Liam Simone
Siento que la cabeza me retumba. No dormí absolutamente nada la noche anterior, solo pensando en que Emilia está embarazada y que Antonella está completamente loca.
Me pongo lo primero que encuentro y salgo de la habitación; debo recoger a Antonella para ir por Emilia y llevarla a la ecografía que confirmará el embarazo.
Mientras conduzco, mi corazón late con fuerza, una sensación inexplicable me invade. No quiero que Emilia esté embarazada. Necesito que no lo esté, para poder encargarme de liberarla de esta situación.
Llego al hospital, pero Antonella aún no está lista; sigue acostada en la camilla. Al verme, su rostro se desencaja, visiblemente molesta. Cruza los brazos y niega con la cabeza.
—¿Qué te pasa? —le pregunto sin siquiera saludarla. Ella vuelve a negar con la cabeza, frustrada.
—Pues que no me dieron la salida para hoy. Creo que me quedaré unos días más aquí.
—Bueno, si es necesario quedarte y es por tu salud, está bien. ¿Cuál es el problema, Antonella?
—¿Cómo que cuál es el problema? ¡Hoy tenemos la cita con el doctor para confirmar el proceso de fecundación! ¿No lo entiendes? Es importante y no podemos perderla.
—Sé lo importante que es, Antonella, pero podemos aplazarla. Ahora lo prioritario es tu salud —respondo, intentando persuadirla con una fingida empatía. La verdad, sí quiero llevar a Emilia a esa cita; muero de ansiedad por saber qué dirá el doctor.
Ella me observa en silencio, con esos ojos que siempre me juzgan y logran hacerme sentir como una mierda.
—Pues llévala tú —responde al fin, seca—. No podemos perder más tiempo. Si Emilia no está embarazada, no tiene ningún sentido que siga en nuestra casa, comiendo de lo que es nuestro y, mucho menos, usufructuando lo que tú, sin mi autorización, le has estado pagando.
—De acuerdo, entonces la llevo yo y te mantengo informada —digo, girándome hacia la puerta para salir.
—¡Liam, amor! —Me detengo un instante, apretando los ojos con frustración. No puedo con tanta hipocresía.
—¿Qué quieres, Antonella? —respondo irritado.
—¿Te vas así, sin despedirte formalmente? ¿Sin darme un beso, una caricia? ¿Nada?
—Antonella, cariño —digo con ironía, sin siquiera voltearme—, nos vemos más tarde.
—¡Pero, Liam...! —La interrumpo saliendo de la habitación, ignorando sus protestas. Su voz se desvanece mientras camino por el pasillo.
Al salir de la clínica, me dirijo directamente a la finca donde está Emilia. El trayecto es largo y algo incómodo, pero lo agradezco. Al menos, el tiempo me sirve para despejar un poco la cabeza.
Al llegar a la finca, me dirijo directamente a la casa principal, pero Emilia no está ahí. ¡Maldita sea! Con ella siempre parece un juego del gato y el ratón, y siento la frustración mordiéndome por dentro. Regreso al camino y voy hacia la casa del servicio. Toco dos veces la puerta.
—Aquí estoy —escucho su voz al otro lado.
—Entonces ábreme, por favor —digo, impaciente. Ella se ríe, una risa cargada de ironía.
—¿Se le olvida que siempre estoy encerrada? —suelta al otro lado de la puerta.
Ruedo los ojos. Tiene razón. Emilia siempre está bajo llave. Saco las llaves de mi chaqueta y abro la puerta. Ahí está, sentada en el pequeño comedor con una taza de café en la mano. Su mirada hoy es diferente, más tranquila, más serena, o mas bien ¿indiferente?
—Buenas tardes, señor.
—Hola, Emilia. ¿Cómo te sientes hoy?
—Mejor, ya mucho mejor. Y, dígame, ¿a qué debo el honor de su visita? No lo esperaba.
Camino hacia la mesa y saco la otra silla para sentarme. Mis ojos se detienen en la pequeña jarra de café que hay sobre la mesa, y la señalo.
—¿Puedo?
Ella asiente con la cabeza, y tomo la taza vacía que está junto a mí. Sirvo un poco de café, lo pruebo antes de seguir hablando, y el sabor me sorprende. Es delicioso.
—Te queda muy bien el café, Emilia.
—Gracias. Aprendí a prepararlo desde muy pequeña. La medida exacta le da el sabor perfecto, me lo enseñó mi abuela.
Su voz suena calmada, casi nostálgica, y por un momento, el ambiente entre nosotros parece menos tenso.
—¿Cómo está ella? —pregunto, recordando lo que mencionó durante la llamada.
Emilia tuerce los ojos y deja escapar un resoplido cargado de ironía.
—Señor, ¿por qué me habla como si no supiera mi realidad?
