Capítulo 20

1914 Words
Caminó directo, porque si lo pensaba dos segundos se echaría atrás y no quería eso. No, basta de huir, basta de escapar. Sonrió al ver los ojos muy abiertos de Mario y luego cómo Manuel detuvo su conversación solo para verla atravesar aquella puerta que hace años no cruzaba. Saludó con un corto gesto a María y subió las escaleras, sintiendo que el pulso le golpeaba con fuerza el pecho mientras que la respiración comenzaba a fallar. Se topó con Cristina en el primer piso, con esa hermosa mujer que le sonrió con complicidad. Continuó su decidido camino para abrir aquella puerta de madera, oscura y pesada, que la apartaba de su objetivo. No golpeó, no esperó, no le importó si estaba ocupado, nada la detendría. Tomó el picaporte, frío y algo sucio, y bajó la palanca, destrabando la puerta que la separaba de su destino, de todo su futuro, futuro que la aterraba. Abrió de un solo golpe y caminó directo, derecho, sin darse tiempo a procesar nada, a observar los pequeños cambios en esa oficina donde la había besado tantas veces, donde le susurraba cosas al oído, estremeciéndole la piel. No, nada importaba, solo tenía en mente llevar su plan hasta el final. Sonrió en su interior al verlo ponerse de pie en un solo movimiento, mirándola completamente absorto, sorprendido, mientras ella se desplazaba con elegancia hasta él. Apenas lo tuvo al alcance de sus manitos tomó con fuerza la camisa de Ramiro y tiró de él hasta que sus labios colapsaron en un impacto bruto, duro. No le dio tiempo a nada cuando ya estaba comiéndole la boca con necesidad. Ramiro tampoco necesitó demasiado para enroscar sus manos por la cintura de esa morochita y apretarla contra él, comerle esa deliciosa boquita que aún sabía a miel y dulzura. El castaño no esperó nada para girarse y dejarla a ella apoyada contra el enorme ventanal ubicado detrás de aquel mullido asiento que, hace unos momentos atrás, era ocupado por él. Se pegó aún más a ese cuerpito que vibraba en igual sintonía que el suyo, metió su lengua hasta el fondo de aquella cavidad que anheló durante demasiado años y se entregó a esa preciosa sensación que lo envolvía por completo, a ese alivio perfecto. Afincó más los dedos en esa cintura hecha solo para calzar exacta en el tamaño de sus manos, gruñó cuando la escuchó gemir, cuando endureció el beso y su entrepierna, cuando sus respiraciones comenzaban a fallar y el cuerpo pedía más mucho más. Con enorme fuerza de voluntad se separó de ella, hundiéndose en ese cuello infinito, aspirando ese aroma a paz. —Paremos porque no voy a ponerte en pelotas acá — susurró con la voz ronca. —Por mí no hay problema — respondió ella igual de agitada, de necesitada. —No, amor — Y ese “amor” sonó a todo lo bueno, a todo lo que estaba bien y era correcto en este mundo —, no voy a hacerte el amor acá, no después de tanto tiempo. —Entonces llevame a donde quieras. Por favor — pidió sintiendo su cuerpo como lava, su mente perdida y su corazón desbocado. Ramiro sonrió contra esa bonita piel y se separó al todo de aquella mujer que le devolvía esa energía especial, única. La observó embobado unos instantes y sonrió cuando notó esos preciosos ojos celestes oscurecidos por el deseo. —Vamos — dijo tomándola de la mano y tirando de ella hacia el exterior de la oficina, hacia la salida de aquel bar, hacia ese auto estacionado. Manejo con una calma que no tenía y, finalmente, cuando su casa apareció delante de sus ojos se decidió a tocarla de nuevo, a posar con suavidad su enorme mano sobre la de ella que siempre mostraba rastros de su trabajo. Sonrió cuando la sintió aferrarse a él y suspirar con alivio. Bajaron en silencio y caminaron enlazados hasta esa enorme habitación que fue testigo de su amor, volviéndose a encerrar en ella, dejando que de nuevo les guarde el secreto de lo que hacían en la intimidad. Un escalofrío recorrió la espalda de Martina cuando sintió aquella puerta cerrarse y luego ese enorme y cálido cuerpo pegarse a su fina espalda. —¿Sabés que esto no va a ser algo de una sola vez?— le preguntó Ramiro besando con suavidad su cuello, comenzando a desprender los botones de esa camisita celeste que tan bien le quedaba. —Por eso me tomé mi tiempo para venir — respondió entregada por completo a esas manos, toscas y fuertes, que la desnudaban con una delicadeza impensada. Caminaron hacia la cama, quitándose antes las prendas que los cubrían, incapaces de despegarse ni un solo segundo, inhabilitados a dejar de sentirse en la piel, en el alma.  Primero se acostó ella, girándose para esperarlo de frente, para transmitirle en esa mirada toda su seguridad. Ramiro la contempló unos segundos, feliz, completo, y luego la siguió, ubicándose sobre ella, cubriéndola con su cuerpo y su amor. —Te extrañé tanto — le susurró en el oído antes de bajar por sus hombros hasta esos senos pequeños y perfectos, dejando suaves besitos en esa piel lisa, salpicada por unos cuantos lunares preciosos. —Yo también — respondió entre gemidos, encorvando la espalda para darle más acceso a sus pechos —. Te soñé miles de noches — confesó con los ojitos cerrados. Ramiro sonrió sobre esa piel de durazno y siguió bajando, despacio, por el abdomen tan bonito a esas piernas preciosas, adornadas por unas tiernas estrías blancas. Besó cada muslo y luego el centro de esa mujer que era su dueña, que hacía lo que quisiera con él. Hundió su lengua entre esos gloriosos pliegues, buscando aquel botón