Capítulo 1: Pesadillas infantiles
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Me desperté en medio de la oscuridad, como tantas veces. No era la primera vez que me ocurría, muchas noches me levantaba de mi cama y me iba a la sala, dormida. No sé a qué, pues, cuando despertaba, no lograba recordar nada.
Esa noche tampoco, solo que aquella ocasión fue diferente, no grité, ni llamé a mis abuelos; fue la primera, de otras tantas veces, que me devolví a mi dormitorio sin hacer ruido.
Claro que, cuando llegaba a mi cama, me cubría por completo, pues el miedo que me producía despertar así era demasiado fuerte y, una vez acostada, me quedaba paralizada; siempre veía una sombra, un hombre que me miraba desde la ventana de mi habitación. Nunca se me acercó ni me dijo nada, pero de todas formas me aterraba.
Aun así, desde aquella noche, y casi a diario, me tragué mis miedos, no les volví a decir nada a mis abuelos; yo sabía que a ellos les preocupaba mi sonambulismo, mucho más desde que me llevaron a un médico amigo y no encontró nada anormal. Por eso, después de aquella noche, cuando contaba con solo doce años, el tema no se volvió a tocar en mi casa. Ellos creyeron que se me había pasado y yo así esperaba que siguiera.
Poco a poco comencé a entrenar mis miedos y fobias. ¿Cómo? Concienticé mis temores. Llevaba años en esa situación, sufría de alucinaciones y despertaba a mitad de la noche, sin embargo, nunca me había pasado nada, no tenía por qué sucederme en el futuro. También empecé a convencerme de que los fantasmas no existían, de que, aunque existieran, no podrían hacerme nada, ellos no pertenecían a este plano y, pese a que podían quedarse por ahí, no podían materializarse ni dañar. Admití que quizá solo era sonambulismo, una condición que me hacía levantar dormida y despertar en los lugares más inesperados y estúpidos, sin una explicación racional.
De esa manera, intenté controlar mis miedos.
No lo logré.
Cada vez que me despertaba, en la sala de estar de mi casa, se apoderaba de mí el mismo pánico y, cada vez que llegaba a mi habitación, mi cama y sus frazadas se convertían en mi refugio más seguro. Algo tonto, lo sé, pues si hubiese habido un fantasma o un asesino serial, una sábana y unas mantas no lo iban a detener.
Y esa sombra que veía en la ventana me seguía aterrorizando.
Cuando entré al liceo, el tema de conversación recurrente de mis compañeros de clase eran los fantasmas y extraterrestres. Las opiniones estaban divididas: unos creían en ovnis, otros en seres del otro mundo, fantasmas y todo lo sobrenatural. Yo casi siempre me mantenía al margen de sus discusiones, no quería escuchar hablar de esas cosas, me daban mucho miedo y algunas veces inventaba una excusa para irme. Aun así, casi siempre me quedaba dando vueltas en la cabeza lo que mis compañeros argumentaban. Un compañero aseguraba haber tenido contacto con extraterrestres, que ellos no querían hacernos daño, que querían llevarnos a un plano superior, que no debíamos temer; Marcelo, que había hecho contacto con un muerto mediante la Ouija; Sandra afirmaba que ella venía de otro planeta, que fue insertada aquí por alienígenas. Yo, a decir verdad, no entendía cómo eran capaces de hablar con tanta liviandad de temas tan delicados. Yo no sabía en qué creer. A veces sentía que lo mío era producto de mi imaginación; otras, que me abducían los extraterrestres; otras más, que eran fantasmas chocarreros o duendes que habitaban en mi casa los que me molestaban.
Lo bueno fue que, al ir creciendo, las levantadas nocturnas se hicieron menos frecuentes. Ya, al llegar a cuarto medio, solo me levantaba una tres veces por mes, como mucho, una vez a la semana, aunque debo admitir que el pánico al despertar era el mismo de siempre. Mi miedo era por no entender lo que pasaba. Por más que intentara convencerme de que no era más que una condición médica, mental, no lo lograba asumir como tal y me imaginaba que algo peor estaba detrás de aquello.
Para el día de mi graduación ocurrió algo insólito e inesperado. Primero, recibí un ramo de flores precioso que no fue regalo de mis abuelos y, cuando se los comenté, se pusieron muy nerviosos a pesar de que intentaron restarle importancia. Llegó con una tarjeta que decía: “Eres mi razón de vivir”. Aquella noche, durante la fiesta, salí a la terraza a tomar un poco de aire y en el cielo cruzó un meteorito muy llamativo que se iluminó frente a mis ojos, como si su brillo hubiese sido para mí. Así lo sentí. Yo estaba sola en ese momento en el balcón, sin embargo, varios de mis compañeros llegaron al percatarse de la luz del meteorito.
