POLVO PARA CONSTRUIR MONTAÑAS
PRÓLOGO
El caballero llegó surcando los cielos con los pies juntos a cuatro metros del suelo, volando, erguido. Atravesó la gran plaza que precedía la vivienda del primer piso del matrimonio Seta. Los brazos apenas se separaban de su cuerpo, y con el simple movimiento de las manos fijaba la dirección.
Era una noche despejada, tan despejada que la luna llena se parecía al sol cuando el astro está cubierto de nubes lijeras y el cielo es de un gris perla; y era la luna porque las farolas estaban encendidas y había estrellas.
Ni un alma en la plaza, unos pocos coches aparcados, nada de tráfico.
Silencio.
Bruno Seta estaba ante la ventana abierta del salón.
Al ver a su tío abuelo, que ya reconociera en la lejanía, se alarmó; y es que le habían dado sepultura unas pocas horas antes. Sólo ansiedad, nada de terror. Retrocedió unos pasos y se detuvo. Sintió el impulso de acercarse y cerrar la ventana, pero mientras sopesaba sus opciones el otro llegó al salón. ¿Quería entrar? No, se detuvo sin traspasar la ventana, con los ojos grises fijos en él, afligidos. Iba vestido con la misma ropa con la que le habían inhumado.
Bruno, no sin esfuerzo, se acercó: comprendió que el caballero quería hablar con él. Cara a cara, a una distancia de una cuarentena de centímetros. El uno suspendido en el aire, el otro con las piernas algo temblorosas y los pies clavados al suelo. Se miraron durante unos segundos; entonces el ectoplasma dijo:
Somos polvo que pretende construir montañas por sí solo. Ahora sé que Dios sólo nos erige montañas si nos confiamos a él. Lo siento.
Nada, nada, ya ves tú —soltó su sobrino cómicamente, como si el otro se hubiera disculpado por un pecado venial, por una carencia involuntaria, pero en voz alta por la inquietud.
Entonces su tío, sin añadir nada más, dio media vuelta hasta quedar de espaldas y se fue, volando. Recorrió la misma línea que había hilado de ida mientras Bruno observaba cómo se alejaba, convencido de que llegaría un punto en el que el fantasma se desvanecería en el aire; pero antes de que eso ocurriera despertó.
Valeria se encontraba a su lado, desvelada, observando al recién despierto marido:
He soñado una cosa muy rara —le susurró, y seguidamente se lo describió.
Era un sueño idéntico al suyo, solo que en la ventana estaba ella y el espíritu le preguntó si podía pedirle perdón a Bruno de su parte. Le comunicó el encargo al instante, temiendo olvidarlo.
¿Telepatía? —se preguntó el marido en voz alta.
Una señal del cielo —decretó su mujer—, el difunto requiere plegarias y tu perdón.
¡Le hubiera gustado tanto que Valeria estuviera en lo cierto! Una señal verdadera del más allá en vez de la emersión de un sentimiento de culpa por una sempiterna aversión hacia ese hombre. Un sentimiento rechazado inútilmente por la razón, y sin embargo suficientemente fuerte como para perturbar la mente de ella durante el sueño. Pero, ¡¿cómo podía creer en una señal cuando había perdido la fe cuando no era más que un niño, rodeado de lecturas ateas y profesores infieles?! Y no obstante sentía la necesidad de Dios, que había intentado encontrar en los últimos años, en vano.
Ah, ¡lo que daría por un destino que me deparara algo más! Aunque fuera una señal minúscula, pero fuera cierta —. En eso pensaba en el duermevela mientras recuperaba el sueño— Si me llegara una verdadera señal y no un simple sueño…
ANTECEDENTES
El odio hacia el tío abuelo nació en Bruno más de veinte años atrás.
Era 1963. Estudiante. Acababa de empezar el segundo año de Economía y Comercio, que era como se llamaba entonces el título en economía de Torino y esperaba incorporarse en la profesión con papá.
La víspera de una noche, su padre, corredor de bolsa, recibió de forma inesperada la llamada del caballero. Éste le pidió cita en su estudio «para hablar de asuntos importantes concernientes al espléndido futuro que le aguarda a mi sobrino, o sea, a tu hijo».
Aquella llamada le pareció a la vez graciosa y desconcertante; por la artificiosa y burocrática expresión que había usado el familiar y porque la parecía ridícula la idea de que «de ese artesano», y no del estudio profesional, le deparara a su hijo «un futuro espléndido».
Cuando murió su mujer el doctor Seta se prometió no rendirse y dedicarse por completo a un Bruno que apenas tenía tres años; pero como no alcanzaba para ayudarle en los estudios se vio obligado a ingresarlo en un internado hasta que terminara la educación primaria. A pesar de que era un liberal agnóstico escogió «un serio centro de religiosos» por la fama que le precedía y donde sabía que seguirían los pasos de su hijo de cerca:
¡Pero sólo hasta que acabe los estudios obligatorios!
