Capítulo 2
—Eres preciosa, seguro que te lo han dicho. Pero me queda una duda, y solo tú puedes aclararla.
—¿Ajá?
—¿Esas pecas que invitan al pecado se riegan por todo tu cuerpo?
—¿Perdón?
—No hay perdón con tu nombre. Solo pecado, muñeca. Te lo aseguro.
—Mira, de verdad está confundido. Yo...
—No me equivoco. Tienes problemas y viniste a este infierno olvidado por Dios buscando el Dorado prometido. No importa quien hayas sido, ni de donde vengas. Importan las alianzas que estés dispuesta a hacer. Y estoy más que dispuesto a brindarte mi mano amiga. Te advierto, no es algo que debas tomar a la ligera.
La miró de arriba abajo, recorriendo su cuerpo con lentitud mientras se empinaba la cerveza.
El deseo en su estado más puro.
—Te quiero para mí este fin de semana. Por entera y sin condiciones.
Ella casi se atraganta de la impresión. Y más por su firmeza. Era orgullo puro, peligro y decisión envuelto en una camisa caqui arremangada que dejaba ver el vello de su pecho y unos vaqueros sucios y gastados.
—¡No soy una prostituta!
—Jú, eso ya lo sé...—añadió, restándole importancia a la información y a la cara de susto de ella—. Igual te quiero para mí y estoy dispuesto a pagar lo que sea por tu cuerpo.
—¿Está loco?
Él endureció la mirada y posó su mano en la empuñadura de su cuchillo.
—Cuidado... Nadie me habla así, por mucho que me guste su culo.
—Discúlpela, Capitán—se apresuró a intervenir Gabriela, quien había visto el jaleo—. Solo vino de paso. Discúlpela, por favor, ella no conoce la ley de la mina.
Gabriela tomó a Antonella del brazo y se la llevó rumbo a su habitación. Durante el camino de salida del bar, Antonella no dejó de notar esa mirada dorada fija en ella mientras su dueño se empinaba la cerveza de un trago.
Echaba chispas.
La habitación de Gabriela no estaba lejos del chiringuito. Era un desastre, pero era suya. Al abrir la puerta encontraron la cama igual de revuelta que como la había dejado. Gabriela fue directa a su destartalada nevera y tomó una botella de licor.
Tomó un trago mientras Nella se dejaba caer en una silla sintiendo su corazón palpitar con fuerza.
—Por Dios, Gaby. Ese hombre me tenía asustada—dijo—. ¿Viste cómo me acorraló?
Gabriela le pasó la botella sin decir nada. No sabía como decirle a su amiga de que acababa de cometer un gran error. Nella tomó un poco de licor arrugando la cara. Prefería no tomar alcohol pero estaba muy nerviosa a raíz del encuentro con ese horrible hombre.
—El capitán se veía enojado.
—Problema suyo. Ese troglodita me confundió con una prostituta y cuando le dije que no lo era, insistió en que pagaría por mi cuerpo ¿te puedes imaginar? Como si eso fuera posible.
Echó hacía atrás su cabello en un gesto que denotaba su buena cuna aunque ella fuera inconsciente de ello.
—¿Eso hizo?
—Sí.
—¿Y en ese momento decidiste llamarle loco frente al pueblo entero? Menuda mierda.
—Eso digo.
Gabriela se empinó un trago soltando otro taco, se sentía muy frustrada por lo que acababa de pasar. Le acercó la botella a Nella pero esta vez se negó.
—No. Gaby, tú sabes muy bien que las mujeres somos dueñas de nuestros cuerpos y no solo un objeto s****l. Qué te ganes la vida ofreciendo tu cuerpo, no significa que siempre debes decir sí. ¿Verdad? —Se la veía preocupada—, necesito pensar qué voy a hacer a partir de ahora. Necesito dinero, y urgente. No puedo volver sin nada después de todo lo que invertí para esta aventura. Los gastos en la villa son tan altos que estoy considerando venderla—se frotó la cara, invadida de preocupación—. No puedo darle largas a esto. Ya que las tortas no son una opción inmediata, dime qué cartas tengo para jugarme en este pueblucho antes de irme.
Miró a Gabriela buscando una respuesta. Ella llevaba cara del que asiste a un funeral.
—Bueno, tenía una carta bajo la manga. La acabas de echar a la basura hace cinco minutos.
—¿Cual? ¿A qué te refieres?
La rubia se recostó al respaldo de la silla, tomó otro trago y miró a Antonella. Joven de piel blanca y cabellera negra, grandes ojos azules enmarcados por largas pestañas; ojos que habían adquirido con los años, un velo de desesperación. Llamativa. Gabriela deseaba darle buenas noticias. Cómo querría hacerlo.
