CAPÍTULO DOS
Por encima de la solitaria isla en el centro del mar volaba un dragón solitario, un pequeño dragón, todavía no muy grande, su grito era estridente y penetrante, ya dejaba entrever el dragón que algún día sería. Volaba victoriosamente, sus pequeñas escamas vibraban, crecían a cada minuto, batía sus alas, sus garras sujetaban la cosa más preciosa que había tocado en su corta vida.
El dragón miró hacia abajo, sintiendo el calor entre sus garras y observó su preciada posesión. Oyó el llanto, notó el retorcimiento y se sintió tranquilo al ver que el bebé aún estaba en sus garras, intacto.
Guwayne, había gritado el hombre.
El dragón todavía oía los gritos retumbando en las montañas mientras volaba alto. Estaba muy feliz por haber salvado al bebé a tiempo, antes de que aquellos hombres pudieran clavarle sus dagas. Les había arrancado a Guwayne de las manos sin perder ni un segundo. Había hecho bien el trabajo que se le había ordenado.
El dragón volaba más y más alto por encima de la solitaria isla, hacia las nubes, ya fuera de la vista de todos aquellos humanos de allá abajo. Pasó por encima de la isla, por encima de los volcanes y las sierras montañosas, a través de la neblina, más y más lejos.
Pronto estaba volando por encima del océano, dejando atrás la pequeña isla. Delante de él se encontraba una vasta extensión de mar y cielo, sin nada que rompiera la monotonía por varios millones de kilómetros.
El dragón sabía exactamente a donde se dirigía. Tenía un sitio al que llevar a este niño, este niño al que ya quería más de lo que podía decir.
Un sitio muy especial.