequillo con el dorso de su mano. —¿Le diré algo? ¿Qué tal le traigo un café, cortesía de la casa? ¿Con un shot de espresso y cualquier shot del sabor que le guste?
—¡Ella es grosera! —El hombre a rayas señaló a Cassie.
—Sí, lo es —Ezra afirmó.
—Quiero que la despidan —dijo el hombre a rayas.
Ezra levantó las manos. —No voy a discutir con usted, señor. Tiene razón. Cassie ha tenido un mal día hoy. Y yo estoy tratando de disculparme por eso al darle una taza de café de cortesía. Eso es lo mejor que puedo hacer por usted, señor.
Cassie ignoró la escena, centrándose en la mujer detrás del hombre a rayas que miraba la puerta como si quisiera irse corriendo.
—Tostado oscuro, un shot de chocolate de avellanas, dos de Splenda, leche descremada, ¿verdad? —Cassie pegó la orden habitual de la mujer.
Los ojos de la mujer se abrieron como platos.
—S-sí —dijo—. Cómo sup…
—Cuando mi madre no llama para decirme que mi padre acaba de ser ingresado en el hospital con insuficiencia renal en fase terminal y podría no llegar al Día de Año Nuevo —dijo Cassie lo suficientemente fuerte como para toda la línea la escuchara—, soy una muy buena barista. ¿Le gustarían sus galletas de almendra habituales con el café, señora?
El hombre a rayas se calló.
Ezra le dio al hombre una sonrisa de satisfacción.
Cassie atendió la orden a la mujer, y luego sirvió a las próximas siete personas en línea, así como tres más que se colaron por la puerta. La línea se despejó, al menos por el momento, y revisó su teléfono celular de nuevo para ver si Mauricio le había dejado un mensaje de texto. Nada. Agarró un trapo y empezó a limpiar el mostrador con furia. Como ocurría a menudo cuando se llenaba, la encimera parecía como si el mismo cielo se hubiera abierto y hubiera llovido café molido como una plaga de langostas negras en miniatura.
Ezra inclinó su cuerpo alto y flaco contra el mostrador junto a ella. Cassie hizo como si no se diera cuenta de la forma en que miraba sus manos, como si todo lo que ella hacía era absolutamente maravilloso. Él echó hacia atrás su largo flequillo para que ella pudiera ver su rostro y le dio una media sonrisa. Hubiera sido perfecto si no tuviera un grano del tamaño de Texas sobresaliendo de su barbilla.
—Gracias —murmuró Cassie. Se esmeró puliendo la falsa cubierta de granito n***o, mirando de vez en cuando al iPhone que había colocado sobre el mostrador junto a ella. Quería asegurarse de oír el zumbido cuando Mauricio le devolviera la llamada.
—De nada —dijo Ezra.
El torcía su toalla, pensativo mientras la golpeaba en el aire. La toalla de color verde oscuro acentuaba sus dedos largos y delgados, 'dedos de pianista' la gerente a veces se burlaba, el tipo de manos que se dedica a actividades sensibles, tales como tocar la guitarra o pasar horas y horas en Internet tratando de reproducir los gráficos en Skyrim.
Cassie continuó limpiando pesar de que la encimera ya estaba impecable.
—Si sigues puliendo el mostrador —dijo Ezra—, vas a atravesarlo directamente y limpiar el suelo debajo de él.
Cassie se giró. —¿Qué quieres que te diga?
—¿Gracias, Ezra, por salvarme el pellejo?
Cassie miró hacia abajo, sin estar segura si fulminar con la mirada al joven, o tirar sus brazos alrededor de él. Se decidió por lo primero. Ezra era un poco demasiado dulce para ella y lo último que quería hacer era animarle. El hombre era un amigo, nada más.
—Gracias —murmuró.
Ezra sacudió la toalla de nuevo.
—¿Qué está pasando en realidad con tu madre?
Cassie se encogió de hombros.
—¿Todavía esperas que Mauricio cambie de opinión?
¿Cómo es que Ezra siempre sabía qué decir para que ella se abriera en lugar de aniquilarlo con la mirada como hacía con todos los demás? Bueno, ella no iba a caer en eso esta vez. Se encogió de hombros y se volvió de espaldas, con la esperanza de que entendiera la señal y la dejara sola.
Ezra se fue a reorganizar los bastidores de pastelería, cambiando los rollos de canela y magdalenas decadentes hacia adelante para que se viera prolijo y apetecible para posibles clientes. El día antes de Navidad siempre estaba lleno, con gente que paraba para tomar un café camino a casa después de las compras de Navidad, agotados y de mal humor, y de gente desesperada por llevar algo de último minuto a cualquier fiesta improvisada a la que lograron ser invitados, por lo general como idea tardía como siempre lo era ella.
¿Tal vez por eso estaba tan indignada con su madre? Como era habitual, la única persona que la había invitado a alguna parte era la mujer que había sido la pesadilla de su existencia desde el momento en que su padre había entrado por la puerta.