Capítulo 2 | El poderoso señor Walton

2261 Words
Cerró la puerta a mi espalda con bastante brusquedad, mis ojos también se cerraron y mordí con fuerza mi labio inferior, repitiendo una y otra vez todo lo que le había dicho al hombre sin saber quién era realmente. Oficialmente, hoy era el peor día de mi vida. Me quedé de pie a la mitad de su gran oficina, sintiendo como él caminaba por el lugar con desdén, acechándome. Me atreví a abrir mis ojos para confirmar que estaba cerca de la ventana, miraba por ella con mucha concentración y me daba la espalda. El silencio era cortante y asfixiante, observé hacia todas las direcciones pensando si quizás él esperaba a que yo hablara primero o si por el contrario lo mejor era darle su tiempo para que él lo hiciera. En la oficina entera reinaba el color n***o, no había ni una pizca de color en las paredes y mucho menos en su escritorio, la oscuridad parecía adueñarse de todo allí dentro, incluyéndome. Poco a poco comencé a impacientarme, seguían perdido en el panorama de la ciudad que nos rodeaba, sus manos no salieron de sus bolsillos, sin embargo, aunque parecía verse relajado, sus hombros y los músculos tensos de su espalda mostraban lo opuesto. Quizás, si veía con más detalle, podría percibir humo saliendo de su cabeza a causa de la ira que experimentaba y que tan ágilmente ocultaba de mí. Decidió acabar con mi agonía, su voz aterciopelada se filtró a mis oídos. —Quiero pensar que imaginas a Richard, el poderoso señor Walton, siendo tu jefe y no a su hijo, Alexander Walton, ¿Me equivoco? —inquirió, su mirada seguía fija en la ventana. No estaba muy lejos de la realidad, lo que decía era cierto, desde que me habían contratado siempre imaginé Richard Walton, un hombre de más de sesenta años y ahora me enteraba que en realidad tendría que lidiar con un tipo joven y arrogante como lo parecía ser su hijo y único heredero, Alexander Walton. Sin embargo, no le diría eso, ya me había metido en suficientes problemas, no quería más al decir abiertamente lo que pensaba del hombre que estaba conmigo en aquel momento. —No, no se equivoca. —murmuré, su cabeza giró ante mi tono suave, al parecer le había sorprendido mi cambio de actitud y me observó sobre su hombro, volviendo a sonreír. Debía admitir que mis piernas temblaron un poco, esa sonrisa le quedaba muy bien, pero había algo extraño en la curva que se apoderó de su boca, no era de diversión, de hecho, parecía ser todo lo contrario, era falsa, carente de emoción o sinceridad. Era un gesto frío, sombrío, mis piernas no dejaron de sentirse débiles. —Parece que ya no eres tan valiente, Eleanor. —se mofó y por primera vez en mi vida mis mejillas se tiñeron de un tenso rojo. No sabía cómo actuar ante la situación que yo misma había provocado, jamás me había sentido tan avergonzada y humillada hasta que conocí a Alexander Walton, no podía ser altanera en ese momento, él tenía el poder para dar la estocada final y acabar con la esperanza que tenía de mejorar mi vida a nivel económico y apostaba que él era consciente de ello. Con solo un chasquido de sus dedos yo estaría en la calle, sin poder pagar mis deudas y regresando a casa de mis padres. Y eso no podía pasar, simplemente no, me estremecía de solo pensar en que tendría que someterme al régimen que mi padre había estipulado en aquella casa, ese fue el motivo principal por el cual hice lo que hice. —Lamento mucho lo sucedido, señor Walton —supliqué y agaché la cabeza porque odié estarme comportando como una persona sumisa—. Deme otra oportunidad, no se arrepentirá. Por favor. Si realmente este trabajo no fuera la maldita solución para todos mis problemas financieros ya hubiera salido por la misma puerta por la que entré, no sin antes decirle sus cuantas verdades a ese hombre. Mi petición lo hizo reír y girarse completamente hacia mí, esa simple acción de su parte me hizo sentir diminuta. —Así que es por eso, crees que te voy a despedir. —dijo, asombrado, volvió a reír y yo, sintiéndome demasiado confundida, asentí, no sabía por qué se reía, pero quería que dejara de hacerlo. ¿Qué podría parecerle tan gracioso? Jugar con las necesidades de las personas era de todo, menos gracioso. Con