—Pásame la pelota, Moni —gritó un pequeño niño de cabellos rizados. Traía pantaloncillos cortos e iba sin camisa. Mileto.
¿Moni?
Tomo la pelota roja, esa que saltaba por el jardín y la lanzo alto. El niño sonríe y yo también.
— ¿Te quedaras para la cena?
—Le diré a mamá que hable con tu... con papá —me corregí y salió hacia la puerta de la abuela.
Cada verano solíamos ir a ahí justo cuando mi madre terminaba con sus novios y buscaba otros, ahí en Pasadena, California. El viento rugía suave mientras aquel niño esperaba que la puerta se abriera. No obstante, la puerta no se movió. No hasta que un hombre la abrió, tomó al niño en brazos y estampó la puerta.
El niño comenzó a patalearle, daba manotazos y mordiscos a aquel hombre sombrío de sombrero, chaqueta larga y zapatos recién pulido
