El sol abrasaba la Plaza Central de Pueblo Plasmar, pero el calor sofocante no era lo más insoportable. Era la tensión en cada mirada furtiva, en los pasos apresurados y en las patrullas Plasmáticas que cruzaban las calles. Siete meses después de la batalla en la Usina Succina, el pueblo ya no era el mismo. Las sonrisas habían desaparecido, las conversaciones se susurraban, y cada día el control de Marta, la Mandataria, se hacía más evidente.
Antenas y cámaras cubrían cada esquina, observando cada paso de los habitantes; las miradas desconfiadas eran constantes y se multiplicaban. En el centro de la plaza, Marta se erguía sobre un estrado improvisado, su voz resonando con una fuerza inquebrantable entre los muros de piedra. Su implacable fervor no dejaba lugar a dudas: estaba instigando a la multitud.
—¡Escuchad, mortales, nuestro grito sagrado! —declaró, levantando los brazos con dramatismo—. ¡Los Sanguíneos son la verdadera amenaza de nuestra civilización! El Proyecto Purga Sanguínea ha comenzado.
Vítores y aplausos estallaron entre la multitud, aunque las caras de algunos presentes reflejaban más temor que fervor. Los Plasmáticos, con miradas frías y calculadoras, parecían ansiosos por comenzar la cacería. Marta había convertido la erradicación de los Sanguíneos en un deber patriótico; cualquier disidencia, incluso una palabra mal colocada, era aplastada sin piedad.
* * *
Cerca del borde de la plaza, Gwen avanzaba con la cabeza gacha, distraída en sus pensamientos, llenos de imágenes de una última confrontación. Gwen era una de ellos, una Sanguínea a la cual erradicar, y aunque su habilidad para ocultarlo la había salvado hasta ahora, cada día era una nueva apuesta por la supervivencia.
Al cruzar una esquina, se alejó del bullicio, pero una sensación extraña la hizo detenerse. La calle desierta tenía un aire antinatural, como si algo estuviera fuera de lugar. Sus músculos se tensaron instintivamente. Cuando dobló otra esquina, su intuición se confirmó: Karola, delgada y peligrosa, estaba allí, sosteniendo un cuchillo con una sonrisa torcida. Detrás de ella, el imponente Krakatoa, un gigante de rostro hosco, bloqueaba cualquier ruta de escape.
—"Sanguíneos, vos seréis muertos si quedéis en Pueblo Plasmar…" —dijo Karola con tono burlón, y una sonrisa cargada de crueldad—. Si eres Sanguínea, tu tiempo terminó.
Antes de que pudiera reaccionar, una tercera figura emergió del callejón: Quinoa, pequeña pero letal, apuntaba con un "Arma de Municiones", un artefacto prohibido y mortal a los Sanguíneos. Gwen dio un paso atrás, tropezando con el borde de la acera. La voz en su mente, siempre presente, la urgió con insistencia: «¡Atácalos! ¡Usa tus habilidades o te descubrirán!». Pero algo dentro de ella se resistía. No había usado Habilidades Plasmáticas en meses y estaba decidida a seguir viviendo sin ellas. Sin embargo, sabía que si no actuaba, su secreto quedaría expuesto.
—Vengan si se atreven —gruñó Gwen, tratando de sonar más segura de lo que realmente estaba.
Karola no esperó. Se lanzó hacia ella, rápida como una sombra. Gwen reaccionó instintivamente, tomó una piedra del suelo y la lanzó con precisión, golpeando el ojo derecho de Karola. El grito de dolor de esta resonó en el callejón, haciéndola retroceder.
—¡Karola! —exclamó Quinoa, alarmada, bajando momentáneamente el arma.
Gwen, con manos temblorosas, recogió más piedras. Sabía que era una defensa precaria, casi desesperada, pero no tenía otra opción. No debía usar Habilidades Plasmáticas, no después de lo que había pasado hace meses. El poder dentro de ella latía, pidiendo ser liberado, pero Gwen lo mantenía encadenado, temiendo lo que podría suceder.
—Den un paso más y terminarán igual —gruñó Gwen, su voz forzada, intentando convencerse tanto a sí misma como a ellos.
Pero Krakatoa avanzó, su figura colosal proyectando una sombra que parecía envolverla. El cuchillo en su mano brillaba bajo el sol. Gwen sabía que no podría detenerlo con simples piedras, pero tampoco estaba dispuesta a ceder.
—No importa cuántas piedras lances —gruñó Krakatoa, alzando el cuchillo—. Si te corto, veremos si realmente no eres una Sanguínea.
El cuchillo descendió en un arco mortal. Gwen apenas tuvo tiempo de reaccionar. Lo atrapó instintivamente, sintiendo cómo el filo mordía su palma izquierda. El calor de su sangre la hizo estremecerse. Por un instante, el tiempo pareció congelarse. Los ojos de Quinoa se abrieron de par en par al ver las gotas rojas en el suelo.
—¡Es sangre! —gritó Quinoa, su voz llena de pánico.
Krakatoa, con el rostro endurecido, alzó la voz:
—¡Es Sanguínea! ¡La tenemos! —su grito resonó como una sentencia en el callejón.
En ese instante, Gwen lo entendió. Su secreto estaba al descubierto. Ya no había vuelta atrás. Ahora, la caza, realmente había comenzado para ella.
