Narra Sebastian
—¿Estás sonriendo ? —mi mejor amigo me preguntó desde el otro lado de mi escritorio, luciendo una sonrisa propia.
¿Lo estoy?
—No seas absurdo, Johnny —
dije, y el dejo de diversión en mi voz me traicionó.
¿Qué me estaba pasando? No me hizo gracia. ¿Y por qué mis ojos seguían fijos en la tercera pantalla de computadora a la izquierda?
—Lo eres totalmente. No puedo creerlo. No te había visto sonreír así en décadas. No desde aquella fiesta de fraternidad en la que la animadora fornida te hizo un baile erótico.
Le fruncí el ceño.
—Ella no era fornida.
Johnny ignoró la advertencia en mi ceño, como siempre hacía.
—Oh, sí lo era, ella estaba jodida...
—Tenía curvas y era hermosa, imbécil —mi voz ahora vuelve a mi tono normal de mal humor—.Vuelve al trabajo.
—Ahhh, ahí está. Ahora te reconozco—Johnny se reclinó en su asiento con una expresión de satisfacción en su rostro—.No me des órdenes, idiota. Sigues olvidando que soy tu jefe.
Tal vez porque había sido mi mejor amigo durante más tiempo del que había sido mi jefe. O tal vez porque…
—No respondo ante nadie.
Johnny señaló mi monitor.
—¿Qué estabas mirando?
Más importante aún, ¿ por qué lo estaba mirando? ¿Y por qué no pude parar?
—Nada. Sal.
—No—se inclinó hacia adelante, agarró la pantalla y la giró.
Pero antes de que pudiera ver lo que me tenía tan cautivado, presioné un botón en mi teclado, y la vista en pantalla completa del ascensor A6, que mostraba a una hermosa joven sacudiendo su generoso trasero, desapareció y fue reemplazada por una vista de galería de otras cincuenta personas.
Los ojos de Johnny se entrecerraron.
Se levantó y caminó hacia el espejo. Sonriendo ante su propio reflejo, se ajustó la chaqueta de su traje a rayas y arregló meticulosamente un mechón de su cabello pelirrojo.
—Deja de acicalarte como un pavo real. Estamos en el trabajo, no en una pasarela.
Aún admirando su reflejo, dijo: —Estás celoso de que sea más guapo—nunca. Celoso, tal vez tenía mejores habilidades interpersonales. Pero nunca se lo dejaría saber—.Soy más grande y más fuerte.
–Eres más grande que todos, idiota. Más grande no es mejor—prefiero ser diabólicamente guapo.
— Además, todavía tengo el mismo cuerpo sexy que tenía en la universidad cuando competí en el equipo de natación–se dejó caer en la silla y enganchó un tobillo sobre una rodilla—.Deberías venir conmigo al club esta noche. Conseguiré un par de chicas para que adulen tus grandes músculos.
No necesitaba su ayuda para ligar chicas. Si no eran mis músculos lo que querían, era mi dinero... al menos hasta que me conocieron. Había una razón por la que ya no salía con nadie.
—No es lo mio.
Suspiró, su decepción flotando en el aire entre nosotros.
—Pruébalo, amigo. Mírame. Voy al club al menos dos veces por semana y cada vez llevo a casa a una mujer diferente. Y la mayoría de esas veces, es una supermodelo. Soy tan hermoso que no pueden quitarme las manos de encima. Pero todo lo que haces es trabajar y ejercitarte. No es una vida, Sebastian. Necesitas divertirte un poco.
La diversión no dura. Al menos no del tipo del que habla.
—Ganar dinero es divertido.
Puso los ojos en blanco mientras se levantaba.
—Lo que sea. No olvides la reunión dentro de una hora. Y trata de ser amable esta vez.
¿Por qué siempre decía eso? Uno pensaría que ya se habría rendido.
—En los negocios no hay lugar para sutilezas. Especialmente no en nuestra industria. Números. Ese es el único idioma que hablo.
—No quiero imponerte tu rango, amigo, pero por favor sé cortés—se apoyó en mi escritorio y me miró—.Necesitamos que la junta directiva apruebe esta fusión.
Lancé un grueso informe sobre el escritorio que aterrizó entre sus manos.
—Les gano un montón de dinero. Lo aprobarán porque los números hablan por sí solos. No necesito ganármelos con mi encanto.
—¿Encanto?—los aullidos de Johnny llenaron la habitación mientras se inclinaba de risa—¿Tú?
No tuvo que restregárselo.
—Fuera–dije.
