Señor Navarro
El café está caliente entre mis manos, pero mis dedos tiemblan como si sostuvieran hielo. Es un ritual matutino: llegar a la torre de cristal de VegaCorp a las siete en punto, preparar el espresso perfecto —doble shot, sin azúcar, servido en una taza de porcelana blanca que cuesta más que mi alquiler— y dejarlo en el escritorio de Valentino Navarro antes de que él cruce la puerta de su oficina como un rey entrando a su corte. Cinco años llevo haciendo esto. Cinco años siendo el engranaje silencioso que mantiene su mundo girando. Cinco años siendo invisible.
Hoy no es diferente. O eso pienso mientras coloco la taza en su sitio exacto —centro del posavasos de cuero n***o, a tres centímetros del borde del escritorio de caoba— y retrocedo para revisar mi trabajo. La oficina huele a él antes de que llegue: una mezcla de madera cara, cuero y ese perfume que probablemente cuesta más que mi sueldo mensual. Las paredes de vidrio ofrecen una vista obscenamente perfecta de la ciudad, un recordatorio de que estoy en el cielo, pero no pertenezco aquí. Mi reflejo me lo grita desde el cristal: una pelirroja desaliñada, con el cabello escapando de un moño torpe, una blusa beige que me queda un poco apretada en las caderas y unos kilos de más que parecen gritar "no encajo" en este universo de líneas rectas y cuerpos esculpidos.
La puerta se abre a las siete y quince, puntual como un reloj suizo, y ahí está él. Valentino Navarro. Si alguna vez hubo un hombre diseñado para hacerte odiarlo y desearlo al mismo tiempo, es este. Su traje gris oscuro abraza cada músculo de su cuerpo como si lo hubieran cosido directamente sobre su piel. Su cabello n***o cae en ondas perfectas, y sus ojos —azules, fríos, afilados como cristales rotos— recorren la habitación antes de posarse en mí por una fracción de segundo. Solo una fracción. Luego me ignora, como siempre, y se sienta en su trono de cuero n***o sin decir una palabra.
—Buenos días, señor Navarro —digo, porque es mi trabajo. Mi voz suena más débil de lo que quiero, atrapada en mi garganta como un pájaro asustado. Él no responde. Nunca lo hace. Solo toma el café, da un sorbo y empieza a revisar los correos que dejé impresos anoche, perfectamente alineados junto a su agenda. Me quedo de pie, esperando órdenes, con las manos entrelazadas frente a mí como una niña en una obra escolar.
—Cancela la reunión de las nueve —dice al fin, sin mirarme. Su voz es grave, cortante, como si cada palabra fuera un lujo que me concede a regañadientes—. Y trae el informe de Ventas antes del mediodía.
—Sí, señor —respondo, anotándolo mentalmente mientras mi corazón late un poco más rápido. No por él, me digo. Por el estrés. Siempre el estrés.
Estoy a punto de girarme cuando lo escucho. Un murmullo bajo, casi casual, pero con un peso que me clava al suelo.
—Cásate conmigo.
Parpadeo. El aire se detiene en mis pulmones, y por un segundo pienso que he alucinado. Giro lentamente, esperando encontrar una sonrisa burlona o alguna señal de que es una broma cruel. Pero no. Valentino sigue mirando su pantalla, los dedos tamborileando suavemente contra el borde del escritorio, como si acabara de pedirme que le trajera más café y no que... ¿qué? ¿Que me case con él?
—¿Disculpe? —Mi voz sale ronca, entrecortada, y me odio por sonar tan débil. Él levanta la vista entonces, y esos ojos azules me atraviesan como si fueran dagas heladas. No hay burla en su rostro, ni calidez. Solo una calma exasperante, como si estuviera negociando el precio de un auto usado.
—Ya me escuchaste, Scarlett. Cásate conmigo.
Mi nombre en su boca suena extraño, casi obsceno. En cinco años, creo que lo ha dicho tres veces, y siempre con ese tono de desdén que me hace sentir como una mancha en su alfombra persa. Me quedo ahí, congelada, con el cerebro dando tumbos entre la incredulidad y el pánico. ¿Es una prueba? ¿Un juego? ¿Se volvió loco?