Durante la adolescencia le libró a su venerada educación laica; y fue durante el bachillerato, por causa de los profesores ateos, que Bruno perdió la fe en Dios.
Al haberle dedicado a su hijo su propria vida y haberlo hecho lo mejor que pudo papá Seta se tomó a la ligera, aunque en el fondo estuviera disgustado, que de repente otros le plantearan una previsión de futuro a Bruno.
Aquel pariente de tres al cuarto —que en su madurez se casara con la tía de la difunta madre de Bruno— abrió por allá a finales de los cuarenta un negocio artesanal de juguetes con un par de dependientes. Como las familias no se visitaban a menudo nunca supieron que con la expansión económica de los años 50 y principios de los 60 el caballero amplió el negocio hasta convertirse en fabricante de juguetes y materiales plásticos con casi doscientos operarios y un volumen de ventas considerable.
Pasaron los años, pero el matrimonio no tuvo hijos. Por ese motivo el empresario decidió llamar al papá de Bruno.
Nada más pisar el estudio del doctor Seta el caballero le espetó:
No tengo herederos, ni siquiera parientes lejanos. No quiero morir y que el estado se quede la fábrica, por qué tienen que meter sus sucias manos, trae mala suerte; aunque mi mujer me sobreviviera no podría encargarse del negocio. Para ella yo ya he hecho lo que tenía que hacer: ho obtenido mis frutos y los he igualado a un tercio de los ingresos de la empresa.
Llegados a este punto se detuvo durante unos instantes, esperando algún signo de admiración por parte de Seta.
En fin, que cuando yo muera… —dijo, mientras metía una mano en el bolsillo para tocar un clavo que llevaba siempre encima.
Más adelante Bruno descubriría que era un hombre muy supersticioso y que creía que aquel clavo era un amuleto que le había dado suerte toda la vida. Luego prosiguió:
...quiero que mi nombre y mi empresa pervivan en la memoria por los siglos de los siglos.
El doctor Seta tuvo que contenerse para no reírse en su cara: «puestos a pedir incluso más que el Imperio romano» pensó. Más tarde se lo repetiría a su hijo, pero en situación consiguió mantener una postura seria.
Mientras tanto, el otro seguía:
Ahora la empresa se encuentra en una posición formidable. Da montones de beneficios, al contrario que tu chapucilla.
Dijo exactamente eso, chapucilla; sin embargo, el carácter del padre de Bruno le mantuvo impasible, aunque pensara que era «el típico paleto». Le dio la mano a modo de despedida y respondió:
Lo hablaré con el chico, al fin y al cabo es su decisión. Te diré algo lo antes posible.
Al otro se le quedó una expresión mitad sonrisa mitad mueca, como diciendo: «¿Ahora los críos deciden? ¡Con una oferta como esta!» y se fue; antes, sin embargo, se detuvo en la puerta del estudio, se giró, miró a su alrededor para asegurarse de contar con la atención de las secretarias y dijo:
Y recuerda: tanto Bruno como sus herederos tendrán que comprometerse por escrito a mantener el nombre de la fábrica con mi nombre: Industrias Caballero Olindo Pittò.
El hombre, notorio ateo, había albergado esperanzas de sobrevivir bajo el nombre de su empresa.
¿Qué opinaría Foscolo? —bromeó el doctor Seta con su hijo al contárselo, citando al poeta de Los sepulcros que tanto amaba—; tú, mientras tanto, piénsatelo, no deja de ser una propuesta interesante. Y ten presente que puedes graduarte igualmente, trabajando y estudiando luego, por la noche; tienes cabeza y determinación para ello.
El papá pidió información de primera calidad sobre la empresa Pittò. Al cabo de unos días aceptaron verbalmente la oferta. No se pactó el testamento, siempre revocable. Bruno adquiriría sus derechos. En cuestión de dos años la empresa individual se transformaría en una sociedad por acciones. Así, el joven trabajaría gratuitamente y se quedaría el diez por ciento de la propiedad, es decir, el dos por ciento por bienio hasta que alcanzara un tercio de las acciones; el resto llegaría mediante legado testamentario cuando el caballero muriera. Para evitarle al hijo un compromiso irrevocable, y teniendo en cuenta que la mayoría de edad —en la Italia de aquellos tiempos— se alcanzaba a los veintiuno, el padre prefirió por el momento acordarlo de palabra, sin actos escritos.