cada segundo que compartía con este hombre el desprecio que me hacía sentir por él crecía más y más. Nunca antes una persona me había caído como una patada en el estómago como Alexander Walton. No obstante, yendo contra mi naturaleza, seguí guardándome mis comentarios. —Lo he insultado, despedirme sería lo más lógico. —obvié, aunque estaba poniéndome la soga en el cuello. Él soltó otra carcajada. —Creí que eras más lista, pero te subestimé —expresó y mis cejas se elevaron disgusto, pues acababa de decirme tonta—. ¿Tienes idea de lo que son las reglas, Eleanor? Por un segundo, no comprendí por qué estaba preguntándome aquello hasta que mi mente me recordó que él había estado esperando por mí estos veinte minutos que había llegado tarde para encontrarse conmigo diciendo barbaridades sobre él. De nuevo, seguía sin ser el mejor escenario, sus ojos gélidos y oscuros dejaron de mirarme con molestia, se dirigió a la parte de atrás de su escritorio, justo a el mueble empotrado que llenaba la pared frente a mí, allí noté libros viejos y algunas botellas licor, él abrió una de ellas y vertió de aquel liquido ámbar en un vaso de cristal. Arrugué la nariz cuando el olor a alcohol llegó a mis fosas nasales, detestaba el alcohol y la razón también era mi padre. —¿Debo responder o…? —pregunté de regreso, sin saber si quería una contestación de mi parte. Él me observó por una fracción de segundo para, acto seguido, beber un trago del vaso con licor, adquirió un gesto pensativo y un minuto después se sentó en la silla giratoria, observándome desde allí, no me invitó a hacer lo mismo por lo que continué de pie en la mitad de la habitación. Eso, en silencio, demostró que él tenía mucho más poder que yo. Agitó el líquido causando suaves movimientos del licor en el vaso antes de dirigirse nuevamente a mí. —Son principios, Eleanor, las reglas son principios fundamentales que nos dan control —explicó—. Y esta empresa tiene reglas que debes respetar para que todo funcione como tiene que ser —seguía diciendo y mi confusión se volvía más y más grande—. Es muy sencillo, yo ordeno, tú obedeces, ¿Lo entiendes? Estaba impactada porque lo que decía, mi mente iba a mil kilómetros por ahora para lograr comprender su manera de pensar, pero no tuve éxito. Me mantuve en silencio, no estaba segura de qué responder, ante eso Alexander puso su atención en mí, su expresión neutral me desconcertaba, no creía posible que una persona fuera incapaz de ocultar tan bien sus emociones como él. —¿Sabes cuáles son las reglas de Walton Asociados? —interrogó y yo negué—. Te las diré y espero que no las olvides. —chistó. Una oleada de calor me recorrió de pies a cabeza, empezaba a molestarme su estúpida actitud ególatra, quizás eso era lo que buscaba de mí. Formé mis manos en puños, quedándome completamente estática. —Las reglas son simples, así que grábalas en tu cabeza —objetó, señalando con su índice hacia su sien—: Regla número uno: no discutes ni contradices sin importar qué. Regla número dos: escuchas y obedeces sin importar qué. Y la mejor, la regla número tres: si no estás de acuerdo con mi forma de dirigir esta compañía no interesa saberlo, te callas o renuncias —expuso—. Simple, ¿No lo crees? Su forma de expresarse dejaba en evidencia la clase de persona que era, no me había equivocado al decirle que encontraba diversión menospreciando a los demás porque era justamente lo que estaba haciendo conmigo. Quería dominar, quería sentirse el todo poderoso. De nuevo, no obtuvo respuesta de mi parte. —Ahora quiero escucharte, Eleanor —instó, ubicando el vaso con licor sobre la mesa y me observó fijamente—: ¿Has entendido las reglas? Tenía muchos pensamientos contradictorios en mi cabeza, pero entre todos ellos reinaba uno: quería darle una patada justo en sus partes nobles e irme victoriosa. No obstante, estaba atada de manos, conseguir un trabajo con el salario que este tenía me llevaría mucho tiempo, tiempo que ya no tenía. Y luchando contra mis propios principios, mascullé a regañadientes: —He entendido las reglas. Quise golpearme tan fuerte por el tono dócil que se escuchó en mi voz, él también lo notó porque sonrió ampliamente, logró ponerme en el lugar para