Siento un nudo en el estómago y sacudo la cabeza. Soy un completo idiota. Emilia está aquí, encerrada como una prisionera, sin contacto con nadie, sin poder salir. Y yo… yo soy parte de esa realidad. Me siento miserable.
—Ay, Emilia, lo siento tanto —digo al levantarme de la mesa. Tomo las tazas vacías y las coloco sobre el lavaplatos, intentando aliviar, aunque sea un poco, mi propia culpa.
—No pasa nada, señor. Está bien —responde con una voz que parece resignada.
—Emilia, arréglate, por favor. Tenemos que ir para que te hagan la ecografía y confirmemos la fecundación in vitro.
Ella se pone de pie, y es entonces cuando me doy cuenta de que lleva un vestido puesto. Es uno de flores rosas, ajustado a su cuerpo, y mis ojos, traicioneros, se detienen en ella. No puedo evitar recorrerla con la mirada. Emilia es… impresionante. Su figura es contundente: caderas amplias, senos voluptuosos y una cintura pequeña que contrasta demasiado con sus curvas.
—Ya estoy lista, señor. Solo me pondré un abrigo y salimos.
Se dirige a la pequeña habitación junto a la cocina. Por una rendija en la puerta, alcanzo a verla ponerse un saco que cubre su parte superior, pero mis ojos, como si tuvieran voluntad propia, se quedan atrapados en sus piernas torneadas y la suavidad de su piel canela. Siento que estoy cruzando una línea peligrosa, una que nunca debí siquiera imaginar.
Trago saliva y me giro hacia el lavaplatos, intentando recuperar la compostura. Tomo aire profundamente, buscando calmarme. Mis pensamientos están tomando un rumbo oscuro, prohibido. Si hay una mujer en el mundo en la que jamás debería fijarme, es en Emilia.
De repente, la siento detrás de mí. Su presencia me sorprende y me tensa al instante.
—Ya podemos irnos, señor.
Me giro y la veo frente a mí, con su vestido de flores y el saco mal puesto, cubriéndola a medias. No lleva cartera ni nada más. Es tan libre de todo, tan sencilla, que me duele verla en esta situación. Su necesidad debe ser inmensa para habernos alquilado su vientre por dinero.
—Vamos, entonces.
Salgo primero y ella me sigue de cerca. Al salir, cierro la puerta con el pasador y señalo mi camioneta.
Ella asiente en silencio y camina hasta la puerta trasera, quedándose ahí, esperando a que la abra.
—Ven conmigo adelante. No tienes que ir atrás.
Emilia me dedica una pequeña sonrisa y se sube al asiento del copiloto. Apenas se sienta, siento cómo el aire se vuelve denso en mis pulmones. Mi respiración me traiciona, y sacudo la cabeza como si con ese simple gesto pudiera disipar los pensamientos que no deberían estar ahí.
Subo a la camioneta y enciendo el motor. La cita con el doctor es pronto. Conduzco en silencio, y ella, quizá por evitar hablar conmigo o simplemente cansada, apoya la cabeza contra la ventana y se queda dormida.
Durante todo el trayecto, no intercambiamos ni una palabra. Es lo mejor que podría pasar. Mientras menos hablemos, menos oportunidades hay de que me deje llevar por este abismo de pensamientos equivocados que me acechan.
—Emilia, Emilia —la llamo suavemente al llegar.
Ella levanta la cabeza despacio, haciendo una mueca de dolor al estirar el cuello.
—Ay, dormí tronchada.
Sonrío sin entender del todo a qué se refiere, pero no puedo evitar encogerme de hombros con un gesto casi automático.
—¿Dormiste qué?
—Tronchada, torcida... o sea, en mala posición.
—Ah, entiendo. Aunque no conocía esa palabra. En fin, hemos llegado al doctor, vamos.
Salgo del auto y, sin pensarlo, tomo su mano. ¿Por qué diablos hago esto? No lo sé, pero ahí estoy, sujetándola, llevándola conmigo hacia la clínica. Emilia no dice nada, no reacciona, simplemente me sigue. Atravesamos la recepción, llegamos al ascensor, y seguimos así, con nuestras manos entrelazadas, hasta el quinto piso.
Cuando las puertas del ascensor se abren y ella intenta salir, de repente me doy cuenta de que aún tengo su mano enredada con la mía. La suelto rápidamente, y el calor me sube hasta las mejillas. Sin embargo, Emilia parece tan extrañamente tranquila esta tarde que ni siquiera lo menciona.
—Emilia, ¿está todo bien? —pregunto, incapaz de ignorar su silencio y su actitud distante.
Sus pupilas se dilatan, y parpadea rápidamente, como si estuviera reprimiendo lágrimas.
—Sí, señor. Todo bien.
—¿Segura?
—Sí, señor. Segura.
