La contempló entre extrañado y encantado, no sabía qué la había llevado a deslizarle aquella invitación, pero estaba seguro que no era por nada de lo que pasaba en su cabeza. Ella le sonrió nerviosa, extraña, tímida.
—Es bueno volver a verte — susurró Vitali con la voz ronca por los nervios que le apretaban la garganta.
—Sí, no sé si opino lo mismo pero creo que es lo mejor — respondió mientras se movía de la puerta hacia la sala, con cautela, levantando todas sus defensas contra un monstruo que ya estaba desdibujado, deformado en su cabeza.
—Casi no has cambiado en estos años — dijo solo para romper aquel tenso silencio que comenzaba a aplastarlo.
—Buena genética — bromeó un poco y dejó salir aquella suave risa que parecía acariciar el aire, flotar como un pétalo delicado.
—Realmente lo creo — confirmó embobado, aún con los vellos erizado por la risita de ella.
—Vení — le dijo señalando a la cocina —, no te pedí que vengas solo para tenerte parado — agregó tragando el nudo de terror.
Vitali asintió y la siguió de cerca, dejando que sus fosas nasales se inundaran de aquel delicioso perfume que ella desprendía suavemente con cada movimiento.
Entraron a la cocina y la mesa ya estaba lista para los dos, con una enorme fuente repleta de fideos y salsa boloñesa, unas copas junto a un vino que se aireaba y aquel pequeño recipiente con queso rallado. Perfecto. Todo.
—Sentate donde gustes — invitó con suavidad.
—Gracias — dijo tomando asiento contra la pared, justo enfrente de la mesada, justo delante de la otra silla que no se decidía a ser ocupada.
Martina miró hacia los costados, como buscando, pidiendo, una salida para esa situación en la que ella misma se había puesto, a la que se había forzado a participar. Lo sabía, necesitaba darle un cierre, un fin a todo, pero eran demasiados años temiendo a una sombra, a un ente que tenía cara de italiano y cabello como la noche. Suspiró profundo y se sentó en aquella sillita que parecía dispuesta a engullirla.
Comieron en un extraño silencio, ni tenso, ni cómodo, solo silencio. Al terminar Martina se puso de pie, con la intención de levantar todo, servir el café y, tal vez, tener el valor de hablar. Vitali, con su suave sonrisa y esos modos estudiados, la ayudó en silencio, sin molestar, sin acercarse demasiado.
—Yo… — comenzó en un murmullo dejando los platos sucios con salsa en la bacha mientras Vitali se colocaba a su lado, dejando esas copas vacías que mostraban rastros del poco vino que habían bebido.
—Estaba muy rica la comida — halagó mientras la miraba de costado, un poco encorvado hacia adelante para poder estar a la altura de esa muchachita de ojos celestes como el cielo.
—Gracias — respondió un tanto contrariada por la repentina interrupción —¿Querés café?
—Por favor — respondió y sonrió de lado. Lo que él quería, lo que realmente anhelaba, era más tiempo a su lado, tanto como quisiera regalarle.
Martina sonrió nerviosa y se giró con rapidez para colocar la pava a calentar, esperando que el café molido le trajera el valor que necesitaba, o bien, que aquel hombre la presionara para hablar, aunque dudaba de lo último.
Vitali terminó de levantar la mesa, limpió las miguitas y aguardó en su puesto, contemplando a esa morocha moverse con agilidad por el pequeño espacio, buscando el filtro de tela, las tazas, el azúcar, revoloteando la falda de su vestido con cada movimiento, permitiéndole darle una mirada a una vida que le sabía imposible, inalcanzable.
Con el café listo, golpeándole las fosas nasales, no le quedó más remedio que encararlo, que mirarlo de frente, que juntar valor y hacerlo, hacerlo de una buena vez para terminar con la pesadilla.
—He estado pensando — comenzó dejando las tazas en la mesa, justo a cada lado de la azucarera, al costado de las cucharitas plateadas — y creo que he sido injusta con vos — agregó sin mirarlo, demasiado concentrada en su taza, ignorando el ceño fruncido de aquel hombre.
—¿Y cómo sería eso?— indagó revolviendo con tremenda lentitud su café.