El carácter del empresario salió a la luz casi al instante. A pesar de que se expresaba con propiedad gracias a las abundantes lecturas y por supuesto a la rigurosa escuela primaria de antaño, era más tosco de cuanto las descripciones de papá Seta hubieran traslucido, prepotente con los subordinados y muy humilde con los poderosos, entre los que se incluían los empresarios más ricos que él. Para el hijo Seta, forjado en la libertad y el respeto al prójimo, la harmonía fue difícil.
Bruno entró en la fábrica ese mismo año, en 1963, acompañado de Pittò. El primero se sintió algo intimidado; el otro, el empresario, se mostró arrogante pero abierto, aunque solo esa vez. Se paseó con el aire de un soberano que presenta altamente complacido su reino al príncipe heredero.
Le condujo y le recondujo por todos los rincones del edificio. Seguidamente el tío abuelo le presentó a los dos dirigentes del taller.
Mi sobrino, el heredero.
El técnico, el señor Tirlotti, era un doble titulado perito químico e industrial con conocimientos de ingeniería valorado con un salario más bajo. El administrativo, el doctor Fringuella, era un cincuentón soltero alto de incipientes entradas, un poco jorobado y extremadamente delgado, de piel amarillenta y nariz enorme. Tenía aspecto de borracho, y seguramente lo estuviera al término de la estancia de Bruno en la fábrica, tal y como evidenciaba el agravamiento de su enfermedad del hígado. En cuestión de ocho meses, Fringuella, escapando de la adustez de trabajos anteriores y contentado con su escaso salario, asumió gracias al jefe el puesto de un tal Dialzi. Su predecesor fue despedido inmediatamente «por haber robado»; curiosamente, jamás fue denunciado a las autoridades judiciales a pesar de que el dinero robado sumara cien millones de liras de la época1 . Además, cosa aún más extraña, el hombre siguió y continuó presentándose casi mensualmente a la fábrica para intentar hablar con el caballero. Se decía, según las orejas espías de Fringuella detrás de la puerta, que el empresario le ofreció al otro una suma de dinero. La certeza fue plena cuando, en una ocasión, aposta y sin fingir en absoluto, el director administrativo entró en la sala, se disculpó por la intrusión y sorprendió a Pittò pagándole a Dialzi. En cuanto el otro se fue el jefe, rojo como un tomate, se acercó al doctor y empezó a excusarse entre balbuceos. Pero, ¿quién le habría creído? «Bueno, es que da pena, ¿no?».
¿Chantaje?
Mientras tanto, según los chismorreos —sobre todo de Fringuella— el joven reunió rápidamente la escasa información disponible sobre Dialzi; quedó huérfano de ambos padres a los dieciséis y fue acogido por el caballero en su neonata empresa artesana a modo de manitas con una paga casi inexistente, con manutención y alojamiento en el laboratorio. Trabajaba independientemente del horario y las ganancias y halagaba al caballero, hombre sensible a las lisonjas. Fue ascendiendo a medida que la empresa crecía, gracias también a su inteligencia, ya que estudiando de noches consiguió sacarse el título de contable. Así pues, se convirtió en director administrativo de la Pittò con el sueldo de un simple empleado. Una de las cosas que, contrarias a la justicia, el caballero más apreciaba era que un trabajador costara menos que la función que desempeñaba y encima no se quejase. No entendía que aquello pudiera implicar menor competencia o dificultad para encontrar trabajo a una edad ya no tan verde, como Fringuella, arriesgándose a un menor apego por el trabajo o hasta rencor por la explotación. Por último, la tacañería podía incluso convertirse en una instigación involuntaria al robo. Bruno pensó que a lo mejor le había pasado precisamente eso a Dialzi a modo de asimilación ilícita y excesiva de un salario inadecuado. Solo el director técnico estaba satisfecho con su paga inferior a la de un ingeniero pero superior al sueldo de un perito, con su doble titulación sin ningún grado; el caballero estaba muy satisfecho con él porque era un apasionado de su profesión, encontraba soluciones y proponía innovaciones siempre en el momento justo. Había creado, entre otros, un polvo que si se mezclaba con agua formaba una sustancia consistente y moldeable muy útil para los apasionados de los trenecitos y los maquetistas para los plásticos; la verdad es que se secaba enseguida y quedaba durísima, capaz de soportar un peso considerable incluso en capas finas. Solo por eso el caballero empezó a fabricarla y a venderla en masa, aunque el producto, que nunca patentó, tuviera funciones más útiles y vastas. Pittò la bautizó con la titánica expresión: Polvo para construir montañas. Se destinaba en gran parte al por mayor y a las tiendas de modelismo y juguetes, en Italia y en el extranjero. Sacó grandes beneficios gracias al bajo coste de producción y a la ausencia de compensación extra alguna para el perito Tirlotti, ya que «lo había creado en horas de trabajo y con el material de la fábrica».