Parte dos: Capítulo XI: Caminaré solo

1083 Words
—¿Un impulso, dices? — lanza una carcajada que sorprende a todos y tensa el pecho del dictador de ojos violetas. —No sabía que después de escuchar claramente que uno es un estorbo en la casa de otro e intenta irse para evitar la incomodidad y alejarse en lo posible… es sinónimo de ser impulsivo. —Lágrimas se deslizan por su mejilla de repente. Sin esperar un segundo más, se voltea y saca deprisa el suéter que el rubio le había prestado y lanza aquello como si se tratase de basura. —Ah… ya no lo necesito. —relame sus labios mientras siente como nuevas lágrimas se acumulan en sus ojos. —Al final, solo es prestado, es más… —cierra sus ojos y vuelve a abrirlos. —Bótelo, probablemente tienes más y no será necesaria la lavandería. —sonríe suavemente. —No… mejor… señor Rockefeller, podrá dárselo a alguna de las… pequeñas zorras… —toma una pausa para observar aquellos ojos violetas y el rostro ligeramente pálido y furioso. —...con las que se ha revolcado para que, al menos, salgan vestidas de su habitación. Solo por cortesía. —Hans… —Hans nada, ¿lo ve? —toca su pecho. —Estoy bien, estoy en otro lugar y no me he muerto. Así que, váyase tranquilo, ya no tendrá que hacerse cargo de… ¿cómo había dicho? —se cuestiona sarcásticamente. —¡Ah, sí!… “Es víctima del atentado y ahora por condiciones médicas tengo que cuidar su culo…” —aquellas palabras caen como un balde de agua fría que quema su piel. —Por favor, señor Rockefeller, váyase de esta humilde tienda que seguramente debe ser muy poco para usted. —¡Hans, ya basta! —furioso golpea el mostrador causando que el par de jóvenes retrocedan respingando. —Sube al maldito auto ahora mismo. —se inclina y entre dientes, dice aquellas palabras. —No. —sintiendo sus manos sudorosas, el castaño responde con rotunda negación. —¿Qué dijiste? —Dije que no, no iré con usted para ninguna parte. A continuación un momento histórico para quien conoce al mayor dictador de Belfast, al hombre más déspota de aquellas tierras, abre su boca dispuesto a gritar nuevamente al chico y arrastrarlo consigo entre su rabia y el duro golpe dado a su ego. Pero qué tarde reaccionan los monstruos a veces, sí, Ansgar Rockefeller recibirá su merecido ante todos aquellos ojos confundidos y asustados. Lleno de adrenalina, abrumado por la rabia y la tristeza, Hans agarra con firmeza el jarrón de cristal. El agua, transparente y fresca, se agita en su interior, mientras las delicadas flores de azucenas blancas se balancean en perfecta armonía. Sin mediar palabra, Hans se acerca lentamente a Ansgar, rodeando el mostrador en cámara lenta con sus ojos brillando con una mezcla de determinación y dolor. El sonido susurrante de sus agitados pechos se desvanece en un chillido apenas perceptible, dejando espacio para el latido acelerado de sus corazones. En cámara lenta, Hans agita el jarrón en dirección al rostro del rubio, su brazo tenso y tembloroso logra con éxito expulsar todo el contenido sin más. El tiempo se estira divertido ante aquella escena inolvidable, como si la humanidad entera contuviera la respiración, anticipando el desenlace de este acto audaz y valiente, nunca antes visto por quienes han sido intimidados por aquellos ojos violetas. El agua se desplaza en un arco perfecto, como si danzara en el aire, y las flores se desprenden delicadamente de sus tallos, creando una estela efímera de belleza. El silencio se rompe por el sonido del líquido impactando contra la piel de Ansgar, seguido de un estallido de sorpresa y exclamaciones de los presentes. Las gotas de agua salpican su rostro, empapando sus cabellos y deslizándose por fornido pecho. El desafío en la mirada de Hans, la sorpresa y la confusión en los ojos de Ansgar se convierten en la escena de telenovela más pagada y dramática del momento. —Vuelvo y repito… —deja caer el jarrón de cristal al piso, rompiendo este en trozos grandes. —…no iré con usted para ninguna parte. —sin pensarlo dos veces huye de la tienda, sin ser detenido por los guardaespaldas que aun en estado de shock observan a su amo, humillado y mojado como un perro sarnoso en mitad de la sala de la tienda. “Me importa una mierda”, piensa mientras sus pies corren con fuerza por las calles de Belfast sin rumbo fijo, solo dejándose llevar por el deseo de eliminar aquellos sentimientos que lo atan aquel hombre, ahora humillado por primera vez en su vida. Aunque su rostro está empapado por el torrente de emociones, una mezcla de tristeza y orgullo se refleja en sus ojos vidriosos. A medida que avanza, las lágrimas se mezclan con la determinación en su rostro, formando un rastro de valentía y fortaleza, a la par el viento acaricia su cabello desordenado mientras se adentra en las calles, dejando atrás el fragante aroma de las flores y los ecos de aquel encuentro oscuro y asfixiante. Nadie en la historia lo creería, ni siquiera la hermana del dichoso Rockefeller lo creerá, ¿Ansgar Alessandro Gabriele Jörgensen Rockefeller fue humillado?, ¿el mafioso más temido de Belfast, aquel Paladín, fue humillado?, imposible eso jamás debió ocurrir, pero como aquellas frases susurran a los oídos tercos, “Tarde que temprano la manzana cae del árbol y golpea tu cabeza” —Mierda, abre. —lucha con la puerta de una cabina telefónica hasta por fin abrirla. Con unas cuantas monedas en sus bolsillos, marca y llama finalmente a su amigo. —¿Harry? —pregunta desesperadamente. —¡Hans, por Dios, ¿dónde estás?, iré a buscarte! —Estoy en la avenida Redcoat, por favor, date prisa. Siento que el aire se está yendo de mis pulmones. —se deja caer en el piso de la cabina. —Por favor, ven no quiero que él me encuentre. —Maldito hijo de puta, ¿qué te hizo? —angustiado, toca su frente. —Iré por ti y me contarás todo en casa. La abuela está esperándote también. No te muevas, llegaré en 10 minutos. —Sí. —la llamada es colgada rápidamente y a la par sus sollozos son liberados mientras abraza su cuerpo con suavidad, a la espera de un abrazo reconfortante. —Te odio tanto… te amo tanto y eso duele… duele mucho… —susurra entre lágrimas
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