Capítulo 1-1
Capítulo 1
1814CUANDO el carruaje giró hacia una calle muy poblada, se escuchó el sonido de música en la distancia. Odella Wayne, que viajaba en el asiento trasero, se inclinó para ver si podía adivinar de dónde provenía.
Cuando vio lo que sucedía a lo lejos y que la gente se movía con rapidez para dejar libre la calle, lanzó una exclamación:
—¡Es un circo!
Su Doncella, que ocupaba un asiento frente a ella, aplaudió:
—¡Qué emocionante, señorita Odella!
El conductor, un hombre de edad que servía al vicario desde hacía muchos años, condujo el caballo hacia una calle lateral.
—Tendremos que esperar aquí, señorita Odella —dijo por encima de su hombro—. Habrá que aguardar que pasen.
—Es una buena idea, Thompson —asintió Odella—. Así podremos verlos de cerca.
Se dio cuenta de que Emily se estiraba para poder contemplar el desfile.
Ven a sentarte junto a mí, Emily —le dijo con amabilidad Odella—. Podrás ver mejor desde este lado.
—Oh, gracias, señorita Odella —repuso Emily—. Desde que era pequeña, me han enloquecido los circos.
Odella sonrió, ya que sabía que aquello no se remontaba a muchos años.
Cuando decidió que, ya que su padre se hallaba ausente, podía ir de compras a Portsmouth, ordenó el carruaje que el vicario solía usar cuando viajaba.
Sugirió al ama de llaves, la señora Barnet, que fuera con ella, pero la vieja mujer respondió:
—Debo negarme, señorita Odella, ya que tengo mucho que hacer. Cuando el amo se ausenta, es mi única oportunidad de limpiar su estudio. Ya sabe cómo se pone si alguien toca sus libros cuando está en casa.
Odella sonrió.
—Tiene razón y debe aprovechar la oportunidad. Papá se molesta mucho cuando le mueven sus libros, en especial los que consulta para sus investigaciones.
El vicario estaba escribiendo una historia de la aldea de Nettleway, que era su parroquia. Como necesitaba muchos libros de referencias, se amontonaban éstos sobre las mesas del estudio, e incluso en algunos rincones del piso.
Odella podía entender el deseo de la señora Barnet de limpiar la habitación cuando tenía oportunidad para ello.
—Hay varias cosas que deseo hacer en Portsmouth —dijo Odella—. Así que me llevaré a Emily conmigo. Sé que a Papá no le gustaría que fuera sola.
—¡Por supuesto! —afirmó la señora Barnet—. La madre de usted, a quien Dios tenga en su seno, jamás le permitiría tampoco hacerlo.
No cabía duda de que así era, ya que el Portsmouth del momento era muy diferente al Portsmouth de antes de la guerra. Ahora la situación parecía haberse vuelto en contra de Napoleón y Wellington enviaba a casa todos los día alentadores informes de sus progresos.
La gente se mostraba mucho más alegre que el año anterior. Durante la primavera y el verano anteriores, los caminos a Portsmouth y a Plymouth habían estado llenos de tropas. Entre ellas, los regimientos de caballería, con sus esplendidas monturas. También, las batallones de reserva, que marchaban para relevar a los soldados que para entonces ya eran veteranos de la guerra continental.
Cruzaban las aldeas haciendo sonar sus tambores, y los niños, entusiasmados, corrían tras ellos. Las amas de casa acudían a las puertas o ventanas de sus casas para verlos pasar. Las mujeres de edad se lamentaban de que aquellos jóvenes corderos, probablemente, iban al matadero. Los viejos y quienes habían regresado heridos a Inglaterra les compadecían entre dientes.
Odella y su padre, con frecuencia, comentaban el viaje que les esperaba al cruzar el mar. Se preguntaban lo que los soldados pensarían cuando vieran por primera vez las playas del continente.
Los hombres que regresaban solían acudir a contarle al vicario sus experiencias, con la sensación de que era la única persona en la aldea que los entendería. Solían describirle de forma muy elocuente el hedor de Lisboa. Lo que sintieron mientras marchaban por las altas montañas hacia la frontera entre Portugal y España.
Algunos de sus relatos habían hecho a Odella sentir deseos de llorar. Otros, en cambio, eran muy divertidos. Uno de los jóvenes que había regresado a casa herido de no mucha gravedad, el hijo del doctor, se llamaba Tim Howland. Le describió al vicario, a quien conocía desde pequeño, lo que sus compañeros y él experimentaron. Picados por los insectos, con los pies lastimados y polvorientos, finalmente se encontraron con los alegres y endurecidos veteranos que serían sus camaradas.