—Desde que te conocí no hiciste más que ser amable, que cuidarme, jamás pasaste ningún límite, nunca quisiste hacerme daño. Me cuidaste de mi padre aún sin saber que era yo a quien protegías — explicó con suavidad, clavando una pequeña espina en el pecho de ambos al recordar aquel último evento —. Vos hiciste por mí mucho más de lo que me gustaría reconocer, pero yo no he hecho más que temerte, que huir de vos, tratar de no reconocer esto — dijo elevando sus ojos hacia él, clavándole su celeste mirada directo a los ojos, transmitiendo en cada pulso la veracidad de sus dichos.
—No me pidas perdón — interrumpió cuando la notó con intenciones de seguir hablando.
—Pero…
—No — insistió con firmeza —. Si no fuera por mí jamás tendrías que haber dejado tu provincia, tu casa, tu vida…
—Y seguiría atada a un padre que no me quería, a una vida vacía. Vitali — dijo y su nombre le sonó a miel cuando abandonó aquellos labios, y su mano se encendió cuando sintió la de ella apoyarse con delicadeza, y su pulso se disparó cuando esos ojos lo ataron a la silla —, gracias a vos vivo de algo que me apasiona, hago lo que me gusta y Clara también. Gracias a vos me moví fuera de mi comodidad, aprendí a vivir, aprendí a ser yo, a valerme por mí misma — dijo y sonrió suavecito.
—Yo no hice eso — negó en un susurro.
–Sí, lo hiciste, me llevó demasiado tiempo entender que fue así, que si no fuera por vos yo seguiría en Mendoza, siendo una mujer casada, tal vez infeliz, no lo sé — afirmó y quitó la mano porque su cuerpo se negaba a dejar de temblar aunque sus palabras no eran de miedo, de horror, sino todo lo contrario —. Gracias por eso — dijo y se afirmó contra el respaldo de la silla —, aunque sigo temiéndote, por alguna razón debí buscar un culpable de todo lo malo y caíste en esa bolsa, fuiste la excusa perfecta para no aceptar que, aunque fue duro, fue una buena oportunidad para mí y mi hermana.
—Yo no hice eso, lo hiciste vos, lo hizo Clarita, no yo — afirmó un tanto aturdido por aquellas palabras.
—Pero fue gracias a vos — afirmó sonriendo con calma.
—Agradezco el gesto, Martina, pero también date el crédito que merecés — negoció para sentirse menos culpable. ¿Cómo él, el sujeto que la había orillado a vivir en una mugrienta piecita en Buenos Aires y luego vaya a saber en qué condiciones allí, en Corrientes, podía ser el gestor de todo aquello? No, seguro que Martina obviaba, a propósito y sin justificación alguna, una parte de la historia, lo eximía de una culpa de la que no debía, lo perdonaba por todos sus pecados sin saber, sin conocer a fondo, su oscura alma.
—Bueno, tomó nuestra parte del crédito, pero de todas formas…
—Entiendo — interrumpió sintiéndose incómodo por agradecimientos que no merecía, que le sabían ajenos, fuera de lugar.
Terminaron el café con una charla, un poco más relajada, un poco más de la vida diaria y de no tanto pasado doloroso. Se despidieron en la puerta, con un extraño ambiente entre culpa y alivio, con esas ganas de cerrar cosas pero no saber cómo.
Martina cerró la puerta a su espalda y sonrió. Sí, ahora sentía menos peso en su pecho, menos de ese algo que no la dejaba respirar, que no la dejaba avanzar.
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El que esos chicos, más grandes que él, por cierto, le sacaran su única comida, lo poco que había conseguido en tres días, lo hizo llorar de rabia y tristeza. Su estómago dolía por el hambre y ahora, sin saber cuándo iba a poder volver a conseguir algo, se sintió hundido en una mierda de la que no sabía cómo salir. Se acurrucó en el piso, abrazando con fuerza a su perro, y lloró, lloró hasta caer dormido, hasta que pudo engañar el hambre con el sueño, hasta que la imagen de la dulce ancianita volvió a acompañarlo. Se durmió porque no tenía idea qué hacer, tal vez volver a robar era una buena opción, la única, solo que esta vez lo haría para él, no le llevaría nada a Roberto, todo, todo lo que consiguiera sería para él, solo para él.
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Entró después de aquel hombre y la vió sentada en aquel banco alto, pintando de espalda a la puerta, con un disco de Gardel sonando de fondo, con sus jardineras gigantes y ese bonito pañuelito en la cabeza.
—Hola, Martina — saludó el representante y ella ni se tomó la molestia de girar para verlo, simplemente siguió en su tarea de estampar una y otra vez aquel pincel, cargado de celeste, en ese lienzo blanco.
