Emilia Romero
—¡No! ¡No quiero! —me dejo caer sobre la dura cama, incapaz de contener las lágrimas. El dolor en el pecho es insoportable, como si me faltara el aire. No quiero estar embarazada. No quiero cargar con el hijo de otras personas.
El simple hecho de saber que esta cruz me acompañará me destroza. Pero así es la vida. Y lo peor es que necesito el maldito dinero. En mi tierra, las cosas están cuesta arriba. Mi hermanito menor tuvo un accidente, y hay tanto que hacer por él...
Entre esas cosas, pagar su tratamiento médico. ¡Maldita sea mi suerte! Y la única manera de conseguir esa cantidad de dólares de forma inmediata es teniendo al hijo de los Simone.
—Tienes que cuidarte, bebito. Debes nacer rápido, por favor —le susurro a mi vientre como si pudiera oírme. Me abrazo a mí misma, tratando de encontrar consuelo. No me importa si es de noche o de día. Solo quiero dormir... y, de ser posible, no volver a despertar.
***
—¡Buenos días!
La voz me saca de mi letargo. Me duele la cabeza, y ese saludo tiene un tono familiar. Abro los ojos y noto el dolor en mi cuello; he dormido en una posición incómoda por demasiado tiempo.
Me levanto y salgo de la habitación. Mis ojos se abren de par en par, sorprendidos.
—¿Qué haces aquí?
Liam me mira y sonríe, una sonrisa tan cálida que me desconcierta.
—Vine a visitarte y a traerte esto. Tal vez te sirva para entretenerte —dice mientras me entrega una caja. La dejo sobre la mesa sin siquiera abrirla, cruzándome de brazos. Aun así, por el rabillo del ojo, alcanzo a notar que contiene algunos libros.
—¿Por qué tanta consideración? —pregunto, aunque siento cómo mi voz se quiebra.
—Porque estás embarazada y llevas a mi hijo en tu vientre —responde con firmeza, dando un paso hacia mí. Su proximidad hace que su respiración roce la mía, y por primera vez noto con más detalle lo guapo que es. Sus ojos son intensos, profundos, y la manera en que me mira me pone nerviosa.
—Sí, llevo a tu hijo... —retrocedo un par de pasos— y también al hijo de la señora Antonella.
—Eso lo sé mejor que nadie —Liam avanza dos pasos, igualando la distancia que había puesto entre nosotros. La tensión me desborda, y el nerviosismo empieza a hacer mella.
Intento retroceder más, pero ya estoy acorralada contra la mesa. Él no deja de mirarme, con una intensidad que me intimida y me paraliza.
—Pues bueno, no se preocupe, señor Simone. Sé perfectamente que esto es mi trabajo.
—Lo sé —responde Liam, tan cerca que apenas puedo respirar con normalidad—, pero hay algo en tu mirada, Emilia. Algo que llama mi atención. Puedo notar la tristeza en tus ojos, y me encantaría que confíes en mí, que me digas qué está pasando.
Su voz es cálida, casi hipnótica. Su respiración, tan próxima, parece una invitación tentadora. Su mirada penetrante hace que los mis ojos vacilen, atrapados entre el deseo de ceder y la necesidad de resistir. Por un momento, me siento tentada a confiar en él, pero las amenazas de su esposa regresan a mi mente como un corto circuito.
—No pasa nada en específico, señor. Es solo que, en mi tierra, tengo algunos problemas. Nada más. Y es normal que esos problemas me desestabilicen.
Liam apoya una mano sobre la mesa donde estoy recostada, encerrándome aún más. Su rostro está tan cerca que el calor de su presencia me nubla los pensamientos. No quiero malinterpretar sus intenciones, pero, maldita sea, el señor Simone es increíblemente atractivo, y mi cuerpo me traiciona al no poder sentirse indiferente.
—Emilia… —su voz se suaviza, y mi nombre en sus labios suena como una caricia—. Quiero que cuentes conmigo para todo lo que necesites. Quiero protegerte.
—Señor, yo…
Mi boca se queda en blanco. Apenas logro pronunciar esas palabras, porque los nervios me paralizan. No sé cómo defenderme, cómo responderle o siquiera cómo seguirle el ritmo.
—No digas nada, Emilia. Solo tenlo presente.
Su mirada se queda fija en la mía, tan intensa que mi estómago da un vuelco. Hay algo extraño en sus ojos, un brillo que me inquieta y me hace sentir vulnerable. No parece la mirada de mi jefe; parece la de alguien que está realmente interesado en mí.
Y como puedo, me salgo de su encierro.
—Bueno, señor, muchísimas gracias. Como primera medida, ¿podría llamar a mi abuelita? Por favor —aprovecho el momento para pedir comunicación con mi tierra.
Liam asiente y me pasa su teléfono sin dudar. Me aparto un poco con el aparato en las manos, pensando en cómo confía en mí. Es la oportunidad perfecta para marcar a la policía y contarles todo lo que está pasando. Pero entonces me detengo. El dinero de esta gente me hace falta, y esa necesidad pesa más que mi conciencia. Suspiro profundamente y, con los dedos temblorosos, marco el número de mi abuelita.
Al escuchar su voz, algo en mi interior se rompe. Habla con una ternura sensible, pero puedo notar el cansancio y la preocupación en cada palabra. No puedo evitar llorar al enterarme de la gravedad de la situación. Mi hermano está mal. Muy mal. Y necesita tantas cosas para salvarse que el peso de esa realidad me aplasta.
