Antes de entrar a la casa, me recibieron el mayordomo y las dos mucamas que ya había visto frente a la puerta. También me llamaron señorita y, con un suspiro, me di cuenta que era un caso perdido intentar que me llamaran de otra forma, por lo menos en el corto plazo. Ya me ganaría después su confianza y podría pedirles que me llamaran como yo quería que lo hicieran.
Mi padrastro, Camilo Ponce, se paró en medio del vestíbulo, entre los dos brazos de la escalera. Lo miré de reojo y crucé mis brazos, preparada a que me diera de nuevo un discurso sobre mi buen comportamiento y la obediencia que le debía, so pena de que no me pasara ni un centavo y, aunque en ese momento no sabía qué contestarle, sabía que sería solo cuestión de tiempo para evadirme de sus ínfulas de gran señor y empezar a hacer lo que yo quisiera. No me esperaba lo que me dijo.
—Necesito que esta tarde vayas al ginecólogo y me traigas un certificado de tu virginidad.
—¡¿QUEEÉ?!
Lo había dicho frente a toda la servidumbre. Vi que había otras mucamas en el segundo piso, apoyadas en el barandal de la escalera, igual que otros sirvientes de la cocina, el chef, los jardineros y hasta el chófer que acababa de recogerme y quien, al verme, se puso solo un poquito más rojo de lo que yo estaba.
—¡Estás demente, maldito! —dije con los puños apretados, deseando que solo estuviera unos metros más cerca para darle un puño en su rostro perfecto— Eso es una violación a mi intimidad, no tienes ningún derecho a pedirme algo así, eso es un abuso…
Seguí protestando. Creo que hasta mencioné que lo denunciaría para que se lo llevaran a la cárcel por pedirle algo así a una menor de edad, pero me callé en cuanto vi que su cara era la de alguien que solo escucha el zumbido de un mosco.
—¿Ya terminaste? —preguntó cuando tomé aire. No contesté y asumió que lo había hecho— Tu virginidad es la primera condición de los fideicomisos. —No entendí qué era lo que decía y sacó un papel del bolsillo delantero de su blazer. Lo desdobló y, paseando sus ojos entre el papel y mi cara, me explicó lo que acababa de decir—. Con tu difunta madre, planeamos una serie de condiciones para que puedas no solo tener acceso total a la fortuna que te corresponde, como su única hija, sino para que también te veas motivada a ser una mejor persona.
—¿Cómo así? ¿Condiciones, dices? —Me reí. Por primera vez me sentí segura de lo que estaba por decirle. Sabía que lo que me quería decir era ilegal. Como única heredera de mi madre, tenía derecho a todo mi dinero sin necesidad de cumplir ninguna condición. Tal vez sí era cierto que él, como mi tutor, podía administrar mi fortuna, hasta que yo cumpliera la mayoría de edad, en solo dos años, pero eso no lo facultaba para negarme la herencia de varios miles de millones de dólares—. Sé que no puedes negarme lo que mi mamá me dejó. Siendo su única hija, soy también la única heredera y todo lo que ves a tu alrededor es mío, sin que tú tengas derecho a negármelo.
—¿Cómo es que sabes eso? —preguntó. Aunque parecía una pregunta inocente, vi un atisbo de burla en sus labios, lo que me inquietó— ¿Lo viste en alguna telenovela?
—Yo… —No supe qué contestarle porque no lo había visto en una telenovela, en el internado no había televisores, pero sí lo había leído en una de las novelas que escondía en la tabla suelta del piso, bajo mi cama—. Lo leí en una ley. —Al fin se me ocurrió decirle.
Camilo suspiró y, de nuevo, vi que su cara parecía apenas molesta por el zumbido de una mosca.
—Tienes razón en lo que dices, niña. —Obvió el hecho de que me hubiera llamado “niña”, satisfecha porque confirmaba lo que ya sabía—. Sin embargo, ¿qué harías si solo te diera una milésima parte de tu herencia? Digamos, solo lo suficiente para que te pudieras pagar un abogado mediocre, ¿te atreverías, entonces, con tu abogado mediocre, a demandar la totalidad de tu herencia contra el ejército jurídico de los mejores abogados del país con los que cuenta el Grupo Empresarial al que dirijo?
—Pero, yo… —Sentí que la ira subía hasta mis ojos y me faltó muy poco para llorar, pero no iba a darle ese gusto. Apreté mis puños con toda la fuerza de la que fui capaz y quise dar los quince pasos que nos separaban para golpearlo, pero tampoco me iba a ver haciéndolo porque él, mi padrastro, estaba tan sereno y calmo que parecía estar posando para una pintura.
