Entonces, con una última mirada para comprobar que sus caballos estaban bien, el Marqués siguió a Perlita por el angosto sendero que conducía a la entrada de la iglesia. Perlita hizo girar el picaporte de una pesada puerta adornada con grandes clavos. El interior olía a polvo y antigüedad. Sus pisadas, en las baldosas de piedra gris, parecían retumbar por toda la pequeña iglesia. Esta tenía columnas redondas y ventanas con emplomados a través de los cuales penetraba el pálido sol invernal, produciendo rayos dorados. Se quedaron de pie en el pasillo central, mirando hacia el altar con su Cruz de plata y sus velas apagadas. Al Marqués el lugar le pareció extrañamente silencioso. Hacía ya mucho tiempo que no entraba en una iglesia. Entonces comprendió que Perlita se había deslizado hacia