Los hombres salen de la casa. ―Corre, Paola, vete a la montaña, sigue el camino del río, te llevará a una cabaña, allí te ayudarán. Corre y no te detengas ―ordena Giselle. ―Pero... ¿y usted? ―No te preocupes por mí. Corre. Cuida a mi hijo y a mi nieto, ellos te necesitan más que a mí. ―No puedo. ―Puedes y lo harás. Por Camilo, por mi nieto, por tus hijos. Hazlo. ¡Vete! ―exclama en voz baja. Paola le da un beso en la mejilla a la mujer. No puede evitar que las lágrimas corran por sus mejillas, así y todo, obedece y corre con todas sus fuerzas. Agradece que cada mañana tuviera la costumbre de salir a correr. En la ciudad lo hacía para poder enfrentar el día, en el campo, para no pensar en las cosas malas que estaban ocurriendo. Y ahora debía hacerlo por su vida. ―¡Allá están! ―