-Eso fue un ovni -dijo Sandra, que estaba convencida de que los extraterrestres vivían entre nosotros.
-Fue un meteorito -expliqué yo.
-¿Estás loca? Eso, claramente, fue cualquier cosa menos un meteorito, Cassandra -me respondió ella.
-Yo no creo en platillos voladores ni en nada de eso -replicó otro de mis compañeros-, pero eso no era un meteorito.
-Entonces, ¿qué fue según ustedes? -interrogué, no quería pensar que eso tuviera relación con los problemas que me atacaban de niña.
-Te vinieron a visitar de tu planeta -bromeó Fabián con voz tétrica, él era mi mejor amigo y el escéptico del curso.
-Tonto. -Me largué a reí.
-A lo mejor fue un dron, y ustedes se pasan rollos altiro. Vamos para adentro mejor, que aquí nos pueden abducir -siguió bromeando-. Vamos, Cassi, que me debes un baile y mejor que sea antes de que te lleven tus ancestros, los extraterrestres.
Todos reímos. Me fui con Fabián de la mano y bailamos juntos el resto de la noche. Por supuesto, terminamos pinchando[1], pero él se iba a ir en las vacaciones a Santiago a ver a sus abuelos y yo me quedaría en Osorno, como siempre.
Mi familia éramos mis abuelos y yo. Mi mamá murió cuando yo nací y mi papá se fue; según mis abuelos, aquello fue un acto de amor, para mí, no fue más que cobardía. No me importaba todo lo que intentaran defenderlo, yo no lo creía. De niña esperaba que él llegara alguna vez a visitarme, a buscarme, pero nunca apareció. Más grande, aguardaba una explicación, la que jamás llegó. Después, ya no me importaba.
-Cassi -me habló Fabián para llamar mi atención.
-Perdón, dime.
-Mañana me voy al norte, pero quiero saber algo.
-Claro.
Lo noté nervioso. Me llevó a la terraza.
-Tú sabes que yo estoy enamorado de ti desde... uuufff... ¿desde kínder?
Yo me reí y apoyé mi cabeza en su pecho.
-Nunca tanto -repliqué divertida.
-Sí, lo que pasa es que tú nunca me miraste.
-Pasábamos todo el tiempo juntos -le recordé.
-Sí, pero nunca quisiste ser mi polola[2] y eso que yo te lo pedí.
-¡Me pediste pololeo cuando íbamos en primero básico! -protesté.
-Pero te lo pedí, yo no dije cuándo.
-Bueno, sí -admití sin enojo.
-Y ahora te lo vuelvo a pedir, ¿quieres ser mi polola?
-Pero tú te vas a ir.
-Solo será un mes, es un viaje de verano.
Suspiré.
-¿No me vas a poner el gorro con las capitalinas?
-No podría si mi polola de toda la vida me estará esperando.
-Yo no soy tu polola de toda la vida.
-Para mí, sí.
-Eres un loco, Fabián Manríquez.
-Y tú, una escurridiza, Cassandra Reyes.
Me besó. Fue un beso tímido, como con miedo, un beso en el que sentí su temor a que me podía perder y le daba miedo pensarlo.
-¿Vas a pololear conmigo? -me volvió a preguntar.
-Sí -respondí sin pensar y me colgué de su cuello para besarlo otra vez.
-Mañana, antes de irme al norte, voy a ir a tu casa a hablar con tu abuelo para que nos de su permiso.
-¿Tan luego?
-¿Tan luego? Te he esperado desde kínder.
-Ya, pero acabamos de empezar a andar.
-Quiero hacer las cosas bien, además, así me aseguro de que no haya ningún moscardón rondándote y tu abuelo no lo permitirá si estás pololeando conmigo.
-¿Me vas a controlar?
-¡Claro que no! Pero sé que más de uno anda detrás de ti y no quiero que “aprovechen mi ausencia para confesar su amor”. -Lo último lo dijo cantando la canción del dúo argentino.
-Ridículo -me burlé.
Me abrazó con sumo cariño.
-Te amo, Cassandra Reyes -dijo muy serio.
Yo no atine a responder nada. Él me besó. Una nueva luz, más potente que la anterior, iluminó el cielo y a nosotros, pues pareció quedar sobre nuestras cabezas. Mis compañeros volvieron a salir, atraídos por aquel fenómeno, la luminosidad seguía allí, sobre nosotros. De pronto, hizo amago de bajar y Fabián me cubrió con su cuerpo en un instinto protector.
[1] Pinchar: relación romántica superficial
[2] Polola, pololear: Novia, estar de novios