—Lita, ¿pero ya encontraron al maldito psicópata que lo atropelló? Esa persona debe hacerse cargo de los gastos —grito sin poder contener la frustración. La impotencia me consume, y mi rabia busca una salida.
—No, mamita, no lo han capturado. Fue un absurdo carro fantasma —responde con resignación—. Hija, no te preocupes. Ya buscaremos ayuda del gobierno. Perdóname, muchacha, por hacerte pensar tanto en esto.
Me llevo una mano a la cabeza, sintiendo cómo el aire se me escapa entre el pecho apretado y el dolor que parece ahogarme.
—Lita, tranquila. Vamos a lograrlo, ¿está bien?
—Está bien, mi amor, está bien —dice, mientras la voz le tiembla.
Cuelgo la llamada y miro el teléfono en mis manos, llena de rabia, impotencia y una tristeza que no me deja respirar. ¡Maldita sea! ¿Qué más se supone que debo hacer?
Liam me mira y se cruza de brazos, su expresión ahora me reclama.
—¿Eso es lo que te tiene así, verdad? El accidente de tu hermano. ¿Por qué no me habías dicho nada?
—¿Acaso por qué tendría que decírselo, señor? Es algo demasiado personal.
—Mira, tú necesitas estar tranquila por tu estado. Así que voy a encargarme de absolutamente todos los gastos familiares. Pero prométeme, Emilia, prométeme que vas a estar tranquila.
Aunque las palabras de Liam deberían reconfortarme, no lo hacen. Mis manos tiemblan tanto que siento que van a desencajarse de mis muñecas, y las ganas de llorar me consumen.
—Señor, yo… no puedo aceptar las cosas así porque… porque…su esposa…
Mi voz tiembla, y las palabras se me atascan en la garganta. Dudo, lo dudo tanto, pero siento que aquello que llevo atorado en el pecho está decidido a matarme si no lo libero.
Maldita sea. Liam se acerca de nuevo, y el temblor en mi cuerpo aumenta. Su respiración está tan próxima que puedo sentir su tibieza. Tiene buen aliento, y sus ojos... sus malditos ojos me desconciertan.
—¿Qué pasa con mi esposa? Dime la verdad. Tal vez yo pueda ayudarte.
—¡No, nadie puede ayudarme! —respondo secándome las lágrimas mientras trago con dificultad—. Muchas gracias por la llamada y por las cosas que me trajo. Ahora, si no hay nada más, váyase, por favor.
—Emilia, no quiero incomodarte. Dime, ¿qué pasa? ¿En qué puedo ayudarte?
—¿Quiere ayudarme? Envíele parte de mi p**o a mi abuelita. Estaré eternamente agradecida, y le prometo —me llevo una mano al vientre—, le juro, que este bebé, su bebé, lo voy a cuidar demasiado para que ustedes puedan cumplir su sueño de tener la familia feliz.
La expresión de Liam cambia de golpe, y me deja desconcertada. No parece emocionado al escuchar la palabra "familia". Hay algo en su mirada que no puedo descifrar.
—Hay tantas cosas que no sabes, Emilia... —dice con un tono más grave—. Pero de verdad te agradezco en el alma que cuides de este embarazo, porque ese hijo que viene en camino es mi vida también.
Antes de que pueda procesar sus palabras, Liam se acerca y coloca una mano sobre mi vientre. El gesto me toma por sorpresa, y aunque intento retroceder, él me sostiene con delicadeza.
Su mano acaricia mi vientre, y aunque estoy completamente segura de que ahí no está ubicado su hijo, el roce me provoca algo inesperado. Su mano es grande, cálida, y su tacto, aunque pesado, tiene una suavidad que me estremece. Su proximidad me abruma; su cuerpo tan cerca del mío está provocando un colapso nervioso en mi interior. Siento un estúpido cosquilleo bajo mi pelvis…estoy
—Señor… —susurro, incapaz de formar una frase completa.
—Aquí está la única motivación que tengo en este momento para seguir —dice Liam, su voz baja pero firme—, así que eso se traduce en que tú debes estar bien, porque si tú lo estás, él o ella también lo estarán.
Me quedo en silencio, igual que él, mientras su mano sigue reposando sobre mi vientre. Su cálido aliento roza el mío, y sin querer, entreabro la boca. Ese contacto, esa cercanía, me está revolviendo algo muy dentro. ¡Esto no puede estar pasando!
—Entiendo, señor. Usted haga lo que le pido, y yo haré lo que usted me pida a mí, ¿está bien?
—Sí, Emilia, está bien —responde. Sin embargo, no aparta la mano de mi vientre, y necesito tomar aire. Con cuidado, se la quito.
—Gracias, señor.
Liam parece ruborizarse. Da dos pasos hacia atrás, sacude ligeramente la cabeza y señala la caja que trajo.
—Hay algunos libros, también una Tablet grande y, bueno, una memoria con algunas películas. Espero que te puedas entretener un poco, ¿está bien? Cualquier cosa que necesites, dímelo.
—Un teléfono —solté sin pensarlo.
Me mira, claramente sorprendido. Sé que mi petición es casi imposible, pero él solo encoge los hombros.
—Voy a ver si puedo. Cuídate.
Sale de la casa del servicio y cierra la puerta con llave, como siempre. Camino hacia la caja y reviso lo que hay dentro. Saco un par de libros que llaman mi atención, y decido entretenerme con ellos. Al final, si las cosas serán así de ahora en adelante, quizás no tenga que sufrir tanto.
Y si Liam sigue portándose de esta manera... —me muerdo los labios sin querer—, tal vez esto sea más fácil de lo que imaginaba.
Por lo menos hoy no será tan desagradable como los otros días.