—Bien, niña, veo que eres inteligente —dijo cuando fue evidente que mi ira no pasaría de eso—. Te decía, entonces, que hay una serie de condiciones y cada una de ellas cumple con las exigencias consignadas en los fideicomisos en que se divide tu fortuna. La primera de ellas es que certifiques que todavía eres virgen —Miró al papel que había sacado de su bolsillo—. En caso de que no lo seas o te niegues a certificarlo, habrás perdido los primeros mil millones de dólares de la herencia.
—¡¿QUEEÉ?!
—Veo que eres una joven llena de preguntas —Sonrió y hubiera querido, en ese momento, estrellarle un puño en su sonrisa de perfectos dientes blancos alineados—. Me gusta que los jóvenes sean curiosos, ahora, ¿vas a ir esta tarde a conseguir ese certificado, o debo dar por incumplida la condición del primer fideicomiso?
—¡No tengo por qué rebajarme de esta manera! Por supuesto que no voy a ir a un ginecólogo para que me vea…
—Puede ser una ginecóloga, como prefieras —Me interrumpió, otra vez con su sonrisa de canalla que disfrutaba con mi sufrimiento—. Lo único que importa es que traigas ese certificado, hoy, antes de las doce de la noche.
—Pero… no necesito un certificado. Soy virgen, ¿o es que crees que en un internado de monjas hay muchas oportunidades para estar con un chico?
Mi padrastro torció los labios e incluso así, con esa mueca de indiferencia, se veía encantador. No podía juzgar a mi madre por escoger pasar sus últimos años de vida con un hombre tan sexi.
—No es algo que me conste y el fideicomiso dice, de manera clara, que tu virginidad debe ser certificada por un ginecólogo, o ginecóloga, no importa. Así que, si estás tan segura de que lo eres, no tendrás problemas para conseguirlo, aunque, después de lo que vi en la rotonda…
—¿Qué? ¿Qué insinúas?
—Bueno, no sé, es que te vi, cómo decirlo, tan experimentada con ese cigarrillo en tu boca, ¿me entiendes?
Se estaba burlando y así me lo hizo ver cuando torció sus labios hacia un costado, lo que abrió un hoyuelo en su cachete que casi me derrite. Me calmé, mi padrastro tenía ese efecto con su sonrisa, después lo comprobaría, aunque en ese momento no supe por qué mi sangre había dejado de hervir. Miré a mi alrededor. La servidumbre de la casa me miraba, sin verme, atenta a lo que estaba por decir.
—Muy bien. Me sacaré ese maldito exámen, pero será lo último que haga, ¿me entendiste? No voy a someterme a tu tiranía.
—Y la de tu mamá, niña —dijo mi padrastro levantando el papel que había sacado de su bolsillo—. Recuerda que esto lo planeamos entre los dos, hace solo unos meses. Ahora yo soy solo su ejecutor.
Lo miré con rabia, aunque, como dije, ya no guardaba ninguna ira.
—Cuando traigas ese certificado, te daré a conocer las demás condiciones. Por ahora, es importante que sepas que hay más y que algunas solo podrás conocerlas cuando hayas cumplido con alguna anterior —Sus ojos verdes volvieron a enterrarse en los míos por un segundo—. Bueno, ya debo irme, pero García queda a tu disposición, siempre que sea para ir al ginecólogo —Miró al chófer, que asintió con la cabeza—. Él tiene la dirección del centro médico más cercano.
Camilo Ponce, mi padrastro, pasó a mi lado y, al girarme, lo vi abordar otro vehículo, un Mercedez más lujoso que el que me había traído.
—Señorita —Me abordó el mayordomo. No era el mismo que había conocido en mi infancia, antes de ir al internado. Mi madre había cambiado a todo el personal de la casa después de su matrimonio con mi padrastro—. ¿Desea ir a su habitación? ¿O comer algo, antes de marcharse?
Suspiré. Por alguna razón, después de la vergüenza a la que acababa de ser sometida, me sentía más cercana a la servidumbre, que había compartido conmigo el bochorno.
—¿Cómo es tu nombre? —Le pregunté al mayordomo que, sorprendido por mi pregunta, sonrió.
—Soy Alfredo, señorita, y estoy a sus órdenes.
Enseguida me presentó a los demás miembros del personal de servicio, incluido García, uno de los tres chóferes de la mansión, que se llamaba Carlos. Todos parecían muy amables y hasta encantados de que yo hubiera llegado.
—Temíamos que esta casa fuera a ser como un mausoleo gigante. —Me dijo la que era Ama de Llaves, Patricia, una mujer de unos cincuenta años—. Nos alegra mucho que la hija de la señora, que en paz descanse, haya venido a vivir aquí y, siendo todavía tan joven, estoy segura de que le va a dar una nueva vida a esta mansión, señorita Valentina.
Sonreí y, antes de ir a mi habitación, pedí un sándwich de pavo. Ahora sí me estaba muriendo de hambre.