—Esa es la cosa más ridícula que he oído jamás–se agarró el costado y su risa me puso de los nervios—. No has tenido ningún encanto en más de veinte años. No desde que Barbara dejó...
Me levanté disparado de mi silla y señalé la puerta.
—¡Sal!—no quería volver a escuchar su nombre nunca más.
Salió al pasillo a trompicones, sus carcajadas resonaron por los pasillos hasta que llegó a su oficina.
Me recosté en mi asiento y, momentos después, sonó el ascensor. Mi ira se desvaneció y esa maldita sonrisa volvió a aparecer en mi rostro. ¿Qué diablos me pasó? Mi cerebro respondió llenando mi mente con una repetición de mi baile interno.
¡Dios! La forma en que había movido esas caderas. Y ese botín regordete moviéndose por ahí. Ya estaba duro. Por el amor de Dios. Contrólate, hombre. Tan inapropiado. Esto no puede estar pasando. Estaría en mi oficina en un segundo. Basta, Sebastian piensa en béisbol, brócoli o hienas… cualquier cosa.
En cambio, mi cerebro me bombardeó con preguntas. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Qué tan llenos estaban sus labios? ¿Por qué estaba haciendo estas preguntas sobre mi nueva pasante?
Me abofeteé la cara. Duro. Sal de ahí, tonto.
No fantaseaba con las mujeres en el trabajo. Nunca. Estrictamente prohibido. No por las reglas de la empresa, sino por mis reglas. Aunque estaba bastante seguro de que había una política estricta de no confraternizar cuando se trataba de un ejecutivo y su pasante.
Esta empresa era mi vida. Era todo lo que necesitaba. Nada ni nadie podría distraerme de mi trabajo. Mi carrera. Y nadie lo haría jamás.
Entró en mi oficina, luego pasó por los sofás y la mesa redonda y se detuvo a medio camino, a unos metros de mi escritorio. Sus mechones de ónice que le llegaban hasta la barbilla rebotaban como alegres resortes alrededor de su pálido y redondo rostro a cada paso decidido. Era más baja de lo que había imaginado. Al menos un pie más bajo que mi estructura de 6 pies 2 pulgadas. Abundantes y deliciosas curvas en todos los lugares correctos, su pequeño cuerpo se alzaba orgulloso, con la cabeza en alto como si ya fuera dueña del lugar.
Cristo, esa confianza era sexy. Y esas curvas, rogándome que las explore...
—Buenos días, señor Brown. Soy Laura Berrios, su nueva pasante— su voz, llena de una confianza cautivadora, no ayudó a devolverme a la realidad.
—Buenos días—dije mientras mi mirada se detenía en sus hermosos rasgos. Tenía una adorable nariz de botón. Y esos ojos, de un cálido color marrón oscuro, como el chocolate caliente. Delicioso.
Bajé la cabeza, incapaz de mirarla sin que mi cuerpo reaccionara como un adolescente cachondo. Miré mi bebida con recelo. ¿Mi asistente le había añadido un afrodisíaco? Agarrando mi taza, me la llevé a la nariz y la olí.
El chocolate caliente olía divino y los mini malvaviscos flotaban alegremente. Era mi costumbre. No es una bebida que represente poder e intelecto, pero nadie lo sabía excepto mi asistente, y ella juró guardar el secreto. Tenía una imagen que preservar. No podemos permitir que los tiburones de nuestra industria encuentren debilidades que explotar o, en este caso, hábitos que ridiculizar. No me convertí en un titán de Wall Street mostrando debilidad o siendo amable. Nunca pregunté, exigí. Nunca dije por favor, ladré órdenes. Y siempre me mantuve disciplinado y en control. Excepto…
Me moví en mi silla. Mi madera todavía era un jodido problema, así que no podía levantarme para estrecharle la mano como lo haría normalmente. En cambio, señalé la puerta de la izquierda—.Instálate en la oficina de allí a través de la puerta contigua.
Eché un vistazo para ver su reacción. Sus cejas se arrugaron de una manera adorable por un momento mientras sus ojos siguieron mi dedo hasta que aterrizaron en la puerta. Entonces su mirada brilló de emoción, tan llena de inocencia. No se veía eso a menudo en esta industria, y de repente sentí que necesitaba proteger esa inocencia.
Me giré hacia mi teclado. Con mi cerebro todavía en algún tipo de modo de mal funcionamiento, escribí galimatías, fingiendo estar completamente absorto en mi trabajo, esperando a que ella desapareciera de mi oficina… y de mis pensamientos.