—¿Quién nos acompaña hoy?— preguntó sin mirarlo.
—El señor Ricci viene a ultimar detalles sobre la compra de la colección — explicó ahí y pudo notar el momento exacto en que su bonita espalda se tensó, en el segundo que su mano se dejó de mover con esa ligereza que la caracterizaba, en el instante justo donde se debatía entre girarse o seguir haciendo de las suyas.
Finalmente Martina decidió continuar sin prestarle demasiada atención a aquel hombre que le había dejado esa pequeña nota en su habitación. No iba a caer en ese juego, se había repetido mil veces, no iba a dejar que los sentimientos que se arremolinaban en su interior echaran raíces y volvieran a ser lo que fueron, lo que ya había dejado atrás junto con aquella muchacha de timidez e inocencia casi estúpida. No, si no le daba más atención de la que merecía pronto se iría y jamás se volverían a ver a las caras, eso haría, no lo dejaría enterrarse una vez más en su alma, claro que no.
—¿Y qué necesita ultimar el señor?— preguntó volviendo a su tarea artística.
—Quiero saber los detalles de la colección, si debe ir en un orden especial o es indistinto — preguntó con la mirada clavada en esa espalda tan preciosa —. También algún dato que considere necesario compartir con quienes aprecien sus obras o con posibles compradores, ya sabe — continuó mientras se acercaba a la pequeña mesa donde ese tocadisco dejaba salir la voz de aquel tanguero tan reconocido. Se detuvo allí, unos instantes y luego giró su cuerpo para encarar al par que aguardaba a su lado, aunque bien la dulce muchacha no se dignaba a reparar ni un solo segundo en su presencia.
—Señor Ricci – dijo con el tono distante y la vista clavada en su obra –, ¿acaso no tiene alguien que maneje estos detalles, algún especialista que se haga cargo de la venta y exposición? — indagó con soberbia.
—La verdad que no — respondió sincero —, esto ha sido una idea que surgió luego de ver su exposición en la galería, asique aún no tengo a nadie designado.
Solo allí Martina giró sobre su silla y clavó sus fríos ojos en él, solo allí ella lo miró, cuando supo de qué manera terminar con aquella farsa del negocio y los intereses en común.
—Bueno, por ahora no hay nada relevante que pueda contarle y usted pueda recordar luego, por lo tanto, cuando encuentre a tal persona que se encargue de dichas tareas y comprenda el arte, puede decirle que se ponga en contacto conmigo — dijo y forzó una sonrisa falsa, tan falsa que Ramiro se tragó la risa.
—Bien, entonces ya me puedo retirar — respondió haciendo una breve reverencia —. Lamento haber interrumpido su trabajo — agregó y esperó que Enrique saliera para luego seguirle los pasos.
Caminaron casi hasta la entrada, sin hablar de nada en especial, sin terminar de definir nada. Cuando estaban a dos pasos de la puerta Ramiro se detuvo y volvió sus oscuros ojos hacia el hombre que lo acompañaba.
—Dejé mi billetera sobre la mesita del taller— dijo aún buscando el objeto entre sus prendas.
Enrique sonrió. Sí, ya había escuchado esa excusa antes, varios clientes la habían usado con el fin de quedarse unos instantes a solas con Martina, aunque nunca entendió por qué aquellos sujetos no eran más directos, no le decían en la cara que querían conversar con la bonita mujer y tratar de ir un poco más allá. Bueno, después de todo era la vida de la muchacha, no la suya, por lo tanto no se inmiscuía en esos asuntos.
—Bueno, andá a buscarla tranquilo. Yo me voy, hablamos luego — saludó y salió de aquella casita.
Ramiro volvió sobre sus pasos y abrió despacito la puerta del taller. De nuevo la vio, con la vista clavada en aquella pintura que comenzaba a tomar forma frente a sus ojos, con su linda espalda completamente erguida, con ese cuello regalado para hundirse en él, para perderse por siempre.
Caminó despacio hasta quedar con su pecho prácticamente pegado a la espalda de la mujer, sabiendo que ella lo había percibido desde el mismo momento que abrió aquella puerta, notando que lo ignoraba con completa intención. Eso lo empujó a bajar su rostro hasta que sus labios quedaran a la altura de la oreja de esa linda morocha, hasta que aquel delicioso perfume lo envolvió por completo, hasta que su respiración acarició suavemente la delicada piel de esa mujer que le robaba la voluntad.
