Capítulo 1

1445 Words
La miró y nuevamente no pudo comprenderlo, ¿por qué su hermano se mostraba tan fascinado con esa muchacha extraña? Suspiró sirviéndose algo de vino y bebió lentamente sin dejar de analizar esa escena que se desarrollaba a unos cuantos metros de su posición. Sí, definitivamente no entendía. —¡Emma, basta!— gritó un Marco de dieciséis años mientras se retorcía debajo del cuerpo de su amiga. —No hasta que lo confieses — dijo ella acercando su carita preciosa a la de su amigo, ese de cabellos castaños, iguales a los de su hermano mayor, y piel blanca. —¿No tienen nada mejor que hacer?— indagó Rodrigo ingresando a la sala. —Somos adolescentes, esto es lo que tenemos que hacer — respondió la castaña de rizos alborotados. —Siempre tan educada — rebatió el mayor dejándose caer en uno de los amplios sillones. —Disculpe, señor — dijo Emma levantándose de encima del cuerpo de su amigo, haciendo una extraña reverencia en dirección al sujeto, ese que tenía apenas veintidós años, pero parecía mil veces más viejo. —Marco, creo que deberías analizar a tus amistades. Parece que haberte dejado ir a esa escuela no fue tan buena decisión — expresó con calma el mayor ignorando el berrinche que estaba por desatar aquella chiquilla de clase baja, esa que vivía en un barrio jodido de Godoy Cruz. —Me dejaste ir porque Alejo va a ese colegio— rebatió el pequeño acomodándose al lado de su amiga, esa que lo defendía de todos los idiotas que osaban meterse con él debido a sus formas suaves y su aspecto delicado, bastante femenino. —Y mi amigo no es justamente la voz de la razón — explicó antes de beber un poquito de su copa. —Ale es copado, no como vos que pareces… Y la castaña debió callar debido al suave golpe con el codo que le regaló su adorado amigo. —Nos vamos al cuarto — dijo rápidamente Marco, desviando la conversación pero sabiendo que su hermano no dejaría pasar aquello, jamás dejaba pasar nada. —Mañana tenés que ir a la escuela, que tu amiguita — Y remarcó la última palabra con cierta burla, haciendo que Emma entrecerrara los ojos con enfado, preparándose para la batalla — no se vaya tarde — finalizó y sonrió un poco antes de volver a beber. —Mirá… Y no terminó, nuevamente, gracias a la interrupción de su amigo, ese que la jalaba del brazo hacia las escaleras. —¡Ese viejo choto que tenés por hermano se puede meter el amiguita en el culo!— gritó Emma cuando ya estaba perdiéndose en el pasillo, arrancando una suave carcajada de su amigo quien cerraba la puerta de aquel enorme cuarto —. En serio, entiendo todo lo que ha hecho por vos, pero es infumable — explicó fastidiada. Resulta que Rodrigo había tenido que crecer rápido, demasiado rápido, para arrancar a su hermanito de las entrañas de aquella casa que era todos menos un hogar, de la mirada de esos adultos que eran todo menos padres, de esa mierda de realidad que lo aplastaba y asfixiaba asquerosamente. Los hermanos, criados por dos seres egoístas y mezquinos, solo eran un objeto de exhibición, solo servían si sus logros eran sumamente importantes, solo eran registrados por aquel par cuando ganaban un trofeo de primer puesto, primero, el segundo no servía. Gracias a eso Rodrigo había sido sometido a interminables horas de actividades extracurriculares, mismas que le quitaron su niñez, que no le permitieron disfrutar de jugar en el barro, de ensuciarse hasta las pestañas, de agarrar anginas y estar varios días en cama. No, él no podía fallar jamás. Enojado por ver que su hermanito recibía el mismo trato, ese que él detestaba, se enfocó en que sus padres solo miraran en su dirección, así, sacando a Marco del ojo malvado de aquellos adultos, lo resguardaba del infierno que él había soportado, además, sabía desde pequeño, que Marco no caería en las expectativas de sus padres, que sus maneras delicadas y esa voz suave eran de completo desagrado de sus progenitores, por eso, apenas cumplidos los dieciocho, se fue a vivir solo a un departamento en medio de