—Bueno, no tienes nada que vender y si no te prostituyes… —Gabriela se apresuró a levantar la mano para acallarla ya que se había sobresaltado con el comentario y continuó—No te estoy pidiendo que lo hagas—aclaró—. Solo te informo que acá las opciones son mínimas. La carta que tenía bajo la manga cuando perdiste tus tortas era pedirle al único hombre con poder en este pueblo que te contratara para algún trabajito que le surgiera. El dueño de la mina. Ese que tiene bajo su mando a varios trabajadores: el Capitán.
Nella dio un respingo.
—¿Qué...? ¿Te refieres al tarzán que quería entrar a mi cueva?
—Sí, a ese mismo. Mira, él es una especie de terrateniente que nos protege y nos pone el pan en la boca—explicó Gabriela—. Y el único capaz de ofrecerte empleo. Eso por las buenas... Aunque dudo que la idea de contratarte le entusiasme cuando le has dicho loco delante de todos. Para el capitán lo más sagrado es el respeto. Y por todos es sabido que puede llegar a ser cruel si se lo propone.
—Mierda.
—Caerle mal al Capitán es caer en desgracia. Por lo menos por estas tierras.
—Quieres decir... —Nella se lamió los labios, de pronto los sintió muy secos. Señaló hacia la puerta, hacia ese lugar más allá de las paredes que compartían, donde unos ojos dorados la atravesaban con furia.
—Lo que tú quieres decir es que… ¿este hombre es el… dueño del pueblo?
—Aquí no funcionan las leyes como en la ciudad. Quien tiene el oro tiene el poder. Y sí, digamos, que el tipo tiene mucho poder. Si el Capitán quiere borrarte del mapa, solo tiene que chasquear los dedos.
Nella sintió que el mundo se abrió bajo sus pies. Un abismo oscuro volvió a tragársela. ¿Es que no podía la vida darle un respiro? ¿Tener la más mínima esperanza sin que antes se le escurriera de las manos? El desespero se apoderó de ella.
Un sollozo escapó de su boca y no pudo detener los que le siguieron. Pronto fue presa de un llanto desgarrador.
—Ay Dios, amiga, tranquílizate—Gabriela se levantó e intentó calmarla, pero fue inútil.
—Era mi último recurso. Venir aquí—balbuceó con el rostro entre las manos—. Qué será de mí si pierdo a Yayita. Ya lo he perdido todo. No me queda nada.
A Gaby el corazón se le atragantó en la garganta, reconocía la desesperación de primera mano. Años atrás su vida había sido truncada por un giro cruel del destino que la había llevado hasta la selva. Y la de su amiga parecía seguir la misma suerte.
—No digas eso, algo se nos ocurrirá... —añadió con poca convicción. No veía salida fácil.
—Te juro que no puedo con esto... ¡quiero morirme de una vez y acabar con todo! ¿Qué más puedo hacer, que dejarla morir? ¿rendirme? Con la deuda que nos dejó “ese” he tenido que hacer de todo para sobrevivir.
No hizo falta que explicara de quien hablaba. Gaby sabía que se refería a su padre. Posiblemente el causante directo de su desgracia. A ella le había fallado su padrastro y podía entender el hecho de que no llevara su sangre fuera razón para lanzarla al abismo de la perdición. No era justo, pero lo entendía. Pero Nella debía convivir con un enemigo que la destruía y que además compartía su ADN.
Todo el amor y admiración que había sentido por su padre de pequeña, se había ido desvaneciendo.
—Y ahora con la enfermedad de Yaya... —miró a Gaby con desolación—He perdido varios semestres y temo que perderé otro si sigo así—susurró, ahora más bien con resignación—. Ya ni siquiera podré llegar a ser doctora como quería mamá... —se llevó la mano al pecho como un reflejo—¡Ay Dios!
Su corazón estaba muy lastimado desde la muerte de su madre y no había hecho nada más que romperse en pedacitos a lo largo de los años que le siguieron.
Gabriela la envolvió en sus brazos. Por ofrecer, solo le quedaba su amistad. Su vida había sido un naufragio entre desgracia y desgracia. El convertirse en prostituta no fue una elección vocacional; fue una manera de mantener a sus hermanos cuando su madre murió y el patán de su padrastro los dejó en la calle. La única que le brindó una mano fue Antonella, pero en aquella época era una chiquilla y no pudo más que consolarla y darle unos cuantos billetes a escondidas. Le frotó la espalda permitiendo que se desahogara como aquella vez, hace años, lo hiciera ella.
El llanto se fue apagando. Sin embargo, dejó la tristeza.