Hay algo en su tono que no me convence, pero no insiste. Su rostro está protegido por una especie de coraza que no deja pasar ni una sola emoción. Quiero descifrarla, entender lo que realmente está sintiendo, pero parece que hoy está decidida a no dejarme entrar.
«Emilia Romero, acercarse a ecografía 2, Emilia Romero, acercarse a ecografía 2»
Ella me mira y sonríe con suavidad.
—Creo que ya es mi turno, señor.
—Sí, vamos.
De nuevo le extiendo mi mano, como si fuera un acto reflejo. Sin embargo, esta vez me fulmina con la mirada.
—Gracias, señor Liam, pero yo puedo sola.
**Idiota.**
Camino a su lado en silencio, intentando no pensar demasiado en mi torpeza. Llegamos al consultorio, y dentro hay una mujer que no conozco.
—¿Aquí es donde han llamado a Emilia? —pregunto, algo desconcertado.
La mujer asiente.
—Sí, sé que esperaban al doctor Mendieta, pero él está incapacitado. Tengo toda la información sobre Emilia. ¿Es un procedimiento de inseminación?
—Sí, así es —respondo, con un leve nerviosismo que no logro disimular. Como si su presencia pudiera cambiar el curso del examen.
Antes de que diga algo más, Emilia interviene:
—Para mí es más cómodo que sea una mujer quien me examine.
Me encojo de hombros, aceptando su lógica. La doctora asiente y comienza a preparar el procedimiento. Mis nervios se intensifican; este día lo cambia todo.
—Muy bien, Emilia. Comenzaremos con una ecografía abdominal y luego pasaremos a una transvaginal. Puede que sientas algo de molestia, pero es la manera más precisa de evaluar el estado del posible embarazo. ¿De acuerdo?
Emilia me lanza una mirada breve y resignada, asintiendo con la cabeza.
La doctora coloca una sábana sobre el cuerpo de Emilia y le sube el vestido hasta descubrir su vientre. Mi reacción inmediata es girarme hacia la pantalla para evitar verla semidesnuda, pero, por el rabillo del ojo, alcanzo a distinguir su figura.
Cada detalle adicional que capto de Emilia hace que algo en mi interior se descontrole. Mi mente está empezando a transitar un terreno peligroso, un lugar donde los pensamientos se vuelven más intensos, más prohibidos. Trago saliva y fijo la vista en la pantalla, tratando de apartarme de ese abismo.
—Bueno, entonces comencemos —dice la doctora, sacándome de mis pensamientos y obligándome a concentrarme en la pantalla.
El Doppler se desliza por el vientre de Emilia, y aunque trato de entender algo de lo que veo, no tiene sentido para mí. La doctora captura algunas imágenes, pero no dice nada, lo que incrementa mi tensión.
El silencio se extiende, roto solo por el leve sonido del aparato. Emilia ni siquiera mira la pantalla. Su desinterés me hace pensar que tampoco quiere un hijo, pero ya es tarde para arrepentimientos. Esto fue su decisión. Si la inseminación no funcionó, hoy mismo me encargaré de liberarla, claro, sin que Antonella lo descubra.
—Doctora, ¿todo bien? —pregunto, incapaz de contener mi ansiedad.
Ella esboza una sonrisa amplia y asiente.
—Por lo que veo en estas imágenes, la pared del cuello uterino está engrosada y hay un saco gestacional. Parece que sí está embarazada; la fecundación ha sido un éxito.
Miro a Emilia de inmediato. Su rostro se pone pálido como un papel, mientras yo siento que el mundo se tambalea bajo mis pies. ¡Maldita sea! Esto no puede estar pasando. No es el momento para un hijo con Antonella, y mucho menos para cargar a Emilia con más sufrimiento.
La doctora retira el gel del vientre de Emilia con delicadeza y le acaricia el brazo con empatía.
—Voy a continuar con la exploración intravaginal para confirmar algunos detalles.
—Claro, doctora —responde Emilia en voz baja, resignada.
Ella levanta las piernas y las abre ligeramente para facilitar el procedimiento. Un poco de su piel queda al descubierto, y esa visión me deja paralizado. Siento un calor incómodo recorriendo mi cuerpo y me giro al instante, enfocándome en cualquier otra cosa.
La doctora prepara el Doppler y comienza la exploración. Emilia emite un leve gemido de dolor, y yo noto cómo mis mejillas se calientan.
—Tranquila, Emilia, será rápido —dice la doctora con calma mientras realiza el examen.
De repente, el sonido de un latido llena la sala. Es fuerte, rítmico, y me golpea como un trueno. Miro hacia la pantalla instintivamente, pero es inútil; lo único que puedo escuchar es ese sonido, uno que me confirma que no hay marcha atrás.
El corazón de alguien más está latiendo en esta habitación.