la ciudad y, siempre bajo la excusa de que era más cómodo para el menor, Marco se quedaba con él noche tras noche, día tras día. Así, sacando ese peso de esos adultos que querían ser todo menos padres, los hermanos terminaron viviendo juntos, con Rodrigo estudiando y trabajando en un pequeño negocio que puso de pie gracias a sus ahorros, negocio que creció de forma exagerada en poco tiempo y le llenó los bolsillos aún más. Sí, nunca terminó su carrera, ya no le hacía falta, pero se dedicó tiempo completo a trabajar. Cuando Marco le contó, entre demasiadas lágrimas y unos cuantos moretones, que esa escuela a la que iba, esa que era una de las más prestigiosa de la provincia pero también excesivamente religiosa, era el infierno en la tierra para él, se puso en movimiento y comenzó a buscar otra opción, otra cosa. Justamente Alejo, su amigo del club, le explicó que el colegio al que él iba era copado, tranqui, además de que te enseñaban miles de huevadas en los laboratorios, cosas que después resultaban increíblemente útiles. Sí, Alejo era un tipo con guita, mucha guita, mucho más de lo era él, pero al flaco le gustaba la cosa popular, esa de barrio y choripan, esa de cerveza del pico en el cordón de la vereda. Así y todo decidió meter a su hermano en el Químicos, lugar donde conoció a esa castaña extrañísima y a otro par que siempre andaban con él. Bueno, Marco era feliz porque nadie, en sus más locos sueños, se metería con la chabona de La Gloria, esa que había salido de las entrañas de uno de los barrios pesados, esa que conocía a cada tarjetero de la calle y los saludaba como si fuesen amigos de toda la vida, esa misma que le hacía frente a quien fuera. A.quien.fuera. Rodrigo suspiró y se revolvió un poco el cabello, bueno ya era hora que lo cortara. Terminó su vino y en cuanto estuvo dispuesto a abandonar la sala la vio bajar, con ese caminar firme, con esa actitud desafiante que lo sacaba de quicio. —¿Ya te vas?— indagó notando que eran cerca de las once y media de la noche. —El señor no quiere que moleste a su protegido, asique sí, ya me voy — respondió ella tomando su campera bien gorda y esa mochila que había cargado todo el día. —¿Te vas en micro? —La plebe anda en bondi, viejito, asique sí — explicó poniéndose el abrigo. Afuera la temperatura había bajado a casi dos grados y, seguro, se le congelaría el alma. —¿No es peligroso que entres a tu barrio a esta hora? — indagó confundido, parado como un imbécil enfrente de ella, con esa copa vacía en la mano. Emma rió con ganas, no como una risa burlesca, no como una risa fingida, no, era una risa verdadera. —Sí, vieja — dijo usando ese tonito de villa —, pero tengo que volver a mi casita — agregó palmeando el hombro de sujeto y saliendo sin decir nada más. Rodrigo contempló la puerta cerrada y se resignó. Bueno, él supuso que a la gente que vivía allí no le pasaría nada, que todos se conocerían y, por eso mismo, no se robarían entre sí. Era imposible para él saber que a Emma no le robaban por el simple hecho de que era amiga de todos, que no se metía con nadie, pero que si alguien la buscaba ella bien sabría cuidarse. No, jamás iba a saber que la muchacha se había hecho amiga de unos cuantos pesados en el barrio solo por protección, aunque debía admitir que, cuando los tipos no estaban colocados, sí se divertía con ellos. Tampoco Rodrigo sabía por esas fechas que la madre de esa niña, la señora Mirta, era una prostituta respetada, no porque tenía el mismo carácter de mierda que la mayor de sus seis hijas, sino porque la mujer, humilde igual que el resto de los que habitaban allí, abría las puertas de su casa a quien lo necesitara, sobre todo a otras mujeres con su igual profesión que eran golpeadas, abusadas y humilladas a niveles inhumanos. No, ese niño rico nunca podría imaginar las miles de cosas que Emma veía en su barrio, cosas que no denunciaría jamás, pero que la marcarían a fuego por siempre.
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