él yo debía estar. —Muy bien, Eleanor —afirmó con un movimiento de cabeza, mirándome con inconfundible desprecio—. Ya lárgate de mi oficina. Su voz fue tajante, mordaz y apreté mis dientes, mucho más furiosa que antes. Giré sobre mis talones conteniendo la respiración, estaba conteniéndome y no sabría si soportaría estar respirando su aire por mucho más tiempo. Mi mano tomó el picaporte, dispuesta a salir de allí, sin embargo, él no lo haría tan fácil. —Una cosa más —masculló a mi espalda y viré para encararlo—. La próxima vez que algo así vuelva a suceder, no seré amable contigo, Eleanor. Dicho esto, me ignoró por completo, se concentró en una carpeta sobre su escritorio actuando como si yo no estuviera en su oficina aun y entendí a la perfección que aquel era mi momento para escapar, salí tan rápido que di un traspié, lista para caer de rodillas al suelo, no obstante, Harold apareció como un ángel guardián evitando que esto ocurriera, uno de sus brazos me agarró por la cintura y lo aparté con brusquedad sin importarme que él no fuera el responsable de la ira que me carcomía por dentro. No quería que nadie me tocara, estaba a punto de explotar y si él no se alejaba, se llevaría la peor parte de mi malhumor. —¿Estás bien? —interrogó el chico, alzando sus cejas con interés. Sentía mi cara arder y exhalé sonoramente, respirando profundo buscando tranquilizarme. Quería gritar, pero formé una fina línea con mis labios. —Necesito salir de aquí. —expuse, buscando con desespero una salida. Zoe se acercó a paso veloz, la expresión en su cara me hizo saber que estaba imaginándose el escenario fatídico. —Por favor dime que no te despidieron. —rogó. Negué con la cabeza, apretando la mandíbula pues las palabras del señor Walton no salían de mi mente. Mi respuesta silenciosa la tranquilizó al instante. —No, pero me amenazó con hacerlo si cometía otra falta. —conté y sus ojos marrones se abrieron alarmados. Harold y Zoe compartieron una mirada cómplice, él miró el reloj en su muñeca, no llevaba más de una hora en aquel edificio y ya no me apetecía volver por el resto del día. —Podemos ir a la cafetería. —propuso el chico de lentes y yo no dudé en asentir. Todo era mejor que estar allí, no quería verle la cara a ese idiota otra vez, no estaba segura de controlarme esta vez y no lanzarme sobre él, rasgando su bonita cara con mis uñas. —Me parece bien. —concordó Zoe. Harold guio el camino a la cafetería que estaba en un piso inferior, ellos entraron y se acercaron al mostrador, les di libertad para que pidieran cualquier cosa por mí y fui directo a la terraza del lugar, me apoyé en la baranda, cerrando mis ojos y sintiendo como la brisa impactaba en mis mejillas sonrojadas. Mi corazón apaciguó su ritmo y mi respiración volvió a la normalidad. Sentí que alguien se ubicaba a mi lado, no interrumpió mi momento de calma, esperó a que mis ojos se abrieran nuevamente y se enfocaron en los suyos color miel, Harold estaba allí, a un paso de distancia. Miraba hacia el edificio de enfrente, que no era tan alto como en el que estábamos. —Lamento mucho haberte apartado de esa forma —dije, viéndolo entre mis pestañas—. Estaba muy molesta y cuando estoy molesta no quiero que nadie me toque o se me acerque. —Cherry bomb. —dijo, sonriendo. Fruncí el ceño, confundida. —¿Qué? —Una bomba de cereza —indicó—. En eso pensé al verte enojada. Sin poder evitarlo, una carcajada se construyó en mi garganta y al instante toda la tensión que sentía sobre mis hombros, en cada uno de mis músculos, se evaporó. —Eres un tonto. —choqué mi hombro juguetonamente con el suyo. No tuvo tiempo para replicar, Zoe apareció cargando una bandeja con tres cafés en ella y una tarta de manzana completa. Elegimos una de las mesas que había en la terraza, ellos comenzaron a charlar mientras yo los escuchaba con atención, no podía sacar de mi cabeza la voz de Alexander Walton, la impotencia, la ira y la humillación seguían allí y no dormirían hasta decirle todo lo que estaba callando para mantenerme en este trabajo. Pero una cosa era segura, tarde o temprano me enfrentaría a él y lo haría pagar por cada una de sus palabras.
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