—Hablaremos con el Capitán—aseguró Gaby—. Le explicaremos todo y quizá, bueno, logremos que te ayude.
—¿Cómo se supone que voy a confiar en un hombre que quiere prostituirme? ¿No crees que terminará aprovechándose de la situación?
—Primero que nada: el capitán quizá sea un poco duro y malhablado pero no es un violador.
—De todas formas, me parece peligroso. ¿No lo crees?
Nella pensó en sus armas y en la manera atrevida que tuvo de arrinconarla.
—Es perturbador—admitió—. La verdad es que no me sentiría cómoda trabajando para él.
Gaby se echó hacia atrás sin dejar de ver el rostro de Antonella, quien se empeñaba en recomponerse. Con la nariz y ojos enrojecidos producto de su reciente crisis emocional movía las manos con nerviosismo.
***
Gaby no había obtenido un título universitario. Pero había desarrollado la capacidad de reconocer el deseo. Y a pesar de que Antonella insistía en pensar en una solución honesta para su problema de dinero, se sirvió otro trago y se lo tomó dejando el vaso sobre la mesa con un sonido seco, su mente no podía evitar evocar el recuerdo del rubor de Nella regándosele por el rostro cuando el Capitán la arrinconó. Ella acababa de salir de la maleza en aquel momento, cuando la vio aceptarle la cerveza. Aquel gesto amistoso la hizo detenerse y valorar la escena. ¿Nella y el Capitán? ¿El Capitán y Nella? La visión le pareció de otra dimensión. Por supuesto, notó el asombro y el miedo ante lo desconocido. Pero también notó algo más visceral: la forma en que el cuerpo de Nella respondía a la presencia masculina, como poco invitadora.
¿Se daba cuenta de las señales que emanaba al lado de ese hombre? Gaby lo dudaba, sinceramente. Pero se la veía tan vulnerable y confundida que decidió dejarla estar.
***
Gabriela tomó las manos de Nella para que las mantuviera quietas.
—Tranquila, todo saldrá bien. Ahora descansa un poco; has hecho un largo viaje y la has pasado fatal. Mañana amanecerá y veremos.
Nella intentó una sonrisa, pero no le salió. Estaba tan agotada que apenas podía mantenerse en pie. Sin embargo su mente activa no dejaba de repetirle que invertir lo poco que tenía en su aventura en Casablanca fue un desatino. Un error que la ponía de nuevo entre la espada y la pared. Gaby le cedió su cama ocupando una colchoneta vieja que tiró en el piso sin cuidado alguno. Vio a Nella levantarse para cambiar las sábanas por unas limpias y estirarlas hasta dejarlas impecables y puso los ojos en blanco.
Manías...
Cuando Nella se recostó y cerró los ojos, su jaqueca apareció, atormentándola como bien sabía hacerlo, y cuando finalmente logró dormirse, en la madrugada, sus sueños la arrastraron hacia lugares funestos y oscuros. Donde todo era tan incierto como la realidad.
Recibió de lleno los rayos solares sobre su piel tostada, el ala de su sombrero y su camisa arremangada. Eran capas de sol, tierra y sudor acumuladas en su epidermis. De pequeño su tez habría sido clara pero con el paso del tiempo adquirió la apariencia del cuero y la dureza del acero. Sus ojos claros le conferían un aspecto peligroso al empequeñecerse convirtiendo su mirada en oro puro y fuego.
Pocos tenían el privilegio de conocer su nombre de pila, ya que en pocos confiaba. Y es que demasiado pronto supo que la selva era un sitio peligroso, perdiendo junto a todo lo que le importaba cualquier sentido religioso del bien y del mal. Pero con los golpes de la vida desarrolló un sentido bastante personal del concepto.
—Informes—exigió el Capitán, su bota mugrienta halló lugar sobre un montículo de tierra excavada.
—Los morochos llevan cincuenta onzas de oro—comenzó a explicar el cojo. Y a recitar uno a uno a los trabajadores y sus descubrimientos del día.
El cojo tenía un aspecto un poco siniestro, posiblemente por su manera de arrastrar el pie. Recibió su apodo cuando siendo un jovenzuelo y en estado de ebriedad se dejó pisar un pie por un auto. Fue tanto el daño que nunca caminó igual. Sin embargo, su sentido de la vista y su suspicacia le consiguieron trabajo con el Capitán, convirtiéndose a los ojos de los mineros en el que le contaba todo al patrón.
—El manco encontró once onzas y el enano sigue sin encontrar nada—finalizó.
Un brillo dorado resplandeció en los ojos del capitán.
