9 de la mañana, diciembre 6, día caluroso en el gran Concepción. Vivian abre las ventanas de su apartamento para que entre la suave brisa a través de las delgadas cortina.
Pone música y comienza a sonar Michael Bublé con su canción “hermoso día”, y como no, aquel día cumplía años el gran amor de su vida. Mientras canta junto a Bublé, abraza y besa repetida veces a su hija haciéndola girar al son de la música al tiempo que le dice— feliz cumpleaños, hija de mi corazón—, mientras sigue girando al ritmo de la canción, se oyen fuertes golpes en la puerta, luego replica el timbre insistentemente.
Al abrir se encuentra frente a frente con los uniformados. Uno de ellos le dice que está detenida por ser sospechosa del asesinato de su novio.
Vivian sin entender lo que está sucediendo, aparta a su hija para que no escuché y el policía sin ningún tipo de tino, le suelta lo que para ella parecía una bomba, y si lo analizaba, era similar a una bomba racimo, la cual lastimará a muchos a su alrededor.
La noticia la paralizó, quedó atónita por lo que acababa de escuchar. Emilia comenzó a decir a su madre, de forma insistente, que aquello era mentira, que Ariel no podía estar muerto, que le había prometido enseñarle a tocar guitarra y que juntos irían el próximo invierno a skiar a Pucón.
Vivian pensó que aquello era una pesadilla, que al despertar lo llamaría y que todo estaría bien. Pero el policía la hizo aterrizar de un nuevo golpe, al informar que su hija sería trasladada a la casa con su padre. Vivian seguía sin reaccionar, se movió lento hacia su hija, fue como si su mundo se destrozaba en muchas pequeñas partes, con la imposibilidad de rearmarlo, sintió por primera vez el peso del mundo sobre ella, arrastró los pies, por todo el peso que le estaba provocando la noticia.
El uniformado dio la orden de que se la lleven. En tanto Emilia grita sin control pidiendo que liberen a su madre. El policía hizo caso omiso a las plegarias de ambas. Luego ordenó que llevasen a la niña, el padre de Emilia la espera en el auto.
Subieron a Vivian al vehículo policial bajo la mirada de todos los chismosos vecinos y bajo la atenta mirada de su exesposo, el honorable y respetado juez de la corte de Concepción; Andrés Canessa Biaba.
La niña saludó con lágrimas rodando por su mejilla a su padre, al tiempo que le pedía ayuda para liberar a su madre. El solo se limito a responder; llegando a casa lo veo, seguida de una promesa, la cual la realizó, más bien, por compromiso hacia su hija.
Subieron a Vivian al auto policial, sin siquiera permitirle despedirse de su hija. Lágrimas rodaban por su rostro, no solo por alejarse de su amada hija, sino por la muerte de Ariel, aquel hombre que la hizo volver a creer que se podía querer bonito, sin restricciones, sin amenazas, sin lujuria.
Fue encerrada en una celda, la única compañía era el muro y los barrotes. Desde ahí solo oía los murmullos de la gente, que al parecer, entraba y salía de la comisaría.
En tan solo unos minutos, su vida se desmorona, sin poder creer, aún, que Ariel esté muerto, su hija con Andrés, en el que no confía, como para dejarla con él mucho tiempo. Su vida, en un instante pasó de luminosa a oscura, ella lo sabe, tiene una hipótesis, pero, también sabe que nadie creerá en su palabra. Entonces debe buscar la forma de salir de ahí, resolver y liberarse de la acusación. Solo tiene a su hermano y a sus dos hermanas, que más que familia, han sido sus enemigas desde pequeña. Necesita un milagro, o un ángel que le ayude en estos momentos. No le pedirá ayuda al padre de su hija, el no se la brindará, más bien aprovechará esta situación para quitarle a Emilia.
Siente que naufraga en mitad del océano, sin que haya alguna madera a la cual aferrarse para mantenerse a flote sin cansarse hasta que la puedan rescatar. Abatida y sin deseos de comer ni dormir está sentada en el frío piso de la celda, con la mirada perdida en una dimensión desconocida mirando a la nada, tratando de sofocar sus pensamientos y sentimientos desquiciado que experimenta en ese momento, para así dar paso a la cordura.