* * *
Pueblo Plasmar ardía bajo un sol implacable cada día, pero aún era demasiado pronto para que sus habitantes notaran este fenómeno. Mientras tanto, Gwen corría con el polvo levantándose tras sus pasos, su mente intentaba mantener el control entre la adrenalina y el terror. Tras lanzar las piedras que tenía en las manos, logró dispersar momentáneamente a sus perseguidores y encontró refugio en un baldío atestado de chatarra oxidada.
Se escondió entre los escombros, metales oxidados y restos de maquinarias olvidadas, su respiración entrecortada mientras intentaba decidir su próximo movimiento. La desesperación le pesaba en el pecho, más densa que el aire caliente a su alrededor. Los gritos de la multitud todavía resonaban en su mente, como ecos incesantes que no podía acallar. Huir había sido su única opción, pero ahora la supervivencia parecía un espejismo cada vez más distante.
De repente, un silbido cortó el aire. Una flecha rozó su cabello, pasando tan cerca que pudo sentir la vibración en el aire. Gwen se lanzó al suelo por inercia, el corazón martilleando en su pecho. Estaba cubierta de polvo, su mente nublada por el miedo y la duda sobre qué pasaría si no actuaba. Y entonces, una voz rompió el silencio:
—¿Gwen? ¿Sos vos? —preguntó un joven, su tono una mezcla de sorpresa y calidez.
* * *
Gwen levantó la vista, parpadeando mientras reconocía la silueta. Allí estaba Diego, el amigo que había ganado en el último año, alguien en quien había aprendido a confiar. Pero algo estaba mal. En lugar de alivio o solidaridad, los ojos de Diego reflejaban una indiferencia que la desconcertó. Y peor aún, estaba apuntándola con un arco.
La confusión, el dolor y una expresión gélida se mezclaban en su rostro. Gwen sintió que el mundo se detenía.
—¿Diego? —susurró, incrédula, su mirada fija en el arco tensado en las manos de él—. ¿Por qué?
Diego no respondió de inmediato. Su mirada parecía distante, casi irreconocible, como si la persona que ella conocía hubiese desaparecido. Gwen sintió cómo algo se rompía dentro de ella, dejando un vacío abrumador.
—¡Pensé que éramos amigos! —susurró Gwen, su voz impregnada de incredulidad y dolor.
Diego desvió la vista por un momento, como si estuviera luchando consigo mismo. Pero cuando volvió a mirarla, sus ojos eran dos pozos de frialdad.
—Perdoname, Gwen. Son órdenes —respondió, su tono vacío de emoción, como si quisiera convencerse tanto a sí mismo como a ella.
Las palabras la atravesaron como una daga. El chico que había sido su aliado, alguien con quien había compartido risas y secretos, parecía ahora un extraño. Todo a su alrededor comenzó a derrumbarse, dejándola sentir que la soledad caía sobre ella como una losa. Gwen apretó los puños, recordando todas las veces que ella misma le había enseñado a tensar y disparar ese arco. Y aun así, allí estaba, apuntándola. Su voz tembló al intentar apelar a cualquier rastro de la amistad que aún quedara entre ellos.
—¡Baja eso! —imploró Gwen, con la voz rota—. ¡Tres personas me están persiguiendo, Diego!
Diego no bajó el arco. Su expresión no flaqueó.
—Preocupate más por mí que por ellos —dijo fríamente, sin apartar su mirada, con una calma que le resultó aterradora—. Soy tu cuarta amenaza ahora.
El aire se volvió denso, y Gwen sintió una presión en el pecho, como si todo estuviera en su contra. Lo miró, buscando algún indicio de duda, algo que le confirmara que Diego todavía era el muchacho que ella había conocido. Pero sus ojos reflejaban una dureza y frialdad que parecían inmunes a sus súplicas. Su voz se quebró cuando habló de nuevo:
—¿Por qué haces esto? —preguntó, el miedo y la confusión trenzándose en sus palabras.
Diego vaciló por un instante. El arco seguía tensado, la flecha lista para disparar, pero algo en su postura cambió, apenas un reflejo de duda. Entonces, su voz bajó, como si estuviera cansado de mantener la farsa.
—Te dije que tengo que cumplir las órdenes —murmuró—. Pareciera que no entendés, Gwen. Así deberían ser las cosas ahora.
El nudo en la garganta de Gwen se hizo más grande. Diego dio un paso atrás, aún apuntándola, pero su mirada parecía menos firme, menos segura. Finalmente, y sin razón aparente, dijo algo que a esta altura ella ya no esperaba:
—Quizá… podría romper una regla por vos.
Bajó el arco lentamente y dio un paso hacia ella. Por un instante, Gwen creyó ver al viejo Diego, al chico que había sido su amigo. Pero justo cuando parecía que algo iba a cambiar, un grito resonó en la distancia, desgarrando el momento en pedazos.
—¡Sanguínea, te hemos localizado! —la voz de Krakatoa retumbó, cada palabra cargada de intención—. Estás muy cerca y podemos notarlo.
Diego se giró bruscamente hacia la dirección del grito, frunciendo el ceño.
—¿Sanguínea? —murmuró, la confusión en su voz era genuina—. ¿Qué están diciendo? ¿Se refieren a que hay un Sanguíneo acá?
Gwen no respondió. No podía. La culpa y el miedo la golpearon al mismo tiempo. Ahora no solo estaba en peligro; Diego también lo estaba. Pero incluso en ese caos, una pregunta flotaba en su mente: ¿En quién podía confiar ahora?