—¿Por qué? —Es lo único que logro articular, y suena patético. Una risa nerviosa se me escapa, aguda y fuera de lugar, como un cristal rompiéndose en el silencio. Él arquea una ceja, perfecto en su arrogancia, y se recuesta en su silla, cruzando los brazos sobre el pecho. Su camisa se tensa contra sus hombros, y por un instante me distraigo con lo ridículamente hermoso que es. Un dios griego con el alma de un tirano.
—Necesito una esposa —dice, como si explicara por qué prefiere el café n***o—. Hay un cliente, un tradicionalista con más dinero que sentido común. Quiere cerrar un trato, pero solo con alguien ‘estable’. Una fachada de familia feliz. Tú eres... conveniente.
Conveniente. La palabra me golpea como un puñetazo en el estómago. Me miro de reojo en el reflejo del vidrio otra vez: las caderas anchas, el rostro pecoso que nunca he sabido maquillar bien, el cabello rojo que parece un incendio mal controlado. ¿Conveniente? No soy una modelo de portada ni una de esas mujeres que desfilan por los eventos de VegaCorp con vestidos que parecen pintados sobre sus cuerpos perfectos. Soy yo. Scarlett O'Day. Gordita, insípida, la chica que trae el café y desaparece.
—¿Y por qué yo? —pregunto, y esta vez mi voz tiene un filo, un eco de rabia que no sabía que llevaba dentro—. Tiene un edificio lleno de gente. Secretarias más jóvenes, más... —Me detengo, buscando la palabra, pero él la encuentra por mí.
—¿Más atractivas? —termina, y su tono es tan seco que podría cortar vidrio—. No seas ridícula. Esto no es personal. Eres eficiente, discreta, y no tienes vida fuera de aquí. No complicarás las cosas.
Sus palabras son un látigo, cada una más afilada que la anterior. No tienes vida fuera de aquí. La verdad quema, pero no le doy el gusto de verme flaquear. Enderezo los hombros, aunque siento que mis rodillas podrían ceder en cualquier momento.
—No soy un accesorio que pueda alquilar, señor Navarro —digo, y me sorprende lo firme que suena mi voz—. No me voy a casar con usted solo porque le conviene.
Él no se inmuta. Ni un parpadeo, ni un tic. Solo me observa, como si fuera un insecto curioso que acaba de descubrir bajo su zapato. Luego se inclina hacia adelante, apoyando los codos en el escritorio, y su mirada se vuelve más intensa, más peligrosa.
—Te pagaré —dice, y el dinero suena como una amenaza en su boca—. Un millón de dólares. Un año de tu vida, Scarlett, y luego eres libre. Piénsalo.
Un millón de dólares. La cifra me golpea como una ola, y por un segundo me imagino lo que podría hacer con eso. Pagar las deudas que arrastro desde la universidad, ayudar a Luca con su escuela, mudarme a un lugar donde no tenga que contar cada centavo. Pero entonces lo miro a él —su rostro perfecto, su arrogancia insoportable— y la fantasía se deshace. No soy una mercenaria. No soy su juguete.
—No —digo, y la palabra sale como un disparo, corta y definitiva. Me tiemblan las manos, pero las escondo detrás de mi espalda—. No voy a vender mi vida por su conveniencia. Busque a otra.
Por primera vez, algo cambia en su expresión. No es sorpresa, no exactamente, sino una sombra de irritación, como si no estuviera acostumbrado a que le dijeran que no. Sus labios se curvan en una sonrisa mínima, pero no hay calidez en ella. Es la sonrisa de un depredador que acaba de encontrar un desafío.
—Como quieras —dice, encogiéndose de hombros con una indiferencia que me hace hervir la sangre—. Pero no digas que no te di la opción.
Se gira hacia su computadora, como si yo ya no existiera, y el mensaje es claro: la conversación terminó. Salgo de su oficina con las piernas temblando, el corazón latiendo tan fuerte que siento que va a romperme las costillas. Cierro la puerta detrás de mí y me apoyo contra la pared del pasillo, respirando como si hubiera corrido.