—Fue entonces cuando nuestra educación empezó —dijo Tim
El vicario enarcó una ceja y Tim prosiguió:
—A mí y a muchos otros compañeros el Mayor O'Hara nos condujo a una elevación desde donde podíamos ver al enemigo en la planicie. "¡Esos son los franceses!", —gritó con su potente voz de mando. "Deben matarlos y no permitir que ellos los maten a ustedes. Deben aprender a protegerse como puedan. ¡Recuerden, reclutas! Vienen aquí a matar, no a morir. Mantengan esto en la mente: si ustedes no matan a los franceses, ellos los matarán a ustedes".
—Eso sí que es hablar claro —comentó el vicario.
—Eso pensamos —respondió Tim—. Pero resultó muy cierto, como comprobaríamos por nosotros mismos.
Después de escuchar con frecuencia relatos similares, Odella rezaba siempre por cada contingente de tropas que llegaba. Marchando detrás de los tambores, era evidente que disfrutaban de los vítores de la multitud. Apreciaban mucho que las jovencitas corrieran a entregarles flores o a darles un beso.
Se preguntaba cuántos regresarían y cuántos quedarían sepultados en tumbas sin identificación.
De hecho, desde el inicio de su gran ofensiva en mayo de 1813, Wellington había tenido bajo su mando más de cincuenta mil soldados ingleses y unos treinta mil portugueses. Ahora, desde el pasado febrero, Wellington tenía el paso abierto a través de los Pirineos en el Sudeste de Francia y los españoles se habían vuelto amistosos.
—¡Oh, Señorita, mire! —gritó Emily.
La música que se elevaba no era la de los tambores que con tanta frecuencia escuchaba Odella. Se inclinó para mirar hacia la calle. No se sorprendió de que Emily estuviera entusiasmada. Un colorido desfile avanzaba hacia ellas. Lo conducía un hombre ataviado de chaqueta roja y sombrero de copa n***o, el cual alzaba intermitentemente como saludo hacia las mujeres que agitaban la mano a su paso. Cabalgaba en un fino caballo n***o.
Detrás de él marchaban cuatro caballos más, montados por lindas jovencitas que vestían faldas de ballet que dejaban ver sus bien formadas piernas. Sobre la cabeza llevaban fulgurantes coronas con ondulantes plumas y lo que parecían ser resplandecientes joyas. Emily se emocionó tanto, que no pudo evitar incorporarse. Se puso de rodillas sobre el asiento de enfrente, desde el cual podía contemplar mejor el espectáculo.
A cada momento se acercaban más.
Ahora Odella podía observar que la banda de música iba sobre la carreta tirada por dos caballos blancos. Los conducía un hombre vestido con la piel de un tigre. Resonaban los timbales ruidosamente y un gran tambor hacía las delicias de la gente.Todos los músicos de la banda llevaban uniformes muy vistosos.
A esa carreta le seguían algunos payasos que gastaban bromas a los paseantes y agitaban frente a los niños enormes globos de colores, los cuales retiraban antes de que los pequeños pudieran apoderarse de ellos.
Con sus rostros pintados de blanco, exagerados labios rojos y extraños pantalones, era imposible no reírse al verlos. Cada movimiento que hacían y cada palabra que decían provocaba oleadas de risas de cuantos caminaban por la calle.
En otra carreta cubierta, no roja escarlata como las otras, sino de llamativo tono plateado, se veía una figura espectacular. Sentada en lo que parecía un trono, llevaba puesto un vestido brillante que reflejaba los rayos del sol a cada movimiento. Le cubría no sólo el cuerpo, sino también la cabeza. Cubría el rostro con lo que Odella reconoció como un velo árabe, el cual sólo le dejaba al descubierto los ojos. En una mano portaba una gran bola de cristal y en la otra un juego de naipes.
—¡Es la adivinadora, señorita Odella! —exclamó Emily—. ¡Ya he oído hablar de ella!
Odella pensó que representaba bien su papel.
Entonces, muy cerca de ellos, el hombre de la chaqueta roja ordenó hacer un alto.
Todos los que lo seguían se detuvieron.