perfecto, elevando a Lucía de la cama, llevándola a un mundo de placer. Se endureció más al sentirla gemir con ganas, al notar cómo se aferraba a su cabellera castaña, intentando mantenerse en este mundo. —No, Ramiro, vení —pidió entre sollozos de placer. Ramiro detuvo sus movimientos y la observó desde abajo, aguardando, esperando indicaciones —. Quiero acabar con vos adentro, no quiero sola, quiero con vos — explicó como pudo. —Todo lo que quieras, bonita — respondió y volvió a cubrir aquel cuerpecito con su calor —- Ahora vas a saber todo lo que te necesité, todo lo que te anhelé en la noche, durante el día, todo el tiempo — dijo hundiéndose en ella con suavidad. Martina sintió el temblor de aquel cuerpo sobre el suyo y luego notó cómo su compañero se mantenía inmóvil, completamente quieto, sobre ella. —¿Estás bien?— indagó acariciándole la espalda con suavidad, sintiéndolo dentro de su cuerpo, perfecto. —Sí — respondió perdido en ese bonito cuello —. Solo dame un segundo —pidió y jamás le reveló esa necesidad que lo consumía, esas ganas de acabar ya mismo, de llegar al orgasmo en cualquier segundo. No, él no quería eso, quería alargar el momento, ese primer encuentro, lo más posible, aunque su cuerpo parecía no responder a dicho pedido. —Todo el tiempo que necesites — susurró Martina acariciándole la piel de la nuca con su aliento, estremeciéndolo aún más, desatando un nudo que parecía imposible. —Te amo, en serio que lo hago — dijo él aún protegido en aquel espacio que tanto necesitaba, desahogando su espíritu de aquella verdad que lo consumía con fuerza. —Lo sé, siempre lo supe — respondió acariciándole el pelito con cariño. Ramiro sintió que su cuerpo se calmaba con aquel mimo y se entregó a tal sentimiento, cuando se supo ya en control de sí mismo comenzó a moverse con calma, sintiendo cada centímetro de aquel espacio acariciarle su endurecido pene, notando la calidez que ella le regalaba, absorbiendo esos ruiditos preciosos que dejaba escapar cada tanto. —Más —pidió ella necesitando liberarse, necesitando aferrarse a esa enorme espalda. Ramiro aumentó su velocidad, endureció sus embestidas y gimió aún más grave, cabalgando, acercándose a su propia liberación. Notó el momento exacto que ella estaba por liberarse y metió su enorme mano entre ambos, buscando ese botón de placer que llevaría a la preciosa mujer al cielo. Acarició el clítoris con ganas y la observó en todo momento, recordando por siempre esos gestos de lujuria de pasión. Se liberó en el mismo momento que ella, cuando el apriete en su m*****o fue demasiado placentero, cuando ella se aferraba a él para mantener su cuerpo dentro de este mundo. Lucía sintió cómo aquella semilla la llenaba por completo y luego ese segundo orgasmo tomarla con fuerza, con ganas renovada. Escuchó los gruñidos y las puteadas murmuradas por aquel hombre mientras volvía a la realidad, mientras la mullida cama volvía a estar debajo de su cuerpo y ese hombre por encima. Sonrió manteniendo los ojos cerrados y supo el momento preciso que Ramiro dejaba salir un nuevo “Te amo” antes de besarle el hombro y acomodarse de nuevo en ese huequito de su cuello que parecía adorar. —Creo que ambos necesitábamos esto — susurró ella acariciándole la espalda. —Demasiados años lejos pasan factura — respondió apretándose un poquito más contra ella. Se quedaron así, en silencio, acostados con sus cuerpos desnudos, con sus almas a la vista y los sentimientos a flor de piel, con miles de palabras silenciadas y unas cuantas verdades flotando en complicidad. Se quedaron así porque era lo que necesitaban, de ese silencio calmo que daba el tiempo justo para que las cosas se acomodaran en su lugar, para que todo tomara el sitio exacto, aquel que nunca debió perder. ----------------------------- Cinco días atrás, antes que aquella morocha partiera rumbo a Buenos Aires, Estella había ingresado a esa sala en aquella casita y se había encontrado a su amiga llorando a pleno pulmón en el silloncito. Se acercó a paso lento y la envolvió en sus brazos, conteniéndola, apoyándola como podía.  —Tranquila — le susurró mientras la mecía despacito —. Tranquila — repitió.  Clara de a poco, de a muy poco, se pudo calmar, pudo encontrar ese segundo de paz al cual aferrarse, esas ganas de seguir adelante aunque todo doliera como la mierda. Se calmó porque ya de nada servía llorar, no solucionaría nada, ya había sacado todo de su interior, ahora limpiaría sus lágrimas y se volvería a poner de pie. —No le digas a Marti — Fue lo primero que pidió cuando su amiga retornó con aquel vaso lleno de agua, luego de dejarla acomodada en el cómodo sillón.  —Clara — susurró su amiga y se resignó. Sí, ella también entendía por qué no quería decirle. —Dale, Estella, sabés que si no va a usar esto como excusa para no ir, para no hacer nada. Dejémosla tranquila, ya a bastante renunció por cuidarme, es hora de que ella haga eso que quiere. —Bueno, pero yo no me muevo de esta casa ni aunque venga la policía, no te voy a dejar sola — sentenció la otra. —Está bien — aceptó la mendocina y sonrió con ese calorcito en el pecho, ese que le aseguraba que nunca estaría sola, que dos de las mujeres más fuertes que conocía siempre la cuidarían, siempre estarían a su lado sosteniéndola, manteniéndola de pie, con la frente en alto y el espíritu valiente y eso, eso queridos míos, era el mejor regalo de la vida.

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