—¿Qué querés? — preguntó con mal humor Martina.
—Me olvidé la billetera — dijo señalando la mesita donde varios vinilos descansaban allí, una mezcla entre tango, folklore y chamamé, un extraño popurrí de estilos que describían a la perfección todas las facetas de esa preciosa mujer.
—Bueno, buscala — ordenó sin dejar de pintar, sin mirarlo.
—Esta escena me hace acordar a algo del pasado, ¿a vos no? — susurró dejando que sus labios se acercaran peligrosamente a esa orejita tan bonita, que su aliento rozara esa piel que tanto amaba, dejando que su voz bajara varios tonos, convirtiéndose en una más grave, más ronca.
—Para nada — respondió sin dejar su labor —. Ahora, si no necesita nada más, señor Ricci — dijo remarcando las últimas dos palabras —, debo seguir trabajando — finalizó sin dedicarle ni un solo segundo más de su atención, de su valioso tiempo.
—Yo creo que sí te acordás, te acordás tanto como lo hago yo, tu cuerpo lo recuerda — susurró sin tocarla, pegándose un poquito más pero manteniendo esa fina capa de aire caliente separándolos. Ramiro sabía, estaba seguro, que si sus labios volvían a probar aquella piel ya no podría dejarla ir, por ello mantenía esa distancia, haciéndose daño en el proceso, pero necesitando seguir con el control que tenía hasta el momento. No debía apurar el asunto, debía tener paciencia, él, un hombre de negociaciones eternas, había adquirido dicha habilidad a base de práctica, asique ahora, haciendo uso de toda su capacidad, mantenía sus manos lejos de aquella mujer.
—Creo que está demasiado seguro de algo que no le corresponde afirmar —decretó ella girando su cabeza, clavando sus fríos ojos en los oscuros de aquel hombre, sintiendo esa cercanía como su perdición, con esa fuerza que la arrastraba, que la empujaba a algo que no quería.
—¿A dónde se fue ese brillo que tenía en los ojos? — preguntó él contemplando con anhelo, con dolor, con amor, aquellos ojitos que lo visitaban en su sueño, que tenían ese algo especial que lo envolvía, que lo hacía rendirse por completo. ¿Ahora qué veía? Dos hermosos luceros fríos como el hielo, sin ese brillo de inocencia, sin esa ternura infinita que los caracterizaban.
—Se perdió en cuanto dejé Buenos Aires, cuando decidí dejar atrás a Lucía, a la mujer que pisotearon e insultaron, a la que querían vender a cambio de unas cuántas tierras. Ahí quedó el brillo — respondió con ese rencor filtrándose por la voz, con ese fuego encendiéndose en la mirada, con todo ese odio empujándose hacia ese hombre que la miraba con los ojos bañados de dolor.
—Ay, mi amor, cuánto daño te hemos hecho — susurró y llevó su pulgar hasta la mejilla de esa mujer que ya no era la que conoció en Buenos Aires, pero que igual su cuerpo reconocía como esa parte del alma que le faltaba, como la llave para la completa felicidad.
Le acarició con ternura infinita la mejilla, rozando apenas con su dedo aquella piel enrojecida por la bronca y el ambiente íntimo que se había generado entre ellos. Apenas si su dedo rozó la superficie suave, con olor a durazno, con pequeñas manchas de pintura salpicando la zona, apenas si pudo volver a sentirla contra su epidermis que ella se escapó de su tacto, se alejó bruscamente, como si aquello le quemara el alma, como si fuese un veneno aplicado directamente a su cuerpo. Con dolor Ramiro se irguió y la contempló desde toda su altura, con esa tristeza colándose con fuerza por cada fibra de sus ser, con ese aire derrotado envolviéndolo por completo.
—Lamento haber molestado. Nos vemos, señorita — susurró antes de girarse, tomar la billetera y salir de allí sin darle una nueva mirada, sin volver a contemplarla y notar su respiración agitada, sus ojos brillantes por las lágrimas que empujaban por salir, su cuerpo tenso por la cercanía, por el anhelo, por la necesidad que surgía en su interior para dejarse llevar y entregarse, una vez más, a los brazos de aquel hombre que salía en ese momento por la puerta, que la dejaba, de nuevo, con miles de sentimientos revueltos en su interior, sin poder comprender, analizar, estructurar, lo que su mente decía y lo que su cuerpo le pedía.