—¡Damas y Caballeros! —gritó con una voz que pareció hacer eco en las casas del contorno y obligó a la gente a guardar silencio—. ¡Amigos de Portsmouth! Esta tarde, a las tres, ofreceremos una función de circo en Lincoln Field, y otra a las seis. ¡Vengan a disfrutarla! ¡Vengan y admiren la pericia de nuestras bailarinas a lomo del caballo, la forma en que nuestros payasos las harán reír y consulten a Madame Zosina, quién les dirá las maravillosas sorpresas que les depara el futuro!
Hizo una pausa para añadir de forma aún más sugestiva: —-Como todos les deseamos buena suerte a los valientes que luchan por nosotros contra Napoleón, Madame Zosina leerá la suerte de todos los soldados que acudan a ella a la mitad del precio habitual para todos los demás.
Se escucharon gritas de júbilo y algunos sombreros volaron al aire.
Madame Zosina inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.
—¡A las tres de la tarde! —gritó el maestro de ceremonias—.Y no lleguen tarde!
Entonces, la banda empezó a tocar y reiniciaron la marcha. La gente agitaba sus manos desde la calle y las ventanas. Un grupo de entusiasmados chiquillos corría a los lados y detrás de los caballos y carretas.
Cuando desaparecieron, Emily lanzó un profundo suspiro. —
—¡Qué bonito estuvo, señorita Odella! ¡Cuánto me gustaría que me leyeran mi suerte! —dijo, y miró suplicante a Odella.
Corno Odella le tenía gran afecto a la joven, que contaba con solo diecisiete años, uno menos que ella, le prometió:
—Si terminamos pronto nuestras compras, tal vez podamos ir al circo.
Emily se apretó las manos.
—Oh, señorita Odella, ¿lo dice en serio? ¡Será algo que recordaré toda mi vida!
—Espero que tengas muchas otras cosas buenas además de eso que recordar —le indicó Odella —. Como no tenemos que apresurarnos para regresar a casa, iremos al circo; pero antes debemos terminar de hacer nuestras compras.
El carruaje se había puesto en marcha y Thompson hizo girar el caballo al llegar al final de la calle.
Odella había hecho una lista de cosas que necesitaban tanto la señora Barnet, a quien faltaban materiales de limpieza, como Betsy, la cocinera.
Betsy servía en la vicaría desde hacía muchos años y siempre se estaba quejando de que las tiendas de la localidad no tenían los ingredientes que ella deseaba. Era una cantinela que Odella había escuchado cientos de veces. Así que ahora llevaba consigo una lista de cuanto Betsy precisaba. Aun cuando les llevó algún tiempo, lograron adquirir casi todo lo previsto poco antes de las tres.
Odella se había dado cuenta de que, mientras solicitaba una cosa tras otra, Emily no cesaba de mirar el reloj. Temía desesperadamente que, si llegaban tarde, no pudieran conseguir asiento.
Sin embargo, Odella pensó que era poco probable que el circo se llenara por la tarde. Sería después, cuando ya las tiendas hubieran cerrado y la gente no tuviera otra cosa que hacer, cuando la mayoría acudiría a Lincoln Field, donde se levantaba el circo.
Entonces, todos los asientos se ocuparían.
Cuando, finalmente, Odella ordenó a Thompson donde llevarlas, Emily casi brincó de alegría.
—Ahora, ¿qué quieres hacer, Emily? —preguntó Odella—. Vamos primero al circo a ver los payasos, a los caballos y a los monos, o quieres visitar a Madame Zosina?
Emily lo pensó detenidamente y, al fin, respondió:
—Creo, señorita Odella, que deberíamos ir a ver a Madame Zosina primero. No habrá mucha gente esperando consultar a esta hora y más tarde, a lo mejor, se marcha sin que logremos verla.
Odella se rió, pensando que era un buen razonamiento el que le hiciera Emily.
—Muy bien —dijo—. Madame Zosina primero. Cuando llegaron a Lincoln Field fue sencillo identificar la tienda de Madame.
Se erguía aparte y era roja, con su nombre plasmado en el exterior en letras doradas.Llamaban la atención dos grandes palmeras metidas dentro de unos cubos.
Odella adquirió los billetes y penetraron en el recinto. Había una fila de sillas a cada lado de la tienda para quienes esperaban su turno de entrar a un lugar cubierto en el interior.
Madame Zosina quedaba oculta a la vista por una brillante cortina, semejante a la tela de su vestido y del velo que le cubría el cabello.