— Sigue sin encontrar una pizca... Jú...—lanzó un escupitajo al piso—Revisa su casucha. Quiero que no te dejes ni un hueco por revisar. Dios quiera que no me esté viendo la cara ese hijo de puta... pero si es así, sabes qué hacer.
Asintió conociendo las implicaciones de la frase. Luego esbozó una sonrisita pícara y señaló con la cabeza hacia un punto detrás de él.
—Por cierto, lo andan buscando unas lindas damiselas.
Ladeó la cabeza y vio en la entrada de su mina a Gabriela y a la muchacha de piel pecosa que se atrevió a rechazarlo.
El deseo le azotó como un latigazo. Al igual que el cabreo. Con qué jodido descaro se atrevía aquella mujer a presentarse en su mina. Más le valía desaparecer antes que la bestia que había en él se despertara y exigiera indemnización.
No era un samaritano, de esos que perdonaban los agravios, por muy pequeños que estos fueran. Todos lo sabían. Y se comportaban en consecuencia.
—No son damiselas, hombre, ¡no tengo tiempo para perder con putas!
Una sonrisa arrogante curvó sus labios al notar a las susodichas, especialmente la de piel cremosa, que lo miraron con furia. La misma que él saboreaba desde hacía unas horas y que llevaba su firma. Pero la venganza, dulce y satisfactoria, se había apresurado en llegar. Descendió al enorme hoyo llenando sus botas de lodo y se olvidó del asunto. La muchacha de piel cremosa podía irse al infierno. Se concentró en su negocio. Lodazal, agua sucia, sudor y con suerte... brillo.
Las horas pasaron y el sol se ocultó para dar paso a la luna y la luz artificial. La mina contaba con unos faroles colgantes cuya luz provenía de una planta ruidosa. Ya estaban acostumbrados al traqueteo del armatoste. Día a día los mineros se turnaban y llegaban otros con sus bateas y pantalones raídos a continuar extrayendo las riquezas que la tierra ocultaba.
Con la llegada de la noche el clima cambió drásticamente. La diferencia entre noche y día suponía varios grados menos y una neblina espesa producto de la humedad. Frío, oscuridad y plaga se extendían como manto entre la tierra y los matorrales espesos.
Ha sido un día productivo, pensó el Capitán en su oficina mientras sopesaba en su mano un puñado de oro puro. Había que procesarlo; pero eso quedaría para después. Por la ventana se filtró el trajinar de sus trabajadores y el sonido de las máquinas. Colocó el saco de oro dentro de la caja fuerte y la cerró concienzudamente.
Aquello era su día a día. Mañana sería otro. Era momento de ir a casa a descansar.
***
Antonella cerró bien su chaqueta mientras apresuró el paso. No quería que Gabriela se enterara de sus andanzas. A las diez de la noche seguía en Casablanca, a pesar de que esa misma mañana, después del desaire del Capitán, su amiga la había subido en un bus y se había despedido de ella dándole todo el dinero que llevaba. La decisión había surgido producto del desaire y la indignación.
Pero esa indignación estaba pasando, el bus se había alejado cerca de quince minutos cuando se dio cuenta que regresar significaba volver al punto de partida. Con un grito le pidió al conductor que se detuviera, no podía irse así de Casablanca.
Necesitaba un plan.
Pasó el día sentada en la plaza estrujándose el cerebro. Ella y Gabriela habían ido a pedirle ayuda al capitán esa mañana y él ni siquiera las recibió.
El hombre jamás la ayudaría, sus intenciones habían sido claras, así como su opinión. Tenía que encontrar una forma de acercarse de nuevo a él y tener la oportunidad de explicar qué hacía ahí, se disculparía, aunque dudaba que semejante cavernícola lo mereciera. Pero bien valía su orgullo encontrar un trabajo, y si ese hombre, el famoso Capitán era el dueño del pueblo, bueno, no había otra persona a la cual acudir por ayuda.
Se apretó las sienes. No podía irse, eso estaba decidido. Debía congraciarse con el dueño del pueblo y convencerlo de que la contratara. Esta vez no inmiscuiría a Gabriela. No. Había quedado claro que el capitán le tenía muy poco respeto. Si es que aquel salvaje respetaba alguna mujer. Sospechaba que era un machista consumado. Y ella estaba en desventaja al pedirle ayuda. Lo sabía. La vida la ponía en una encrucijada. Como siempre.
Parecía que su vida había sido un compendio de encrucijadas, cada cual más retorcida. Aunque le intimidara, debía confrontar la situación. Recordó el tiempo en que creyó que confrontar significaba hacerse un ovillo y soportar el dolor, pero no era así, debía hallar el valor dentro de sí misma y apechugar con lo que vendría. Yaya bien lo valía.