Es un latido rápido, constante, que reverbera en el aire. En ese instante, algo cambia dentro de mí. Mi mirada se fija en la pantalla, donde la doctora ajusta la imagen, aclarando el fondo oscuro. De pronto, allí, en esa representación en tres dimensiones, distingo un pequeño punto con forma de frijol. Ese diminuto ser tiene vida, su movimiento es visible.
Es mi hijo.
Todo lo que había pensado hasta ese momento —la idea de liberar a Emilia, de dejar atrás este caos— se desmorona. A pesar de la tormenta que estoy viviendo con Antonella, la certeza de que tendré un descendiente me llena de emoción.
Emilia, en cambio, no mira la pantalla, no reacciona. Su rostro permanece inexpresivo, distante, como si todo esto no tuviera que ver con ella.
—¡Muy bien, están embarazados! —anuncia la doctora con una sonrisa amplia—. Y el bebé parece venir muy saludable. Los felicito.
Ella retira el aparato y concluye la ecografía. Emilia, visiblemente incómoda, envuelve la sábana alrededor de su cintura antes de levantarse. Mientras tanto, yo no puedo contener mi felicidad. Me siento invadido por una dicha inexplicable, como si todas las dudas y temores se hubieran desvanecido de golpe.
—Gracias, doctora —respondo mientras tomo las imágenes que me entrega.
La doctora se dirige a su escritorio, y yo sigo su ejemplo mientras Emilia permanece en silencio, como ausente.
—Voy a darle unas órdenes médicas —dice la doctora mientras escribe algo en una hoja—. Por tratarse de una inseminación in vitro, debemos ser extremadamente cuidadosos.
Entonces, levanta la vista y añade con curiosidad:
—Aunque hay algo que me intriga bastante... Emilia, ¿has estado tomando algún medicamento para concebir?
Emilia niega con la cabeza, su expresión es tan desconcertada como la mía. Ambos miramos a la doctora con extrañeza.
—Eso es curioso... —murmura ella, frunciendo ligeramente el ceño antes de continuar escribiendo.
—lo digo porque puedo ver en tus ovarios, que todavía estás ovulando, es extraño cuando una mujer que ovula normal decide la fecundación in vitro, ¿Cuál fue el problema de ustedes?
—Oh, doctora, es que Emilia, es una madre subrogada, realmente es mi esposa quien no puede tener hijos.
—Ay eso lo explica todo, bueno Emilia, debes saber, aunque es un caso demasiado extraño si tienes relaciones sexuales, sin protección puedes quedar embarazada, esto va a pasar despues de unos dos meses que tu cuerpo acepte el ovulo implantado de forma in vitro.
Sigo sin entender lo que quiere decir la doctora, pero seguramente Emilia no puede quedar embarazada ahora de nadie, no tiene pareja. Salimos del hospital, y aunque yo estoy feliz, Emilia sigue así, en silencio sin decir una sola palabra y ya me siento incomodo.
—Emilia, quiero que me digas ¿Qué es lo que pasa?
—Nada en absoluto señor, Liam, lléveme a la casa por favor.
—Entiendo, ¿quieres comer algo antes de ir?
—No
—Estás conmigo, no va a haber ningun problema. —insisto.
—No quiero.
—Emilia, está bien.
—¡No! —grita exasperada — lléveme a esa casa y no me diga nada más.
—Entiendo, está bien.
Mi instinto es insistir, intentar calmarla, pero su tono me deja claro que lo mejor es ceder. Respiro profundamente, ajusto mi agarre en el volante y asiento.
El resto del trayecto lo recorremos en un silencio pesado. Mi mente da vueltas, intentando comprender qué la afecta de esta manera, pero Emilia es un enigma imposible de descifrar en este momento. Lo único que sé es que algo no está bien, y eso me inquieta profundamente.
Su reacción me deja todavía más confundido, estaba aparentando que está en calma, pero realmente es falso, porque es obvio que está demasiado estresada. La llevo a la casa y ella se dirige directamente a la casa del servicio, no me dice una sola palabra más.
Si ella había tomado la decisión de esta oferta, ¿Por qué se sentía tan abrumada?
Vuelvo a cerrar la casa con doble llave, porque es lo más seguro y me devuelvo para el hospital. Mi pensamiento al saber que mi hijo está presente cambia por completo, tal vez estoy juzgando mal a Antonella, y simplemente está pasando por un episodio de estrés y ansiedad.
Al verme, Antonella palidece.
—Dime, ¿Qué pasó? Estoy ansiosa, llevo horas esperando, ¡Dime, Liam!
—Estamos embarazados Antonella, Emilia tiene en su vientre a nuestro bebé y está saludable, aquí están las imágenes.
Saco la ecografía y se la entrego en sus manos, Antonella, la abraza a su pecho y feliz suspira,
—Por fin, por fin se hará realidad mi sueño de ser madre.